Jesús reemprende su largo viaje hacia Jerusalén (cf. Le 9,51; 13,22), meta de su peregrinación por los caminos de Palestina, hasta llegar a la ciudad en la que también él, como los profetas, está llamado a entregar su vida.
En un determinado momento entra en un pueblo samaritano: debería encontrarse incómodo e incluso hubiera podido pasar de largo, evitando todo encuentro y todo diálogo. Sin embargo, se deja interpelar por estos extraños, que, además, son leprosos; por consiguiente, gente que vuelve impuro a quien se les acerca (w. 12ss).
Jesús es verdaderamente el salvador de todos, el hermano universal. Jesús ha venido para todos: no muestra preferencias entre las personas. Y, sobre todo, no califica ni descalifica a nadie porque pertenezca a un pueblo o a una raza, y mucho menos aún por su estado de salud. Este milagro de Jesús está realizado también con la mayor discreción y con una apertura total a los más pobres entre los pobres, a aquellos que tienen más necesidad de su poder sanador.
Todos quedan curados, pero sólo uno siente la necesidad de volver a Jesús para agradecérselo (v. 15). Se le echa a los pies para darle a entender que, de ahora en adelante, se considera no sólo beneficiario de un milagro, sino también y sobre todo un discípulo (v. 16). Sólo él recibe de Jesús la curación completa: la del cuerpo y la del alma. Por desgracia, no a todos se les da la gracia de consumar el camino de la salvación, que va desde el beneficio recibido a la gratitud expresada y a la alabanza.
No es suficiente con encontrar o haber encontrado a Jesús de Nazaret; también es necesario escuchar su Palabra, ceder a la misteriosa atracción de la gracia y seguirle a donde vaya.
Gracias a: Rezando Voy,Santa Clara de Estella y Ciudad Redonda