Ante nosotros se impone esta alternativa: o persuadirnos de que, más allá del tiempo, no existe una eternidad que nos espera, y entonces este caminar nuestro sobre la tierra -más aún, este correr nuestro- se quedaría sin meta y por consiguiente sin justificación y sentido, o convencernos de que, más allá del tiempo, hay para nosotros un atracadero, un destino de plenitud, una casa última y segura tras la continua mudanza del espíritu, y entonces sólo a la luz de la eternidad debemos valorar todos los actos y todos los acontecimientos.
Hay quien considera que el pensamiento de la vida eterna impide saborear plenamente las alegrías de la vida presente. La verdad es lo contrario: encuentro más gusto en vivir los días que me son dados aquí abajo cuando sé que tienen un sentido y un objetivo, cuando sé que no constituyen una carrera hacia la nada; vivo con mayor placer cuando estoy persuadido de que no vivo para nada.
Nunca ha estado el hombre sumergido como hoy en lo llamativo y en lo efímero, y nunca como hoy ha tenido necesidad de lo que es sustancioso y no perecedero. Se deja trastornar por ritmos y sonidos que le quitan la capacidad de reflexionar, se deja encaminar de una manera pasiva y estólida hacia la catástrofe de la muerte, y nunca como hoy ha sentido tantos deseos de vivir. Tiene necesidad de una vida verdadera, no de un frenesí que remedie sólo exteriormente la exuberancia del espíritu; tiene necesidad de una vida plena, no de sensaciones epidérmicas que proporcionan la ilusión de la satisfacción, mientras que el corazón permanece árido y la mente está desierta de toda verdad y toda certeza. La «vida eterna» -esa que ya puede ser nuestra desde ahora-, según nos ha dicho el Señor, es ésta: «Que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a aquel que has enviado, Jesucristo» (Jn 17,3). No se trata de dos conocimientos: es el mismo e idéntico conocimiento que conduce, a quien ha descubierto de una manera existencial al Señor Jesús y se ha entregado a él, a la comunión de vida con el Creador de todo, principio y meta de toda aventura humana (G. Biffi, La meraviglia del)'evento cristiano, Cásale Monf. 199ó, pp. 436-438). Fuente: santaclaradeestella.es