Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) -
La señal de la genuina contrición no es una sensación de culpa, sino un sentimiento de dolor, de pesar por haber tomado un giro equivocado; igual que la señal de vivir en gracia no es una sensación de nuestro propio mérito, sino un sentimiento de ser aceptados y amados a pesar de nuestra indignidad. Estamos sanos espiritualmente cuando nuestras vidas están marcadas por la sincera confesión y la sincera alabanza.
Jean-Luc Marion destaca esto en un comentario sobre el famoso libro Confesiones, de san Agustín. Ve la confesión de Agustín como una labor de una conciencia moral verdadera porque es, a la vez, una confesión de alabanza y una confesión del pecado. Gil Bailie sugiere que este comentario subraya un criterio importante por el que juzgar si estamos viviendo en gracia o no: “Si la confesión de alabanza no está acompañada por la confesión del pecado, es un gesto vacío y pomposo. Si la confesión de los pecados no está acompañada por la confesión de la alabanza, es igualmente vacía y estéril, objeto de revistas inútiles y periódicos tabloides, una auto-limpiante parodia de arrepentimiento.
Gil tiene razón, pero hacer las dos confesiones a un mismo tiempo no es una tarea fácil. Generalmente, nos encontramos con que caemos en una confesión de alabanza donde no hay verdadera confesión de nuestros propios pecados; o en la “auto-limpiante parodia de arrepentimiento” de un todavía auto-preocupado converso, donde nuestra confesión suena vacía porque se muestra más como una insignia de sofisticación que como el genuino pesar de haberse descarriado.
En ninguno de los dos casos hay un verdadero sentimiento de gracia. Piet Fransen, cuyo magistral libro sobre la gracia sirvió de libro de texto en seminarios y escuelas de teología durante una generación, expone que ni el creyente seguro de sí mismo (que aún envidia secretamente los placeres del amoral que sigue perdiéndose) ni la persona descarriada que se convierte pero aún se siente reconocida por su aventura, ha entendido la gracia. Entendemos la gracia sólo cuando captamos existencialmente lo que hay en las palabras del padre a su hijo mayor en la parábola del hijo pródigo: Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo que tengo es tuyo. Pero deberíamos celebrar y estar contentos, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado.
El hijo mayor no estaría amargado si entendiera que todo lo que su padre posee es ya suyo, como tampoco estaría envidioso de los placeres que su hermano rebelde saboreó si entendiera que en la vida real su hermano había estado muerto. Pero logra una comprensión más profunda de lo que es la gracia el hecho de intuir que, a saber, acogerse a esa vida en la casa de Dios empequeñece todos los otros placeres. Lo mismo vale para el converso que ha abandonado su vida rebelde pero aún se goza secretamente en la experiencia y sofisticación que le trajo y alimenta una misericordia condescendiente para el menos-experimentado. De hecho, él tampoco ha entendido aún la gracia.
El hijo mayor no estaría amargado si entendiera que todo lo que su padre posee es ya suyo, como tampoco estaría envidioso de los placeres que su hermano rebelde saboreó si entendiera que en la vida real su hermano había estado muerto. Pero logra una comprensión más profunda de lo que es la gracia el hecho de intuir que, a saber, acogerse a esa vida en la casa de Dios empequeñece todos los otros placeres. Lo mismo vale para el converso que ha abandonado su vida rebelde pero aún se goza secretamente en la experiencia y sofisticación que le trajo y alimenta una misericordia condescendiente para el menos-experimentado. De hecho, él tampoco ha entendido aún la gracia.
En su libro La idea de lo sagrado, ahora considerado un clásico, Rudolf Otto refiere que en la presencia de lo sagrado siempre tendremos una doble reacción: temor y atracción. Como Pedro en la Transfiguración, querremos plantar una tienda y permanecer allí por siempre, pero, como él también antes de la pesca milagrosa, de igual manera querremos decir: “Apártate de mí, que soy un pecador”. En presencia de lo sagrado, queremos estallar en alabanza aun cuando queremos confesar nuestros pecados.
Esa visión puede ayudarnos a entender la gracia. Piet Fransen empieza su libro de firma sobre la gracia, La nueva vida de gracia,pidiéndonos que nos imaginemos esta escena: Dibuja a un hombre que viva su vida en descuidado hedonismo. Él bebe únicamente en los placeres sensuales de este mundo sin pensar en Dios, en la responsabilidad ni en la moralidad. Más tarde, después de una larga vida de placeres ilícitos, tiene una auténtica conversión en el lecho de muerte, confiesa sinceramente sus pecados, recibe los sacramentos de la iglesia y muere en ese feliz estado. Si nuestra reacción espontánea a esa historia es: “¡Bien, dichoso de él! ¡Fue atrevido, incluso al final!”, todavía no hemos entendido la gracia, sino, por el contrario, aún somos moralizadores amargados que nos quedamos, como el hermano mayor, necesitando una posterior conversión a nuestro Dios.
Y lo mismo vale también para el converso que aún siente que lo que ha experimentado en su rebeldía, su atrevimiento, es un gozo más profundo que el conocido por los que no se han extraviado. En este caso, ha vuelto a la casa de su padre no porque sienta un gozo más profundo allí, sino porque juzga su retorno un deber indeseado, menos estimulante, menos interesante y menos gozoso que una vida pecaminosa, pero una estrategia de salida moral necesaria. Él también tiene que entender aún la gracia.
Sólo cuando entendamos lo que el padre del hijo pródigo quiere indicar cuando dice al hijo mayor: “Todo lo que yo tengo es tuyo”,ofreceremos a la vez una confesión de alabanza y una confesión del pecado.
Sólo cuando entendamos lo que el padre del hijo pródigo quiere indicar cuando dice al hijo mayor: “Todo lo que yo tengo es tuyo”,ofreceremos a la vez una confesión de alabanza y una confesión del pecado.