Hace algunos años asistí a un funeral. El hombre al que estábamos despidiendo había gozado de una vida plena y rica. Había llegado a la edad de 90 años y era respetado por haber sido a la vez dichoso y honrado. Pero había sido siempre un hombre fuerte, un líder natural, un hombre que se había hecho cargo de las cosas. Había tenido un buen matrimonio, formado una gran familia, logrado éxito en los negocios y mantenido papeles de liderazgo en varias organizaciones cívicas y eclesiales. Era un hombre que infundía respeto, aunque a veces era temido por su fuerza.
Su hijo, sacerdote, estaba presidiendo su funeral. Empezó su homilía de esta manera: “La Escritura nos dice que setenta es la suma de los años de un hombre, y ochenta la suma de los más robustos. Ahora bien, nuestro padre vivió noventa. ¿Por qué esos diez años de más? Bueno, de hecho, eso no es un misterio. ¡Dios le concedió esos diez años adicionales para madurarlo! ¡Era demasiado fuerte e inquieto para morir a los ochenta! Pero durante los últimos diez años de su vida sufrió una serie de masivos empeoramientos. Murió su esposa; nunca superó eso. Tuvo un ataque repentino; nunca lo superó. Tuvo que ser llevado a un centro de vida asistida; nunca lo superó. Todos estos condicionamientos hicieron su trabajo. Para cuando murió, pudo tomar tu mano y decir: ‘Ayúdame’. No pudo decir eso desde el momento en que pudo atar los cordones de sus propios zapatos hasta esos últimos años. Estuvo por fin dispuesto para el cielo. Ahora bien, cuando se encontró con san Pedro a las puertas del cielo, pudo decir: ‘¡Ayúdame!’, más bien que decir a san Pedro cómo podría organizar las cosas mejor”.
Esta historia nos puede ayudar a entender la enseñanza de Jesús de que los ricos encuentran difícil entrar en el reino de los cielos, mientras los niños pequeños entran con tanta naturalidad. Tendemos a comprender mal ambas cosas: por qué los ricos encuentran difícil entrar en el reino y por qué los niños pequeños entran más fácilmente.
¿Por qué los niños pequeños entran en el reino tan naturalmente? Al responder a esto, tendemos a idealizar la inocencia de los niños pequeños, que puede verdaderamente estar golpeándonos. Pero eso no es lo que Jesús está apoyando como un ideal aquí, un ideal de inocencia que para nosotros, adultos, es imposible en cualquier caso. No es la inocencia de los niños lo que Jesús alaba; más bien es el hecho de que los niños no tienen la menor pretensión de autosuficiencia. Los niños no tienen otra opción que conocer su dependencia. No son autosuficientes, y saben que no pueden tomar medidas en vez de otros. Si nadie los alimenta, van hambrientos. Necesitan decir, y decirlo con frecuencia: “¡Ayúdame!”.
Generalmente, para los adultos es lo contrario, especialmente si somos fuertes, talentosos y bendecidos con suficiente riqueza. Fácilmente alimentamos la ilusión de la autosuficiencia. En nuestra fortaleza, olvidamos más naturalmente que necesitamos a otros, que no somos autosuficientes.
La lección que vemos aquí no es que las riquezas sean malas. Las riquezas, como el dinero, el talento, la inteligencia, la salud, el buen aspecto, la habilidad para el liderazgo o la fuerza plana, son dones recibidos de Dios. Y son buenos. No son las riquezas lo que nos impide entrar en el reino. Más bien es el peligro de que, poseyéndolas, tendremos también más fácilmente la ilusión de que somos autosuficientes. Y no lo somos. Como Tomás de Aquino señala de la misma manera que define a Dios (como Esse Subsistens - Ser Suficiente en sí mismo), sólo Dios no necesita de alguien o algo más. Todos los demás tenemos esa necesidad, y los niños pequeños captan esto mejor que los adultos, especialmente los adultos fuertes y talentosos.
Además, la ilusión de la autosuficiencia genera otro peligro. Las riquezas y el confort que traen, como vemos en la parábola del rico que tiene un mendigo a su puerta, nos puede hacer ciegos a la situación y hambre de los pobres. Ese es uno de los peligros de no pasar hambre nosotros. En nuestro confort, tendemos a no ver a los pobres.
Y así, no son las riquezas en sí mismas las que son malas. El peligro moral de ser rico es más bien la ilusión de autosuficiencia que parece acompañar por siempre a las riquezas. Los niños pequeños no sufren esta ilusión, sino los fuertes. Ese es el peligro de ser rico, rico en dinero u rico en otras cosas.
¿Cómo minimizamos ese peligro? Siendo generosos con nuestras riquezas. El Evangelio de Lucas, aun siendo el Evangelio más duro para con los ricos, es también el Evangelio que más claramente muestra que las riquezas no son malas en sí mismas. Dios es rico. Pero Dios es enormemente generoso con esa riqueza. La generosidad de Dios, como aprendemos de las parábolas de Jesús, es tan excesiva que resulta escandalosa. Da un vuelco a nuestro medido sentido de equidad. Las riquezas son buenas, pero sólo si son compartidas. En el Evangelio de Lucas, Jesús alaba al rico generoso pero avisa al rico que acapara. La generosidad es propia de Dios; el acaparamiento es antitético al cielo.
Y así, desde que aprendemos a atarnos los lazos de nuestro propio calzado hasta que los varios debilitamientos de la vida empiezan a despojarnos de la ilusión de autosuficiencia, las riquezas de todo tipo constituyen un peligro. Nunca debemos olvidar la petición: “¡Ayúdame!”
Ron Rolheiser (Trad. Benjamin Elcano, cmf) - Lunes, 25 de septiembre de 2017