A veces, rezando los Salmos, me quedo atrapado mirando un poco incómodamente un espejo que me refleja mi propia aparente falta de honradez. Por ejemplo, rezamos estas palabras en los Salmos: Por la noche mi alma suspira por ti. …Como un ciervo que anhela corrientes de agua, así mi alma suspira por ti, Dios mío. …¡Por ti solo suspiro! ¡De ti solo estoy sediento!
Si soy honrado, tengo que admitir que muchas veces -quizás las más de las veces- mi alma suspira por muchas cosas que no parecen de Dios. ¿Con qué frecuencia puedo rezar honradamente: Por ti solo, oh Dios, suspiro. De ti solo estoy sediento? En mi inquietud, mis deseos mundanos e instintos naturales, suspiro por muchas cosas que de ninguna manera se muestran muy centradas en Dios o en el cielo. Sospecho que eso es cierto para la mayoría de nosotros durante buena parte de nuestras vidas. Raro es el místico que, cualquier día dado, puede decir esas oraciones y hacerlo de todo corazón.
Pero el deseo humano es algo complejo. Hay una superficie y hay una profundidad; y en cada uno de nuestros anhelos y motivaciones, podemos preguntarnos esto: ¿Qué estoy anhelando de hecho aquí? Sé lo que quiero en la superficie, aquí y ahora, pero ¿qué estoy anhelando por fin con esto?
Esta discrepancia entre aquello de lo que somos conscientes en la superficie y lo que se supone sólo de alguna manera oscura e iniciada a un nivel más profundo, es lo que se capta en una distinción que los filósofos hacen entre lo que es explícito en nuestra consciencia y lo que es implícito en ella. Lo explícito se refiere a aquello de lo que estamos al tanto conscientemente (“quiero esta cosa concreta”); mientras que lo implícito se refiere a los factores inconscientes que están también en juego pero de los que somos inconscientes. Estos que sólo sentimos, vagamente, en alguna parte inconsciente de nuestra alma.
Por ejemplo, Karl Rahner, al que le gustaba esta distinción y la utilizaba bien en su espiritualidad, nos ofrece este (tosco pero claro) ejemplo de la distinción entre lo explícito y lo implícito en nuestras motivaciones y deseos. Imagínate esto -dice-: Un hombre, solitario, cansado y deprimido en una noche de sábado, va a un bar de solteros, recoge a una prostituta y se acuesta con ella. En la superficie, su motivación y su deseo son tan francos como toscos. Él no está suspirando por Dios en su cama en esta particular noche. ¿O sí?
En la superficie, por supuesto que no; su deseo parece puramente auto-centrado y la antítesis del anhelo santo. Pero, analizado hasta su más profunda raíz, su deseo es al fin un suspirar por la intimidad divina, por el pan de vida, por el cielo. Está suspirando por Dios en la profundidad misma de su alma y en la profundidad misma de su motivación, aunque no es consciente de esto. El descarnado deseo por la gratificación inmediata es todo aquello de lo que está totalmente consciente en este momento, pero esto no cambia su última motivación, de lo cual esto es síntoma. A un nivel más profundo, del cual él no es claramente consciente, está aún suspirando por el pan de vida, por solo Dios. Su alma es aún la de un ciervo que suspira por las corrientes de aguas claras; pero, en esta noche dada, otra corriente le está prometiendo un tónico más inmediato que él puede tener ahora mismo.
Recientemente, dirigí un curso sobre la espiritualidad del envejecimiento y la muerte. Tomando un verso del poema de Goethe Santo anhelo, titulé poéticamente el curso: Loco por la Luz. En un trabajo final, uno de los estudiantes, una mujer, reflexionando sobre su propio viaje hacia el envejecimiento y la muerte, escribió estas palabras:
“Y luego, la pasada noche empecé a pensar que morir es hacer el amor con Dios, la consumación después de una vida de coqueteos, encuentros, citas en la oscuridad y constante deseo ardiente, anhelo y sensación de soledad que hace a una loca por la luz. Reflexioné sobre Song of Songs (Canción de Canciones) y creí que podría ser una analogía de cómo veo el morir, no necesariamente como desintegración y fallecimiento del cuerpo, sino más bien como la entera transición a cuya realización nací destinada. Pienso en mi vida como historia de amor con sus altibajos, como cualquier otra historia de amor, pero siempre yendo en la dirección de Dios con la finalización en muerte, siendo la boda del amor entre Dios y yo misma después de unos desposorios de por vida”.
Lo dice tan bien como Rahner y los filósofos, aunque las palabras son más directas. Ella, también, analizando su deseo, señala que hay niveles, explícitos e implícitos, conscientes e inconscientes.
Sí, nuestras vidas -con todas sus tensiones, cansancios, inmadurez juvenil, depresiones adultas, temporadas solitariamente frías, tiempos de duda, momentos de desesperación, crisis e irresponsable exuberancia ocasional- estarán marcadas con toda seguridad por coqueteos y encuentros que parecen manifestar deseos que no están a favor del pan de vida. Pero están, al fin, y un día encontrarán y conocerán su total consumación.
Ron Rolheiser (Trad. Benjamin Elcano, cmf) - Lunes, 10 de julio de 2017
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