Hay una verdadera diferencia entre nuestros logros y nuestra fecundidad, entre nuestros éxitos y el verdadero bien que traemos al mundo.
Lo que logramos nos depara éxito, nos da una sensación de orgullo, hace que nuestras familias y amigos estén orgullosos de nosotros, y nos da un sentimiento de dignidad, singularidad e importancia. Hemos hecho algo. Hemos dejado una marca. Hemos sido reconocidos. Y junto con esas recompensas, trofeos, grados académicos, certificados de distinción, cosas que hemos obrado y artefactos que hemos dejado atrás, viene el público reconocimiento y respeto. Lo hemos hecho nosotros. Somos reconocidos. Además, por lo general, aquello que logramos produce y deja atrás algo que es útil a otros. Podemos, y deberíamos, sentirnos bien a causa de nuestros legítimos logros.
Sin embargo, como nos recuerda frecuentemente Henri Nouwen, logro no es lo mismo que fecundidad. Nuestros logros son cosas que hemos realizado. Nuestra fecundidad es el efecto positivo y a largo plazo que estos logros tienen en otros. Logro no significa automáticamente fecundidad. El logro nos ayuda a resistir, la fecundidad trae la bendición a las vidas de otras personas.
De aquí que necesitemos hacer esta pregunta: ¿Cómo han favorecido positivamente mis logros, mis éxitos, las cosas de las que estoy orgulloso a los que están a mi alrededor? ¿Cómo han ayudado a poner gozo en las vidas de otros? ¿Cómo han ayudado a hacer del mundo un lugar mejor y más apacible? Cómo algunos de los trofeos que he ganado o las distinciones que me han otorgado han hecho a los que están a mi alrededor más pacíficos en vez de más inquietos?
Esto es diferente que preguntar: ¿Cómo me han hecho sentir mis logros? ¿Cómo me han dado un sentido de autoestima? ¿Cómo mis logros han sido testigos de mi singularidad?
No es ningún secreto que nuestros logros, aunque honrados y legítimos, producen frecuentemente celos e inquitud en otros, más bien que inspiración y sosiego. Vemos esto en cómo envidiamos con tanta frecuencia y odiamos secretamente a la gente de considerable éxito. Sus logros generalmente hacen poco para mejorar nuestras propias vidas; y, en cambio, dispara en nosotros una inquietud que nos pone los nervios de punta. El éxito de otros, en efecto, actúa frecuentemente como un espejo en el que vemos, sin sosiego y a veces amargamente, nuestra propia falta de logro. ¿Por qué?
Generalmente hay culpa por ambos lados. Por una parte, nuestros logros son impulsados con frecuencia desde una egocéntrica necesidad de apartarnos de otros, de sobresalir, de ser singulares, de ser reconocidos y admirados, más bien que desde un genuino deseo de ayudar verdaderamente a otros. En la medida en que esto es cierto, nuestros éxitos se limitan a disparar la envidia. Sin embargo, por otra parte, nuestra envidia de otros es con frecuencia el auto-infligido castigo revelado en la parábola de Jesús sobre los talentos, donde aquel que esconde su talento recibe un castigo por no negociar con él.
Y así, la verdad es que podemos lograr grandes cosas sin ser realmente fructíferos, como también podemos ser muy fructíferos aun cuando logremos poco en términos de éxito y reconocimiento mundano. Nuestra fecundidad es con frecuencia el resultado no tanto de las grandes cosas que realizamos sino de la dulzura, generosidad y amabilidad que traemos al mundo. Desgraciadamente, nuestro mundo raramente estima estas cosas como un logro, una realización, un éxito. No llegamos a ser famosos por ser bondadosos. Aun así, cuando morimos, aunque quizás seamos elogiados por nuestros logros, seremos amados y recordados más por la bondad de nuestros corazones que por nuestros distinguidos logros. Nuestra verdadera fecundidad manará de algo más allá del legado de nuestras realizaciones.
Será la calidad de nuestros corazones, más que nuestros logros, lo que determinará qué ilusionante o asfixiante sea el espíritu que dejemos atrás cuando nos marchemos.
Henri Nouwen señala también que cuando distingamos entre nuestros logros y nuestra fecundidad veremos que, a pesar de que la muerte quizá sea el fin de nuestro éxito, productividad y consideración, no es necesariamente el fin de nuestra fecundidad. En verdad, nuestra verdadera fecundidad acontece con frecuencia sólo después de nuestra muerte, cuando nuestro espíritu finalmente puede fluir fuera más puramente. Vemos que esto fue cierto también para Jesús. Nosotros pudimos ser plenamente alimentados por su espíritu sólo después de que él estuviera muerto. Jesús enseña esto explícitamente en su discurso de despedida, en el Evangelio de Juan, cuando nos dice repetidamente que es mejor para nosotros que él se vaya, porque sólo cuando él se vaya, nosotros podremos recibir de verdad su espíritu, su total fecundidad. Lo mismo vale para nosotros. Nuestra total fecundidad sólo se manifestará después de que hayamos muerto.
Los grandes logros no hacen necesariamente sean fecundidos. El gran logro puede hacernos sentir bien y puede hacer a nuestras familias y seres queridos se sientan orgullosos de nosotros. Pero esos sentimientos de realización y orgullo no son un fruto duradero ni profundamente nutritivo. Verdaderamente las buenas sensaciones que esa realización nos dan es con frecuencia una droga, una adicción, que demanda siempre más de nosotros y deja fácil envidia e inquietud en otros, así como subraya nuestra separación.
El fruto que alimenta el amor y la comunidad tiende a proceder de nuestra vulnerabilidad compartida y no de esos logros que nos distinguen.
Ron Rolheiser (Trad. Benjamin Elcano, cmf) - Lunes, 11 de septiembre de 2017