Inteligencia artificial sin corazón. Artículo.

En una deliciosa y aguda entrevista radiofónica, el filósofo Fernando Savater fue preguntado sobre la Inteligencia Artificial (IA). Su respuesta fue ingeniosa y sorprendente, cuando confesó que apenas conocía esta moderna herramienta, pero que más que preocuparle la IA, le preocupaba sobremanera la “estupidez natural” de la que sí tenía conocimiento en su larga experiencia docente. Me pareció provocativamente ajustado a la cruda realidad.

Se ha abierto una batalla comercial con el consiguiente control por el poder, ante el pulso por las distintas aplicaciones de la IA entre el poderoso mercado norteamericano y el emergente mercado chino, con su consecuencia en la bolsa internacional y sus importantes altibajos. La Santa Sede acaba de publicar una instrucción (Antiqua et nova) muy oportuna sobre la IA, en la que, reconociendo los desafíos y oportunidades del saber científico y tecnológico, se debería acertar en el uso razonable al servicio del bien humano. Dentro de esta perspectiva han de afrontarse las cuestiones antropológicas y éticas planteadas por la IA, en cuanto que uno de los objetivos de esta tecnología es el de imitar la inteligencia humana que la ha diseñado. Se trata, pues, de una “imitación” que pone en juego toda la potencialidad de los algoritmos, con su inmensa combinación de datos, donde una máquina nos puede suplir supuestamente por su rapidez y competencia, pero carece de lo más rico y decisivamente humano como es el corazón. Inteligencia significa “leer por dentro” (intus legere), y esto no lo sabe hacer la máquina.

En un reciente documento el papa Francisco habla nada menos que del “corazón de Dios”. En el hombre y la mujer al haber sido creados a su imagen y semejanza, su corazón humano se convierte en el centro más decisivo de la persona, imposible de ser suplido ni puenteado por ninguna máquina: «el corazón es el lugar de la sinceridad, donde no se puede engañar ni disimular. Suele indicar las verdaderas intenciones, lo que uno realmente piensa, cree y quiere, los “secretos” que a nadie dice y, en definitiva, la propia verdad desnuda… La pura apariencia, el disimulo y el engaño dañan y pervierten el corazón. Más allá de tantos intentos por mostrar o expresar algo que no somos, en el corazón se juega todo, allí no cuenta lo que uno muestra por fuera y los ocultamientos, allí somos nosotros mismos. Y esa es la base de cualquier proyecto sólido para nuestra vida, ya que nada que valga la pena se construye sin el corazón. La apariencia y la mentira sólo ofrecen vacío» (Dilexit nos, 5-6).

Por eso, bienvenida esa herramienta de la IA que bien usada nos reporta tantos avances en el campo científico y social (medicina, artes, retos actuales, etc.), pero debemos reconocer que sus capacidades computacionales representan sólo una parte de las posibilidades de la mente humana, sin poder realizar el discernimiento moral o la capacidad de relaciones auténticas. Dado que la IA no tiene «la apertura del corazón humano a la verdad y al bien, sus capacidades, aunque parezcan infinitas, son incomparables con las capacidades humanas de captar la realidad. Se puede aprender tanto de una enfermedad, como de un abrazo de reconciliación e incluso de una simple puesta de sol. Tantas cosas que experimentamos como seres humanos nos abren nuevos horizontes y nos ofrecen la posibilidad de alcanzar una nueva sabiduría. Ningún dispositivo, que sólo funciona con datos, puede estar a la altura de estas y otras tantas experiencias presentes en nuestras vidas» (Antiqua et nova, 32-33). Y es que, Dios no nos hizo máquinas, sino tan a su imagen que nuestra semejanza se le parece en lo más hermoso: el corazón.

Fr. Jesús Sanz Montes, ofmArzobispo de Oviedo