Fui educado en una generación que enseñó que Dios daba a cada uno de nosotros una vocación que vivir para siempre. En la característica religiosa de aquel tiempo, particularmente en la religiosidad romana católica, creíamos que nos ponían en esta tierra con un plan divino para nosotros, que Dios nos daba a cada uno una especial vocación que vivir de por vida. Además, esto no era algo que nosotros mismos pudiéramos elegir libremente; era dado por Dios. Nuestra misión era discernir esa vocación y rendirnos a ella, aun a precio de tener que renunciar a nuestros propios sueños. Seguíamos siendo libres de aceptar o no, pero con un riesgo: ser infiel a tu vocación suponía una vida extraviada.
Se da una importante verdad en esta noción, aunque necesita ciertos matices críticos. Primero, en esa espiritualidad, consideraban las vocaciones en un sentido muy restrictivo, teniendo en cuenta esencialmente sólo cuatro vocaciones básicas: sacerdocio, vida religiosa, matrimonio y vida de soltero. A más de esto, tendían a poner demasiada importancia en la elección, esto es, si escogías equivocadamente o si te resistías a tu vocación dada por Dios, podías arriesgar tu eterna salvación. Había algunos temores malsanos relativos a la elección.
Vi eso de primera mano cuando estuve al servicio como superior provincial de nuestra congregación durante seis años. Una de mis tareas era solicitar a Roma la laicización de sacerdotes que abandonaban el sacerdocio. Vi cómo muchos de esos que abandonaban el sacerdocio habían escogido esa vocación bajo indebida presión y falso temor. Su elección no había sido libre.
Dicho eso, la antigua noción de vocación es aún esencialmente válida y se pierde demasiado fácilmente en un mundo y una cultura que generalmente sitúa la libertad personal por encima de todo lo demás. Necesitamos aprender de nuevo la importancia de encontrar la vocación de uno y entregarse a ella. Por supuesto, la vocación necesita ser definida más ampliamente que la elección entre sacerdocio, vida religiosa, matrimonio y vida de soltero. En vez de eso, necesita ser definida como obediencia a los dictados internos de nuestra alma, nuestros dones, nuestros talentos y el innegociable mandato que hay en nuestro interior de ponernos al servicio de los demás y del mundo.
James Hollis, terapeuta junguiano que escribe desde un punto de vista puramente secular, destaca precisamente este punto: “Nuestros deseos reales y nuestro destino no son escogidos para nosotros por nuestro ego sino por nuestra naturaleza y ‘las divinidades’. … Algo en nosotros conoce lo que es procedente para nosotros, y su insistencia en la expresión es lo que nos mantiene despiertos por la noche, nos empuja desde dentro en nuestras horas más activas, o nos induce a envidiar a otros. La vocación es un requerimiento del alma. … Es como si fuéramos enviados a esta tierra con una asignación real; y, si sólo hemos dudado y olvidado la tarea, entonces hemos violado nuestra razón de estar aquí”. ¡Qué cierto!
El columnista David Brooks, hablando igualmente desde una situación secular, está completamente de acuerdo. Una vocación -escribe- es un factor irracional en el que oyes una voz interior que es tan fuerte que viene a ser impensable desoír y donde sabes intuitivamente que no tienes una opción sino sólo puedes preguntarte a ti mismo ¿cuál es mi responsabilidad aquí? También, el requerimiento a una vocación es una cosa sagrada, algo místico, una llamada desde lo profundo. Así pues, discernir tu vocación no es cuestión de preguntar lo que tú esperas de la vida, sino más bien lo que la vida espera de ti.
¿Qué diría Jesús? Según sabemos, Jesús era amigo de enseñar en parábolas, y su parábola de los talentos (Mt 25 y Lc 19) trata, en definitiva, de vivir uno la vocación dada por Dios. En esa parábola, los que usan su talento medran y aun reciben más talentos. Por el contrario, los que esconden sus talentos son castigados. En esencia, el mensaje es este: Si usamos nuestros talentos dados por Dios, encontraremos sentido y bendición en nuestras vidas; por otra parte, si no usamos nuestros talentos, aquellos mismos talentos nos morderán como serpientes, envenenarán nuestra felicidad y amargarán en general nuestros espíritus.
Presentadme a un hombre que es amargado y envidioso, y casi siempre veréis a un hombre dotado que, consciente o inconscientemente, está frustrado porque no ha usado sus talentos o los ha usado de un modo que no sirve a los demás. La amargura y la envidia son frecuentemente el infeliz resto de ser mordidos por nuestra propia inteligencia y dones no usados o mal usados.
Hay una voz dentro de nosotros que brota fuera de las profundidades de nuestra alma y habla por nuestros talentos, nuestro temperamento, nuestra única circunstancia en la vida, nuestras sensibilidades morales y religiosas e incluso por nuestras heridas. Esta voz es amable, pero firme e implacable, mientras nos dice que no somos libres de hacer nada que queremos con nuestras vidas. Necesitamos rendirlas a algo más alto que nosotros mismos.
Y, verdaderamente, hay un peligro en no escuchar, aunque lo que está en peligro no es nuestra eterna salvación, sino nuestra felicidad y generatividad a este lado de la eternidad. Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) -