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Pedro tiene los pies en el agua. Apoya una mano en el hombro de Jesús (lo que indica que entre ellos hay una relación de intimidad) y alza la otra, como queriendo detener a Jesús.
Jesús está completamente inclinado, postrado por tierra, con la mirada puesta en los pies de Pedro, concentrado en su acción.
Además, Jesús está revestido con el “talit”, el manto judío para la oración, indicando que el lavatorio de los pies es un acto de culto. El culto que Él ofrece al Padre es el servicio a los pecadores, la entrega incondicional de sí mismo.
Un rabino podía pedir cualquier servicio a sus discípulos, excepto que le lavaran los pies. Esa labor estaba reservada a los esclavos o a las mujeres. Los esclavos lavaban los pies a sus amos y las mujeres a sus esposos, padre o hijos. Pero Jesucristo rompe con esa tradición y con la ideología que la sustentaba.
En el agua sucia de la palangana se refleja el rostro de Cristo. Es el rostro del que se despoja de su rango y se convierte voluntariamente en esclavo de todos, el rostro del que no vino a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por los pecadores.
Yo no soy distinto de Pedro:
- Amo a Jesús con sinceridad, pero soy capaz de traicionarle en cualquier momento.
- Lo reconozco como mi Señor, pero no termino de comprenderle.
- Quiero seguirle, pero me avergüenzo de que Él se rebaje a servirme, a perdonarme siempre las mismas faltas, a lavarme los pies una y otra vez; me canso de tropezar continuamente en las mismas piedras y me cuesta dejarme limpiar por su gracia.
Necesito descalzarme, dejar que Jesús lave mis pies sucios, que entre en las zonas oscuras de mi corazón, para limpiarlas y sanarlas.
Es precisamente
en el agua sucia de mi debilidad donde puedo descubrir su rostro
amoroso, que “castiga mis muchas faltas con grandes bendiciones” (tal
como decía santa Teresa de Jesús). Es allí donde se revela su rostro:
cuando dejo que su gracia sane mis heridas, que su amor limpie mis
pecados, que su fidelidad ilumine mis tinieblas.
Fuente: Blog del padre Eduardo