Fuente:
Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano) -
Hace varios años, mientras dirigía un curso de verano en la Universidad de Seattle, tuve como uno de mis estudiantes a una mujer que, aun estando felizmente casada, era incapaz de concebir un hijo.
Estaba decepcionada por lo que esto significaba para ella. Eso la molestaba mucho. Veía muy difícil celebrar el Día de la Madre. Entre otras cosas, escribió una bien documentada tesis sobre el concepto de esterilidad en la Escritura y dirigió un retiro sobre ese mismo tema, que ofreció en varios centros de renovación.
Siendo yo un célibe cuyos votos exigen una cierta esterilidad biológica, seguí uno de sus retiros de fin de semana; era el único varón que había allí. Fue una intensa experiencia de grupo, pero eso nos llevó la mayor parte del fin de semana. Al principio, casi todos los presentes en el retiro estaban expectantes y tímidos, no queriendo aceptar a sí mismos ni a otros el tipo de dolor que el fracaso de la paternidad biológica estaba creando en sus vidas. Pero las cosas se abrieron la noche del sábado, después de que el grupo viera un video de una película británica de la década de 1990, Secretos y mentiras, un drama sutil y fuerte sobre el dolor de no tener hijos. Las lágrimas de la película catalizaron las lágrimas de nuestro grupo, y las compuertas se abrieron. Las lágrimas empezaron a derramarse libremente y, una por una, las mujeres empezaron a contar sus historias. Luego, después de que las lágrimas y las historias se hubieran acabado, la atmósfera cambió, como si una niebla se hubiera disipado y un peso hubiera sido removido. Se hizo la luz. Todas personas del grupo habían llorado su fracaso, y ahora todas sentían una claridad al conocer que una podía no tener nunca un hijo y, aun así, ser una persona feliz, sin negar el dolor de eso.
Esterilidad es no sólo una palabra que describe una incapacidad biológica de tener hijos o una elección de por vida de no tenerlos. Es algo más. La esterilidad describe la condición humana universalen su incapacidad de ser generativa del modo como nos gustaría, y el vacío y frustración que deja en las vidas. Karl Rahner resume eso en estas palabras: En el tormento de la insuficiencia de todo lo alcanzable, aprendemos por fin que aquí, en esta vida, todas las sinfonías deben quedar inacabadas. No importa si tenemos hijos biológicos de nosotros mismos o no; todos nosotros aún nos encontramos estériles en eso porque ninguno de nosotros es una sinfonía acabada aquí en la tierra. Siempre queda algo de esterilidad en nuestras vidas, y la esterilidad biológica es simplemente un analogado de eso, aunque es discutible que sea el principal. Ninguno de nosotros muere habiendo dado a luz todo lo que queríamos alumbrar en este mundo.
¿Qué hacemos ante esto? ¿Hay una respuesta? ¿Hay una respuesta que pueda llevar más allá de un simple rechinar de dientes y seguir estoicamente con ello? Sí, hay. La respuesta es las lágrimas. A mitad de nuestra vida y más allá, necesitamos -según sugiere Alice Miller como norma en su clásico ensayo El drama del hijo dotado- llorar para que nuestros verdaderos fundamentos sean sacudidos. Muchas de nuestras heridas son irreversibles, y muchos de nuestros defectos, permanentes. Iremos a nuestras muertes con esta carencia. Nuestro fracaso no puede ser revocado. Pero puede ser llorado, tanto lo que perdimos como lo que dejamos de llevar a cabo. En ese llanto hay libertad.
Siempre me ha impactado la poderosa metáfora que hay en la historia de la hija de Jefté en el relato bíblico del Libro de los Jueces, capítulo 11. Recoge en una imagen arquetípica la única respuesta que hay a la esterilidad, a este lado de la eternidad. Condenada a muerte al comienzo de su juventud por un disparatado voto hecho por su padre, ella dice a éste que se encuentra deseosa de morir sobre el altar del sacrificio, pero sólo bajo una condición. Morirá ahora sin experimentar la consumación del matrimonio ni el alumbramiento de hijos. Así que pide a su padre que le conceda dos meses antes de su muerte para “llorar su virginidad”. Propiamente llorada, una vida incompleta puede ser, a la vez, vivida en paz y dejada en paz.
Las lágrimas son la respuesta a la esterilidad, a todo fracaso e inadecuación. Marilyn Chandler McEntyre, en su libro Una despedida fiel, dice esto sobre las lágrimas: “Las lágrimas me liberan en íntimo dolor. Me liberan de la trabajosa tarea de encontrar palabras. Me introducen en un lugar infantil donde necesito ser cogido y encontrar alivio en el abrazo: en los brazos de otros y en los brazos de Dios. Las lágrimas me liberan del tráfago de pensamientos inquietantes e incluso del temor. Me liberan de la tensión de retenerlos. Las lágrimas son un consentimiento a lo que es. Ellas arrastran, al menos durante un tiempo, la negativa y la resistencia. Me permiten abandonar la auto-engañosa idea de que estoy en control. Las lágrimas diluyen el resentimiento y arrastran los objetos flotantes abandonados por las olas de la ira”.
No sin sentido, las lágrimas son agua salada. La vida humana se originó en los océanos. Las lágrimas nos conectan con el origen de toda la vida que hay sobre esta tierra, en la cual la pródiga fecundidad sobrepasa toda esterilidad.