Benedictus - Ain Karem
y hacer locuras por su amor;
dile que... me perdone...
El lo hará, bendita Madre,
si tú se lo dices.
Así sea. Dios y mi alma. Rafael Arnáiz Barón.
Domingo de Pentecostés
En las palabras que dirige Jesús a sus discípulos con el fin de prepararlos para la separación, les plantea claramente la hostilidad y el odio del mundo, hasta la persecución (15,18-25), pero les promete el consuelo del Espíritu Santo. Jesús les enviará el "Paráclito", que está donde el Padre, en esa especie de "proceso" permanente del mundo contra los discípulos.
En primer lugar, el Espíritu confirmará a los discípulos en lo íntimo y así podrán conocer más profundamente a Jesús, a la luz de cuanto han vivido con él "desde el principio". Apoyados de este modo por el divino Paráclito, que alienta e infunde vigor, los apóstoles, a su vez, podrán dar testimonio de Cristo en el mundo (15,26s). El Espíritu les enseńará, además, aquellas "muchas más cosas" que Jesús no pudo comunicarles porque estaban aún demasiado inmaduros en la fe y en el conocimiento de los caminos de Dios: por eso el Paráclito "se hará guía para el camino" (así al pie de la letra) hacia la verdad completa que le es completamente transparente (16,12s).
Su tarea, por otra parte, se proyecta sobre el futuro: "Os anunciará las cosas venideras" (16,13b). Juan emplea aquí un verbo que, en el judaísmo apocalíptico, no indicaba tanto la previsión del futuro como la comprensión profunda de lo que va a suceder y de los acontecimientos escatológicos. El Paráclito les dará esta "comprensión de los tiempos" a la luz de Cristo, haciéndoles intuir el alcance temporal y eterno de la salvación que él ha llevado a cabo. En resumidas cuentas, actualizará en cada época la Palabra y la obra de Jesús, que son una sola cosa con la Palabra y con la voluntad del Padre (16,13b-15)
Todos somos sacerdotes desde nuestro bautismo, y con ello viene una invitación, a que oremos por el mundo como sacerdotes a través de la oración de Cristo y de la Iglesia. ¿Qué significa esto en concreto?
Todo bautizado cristiano está bautizado en el sacerdocio de Jesucristo. El sacerdocio se otorga a todos los cristianos bautizados y no es sólo prerrogativa y responsabilidad de los que están oficialmente ordenados para el ministerio, y con ello viene una invitación a todos los cristianos adultos.
Esta invitación es algo muy concreto. No tenemos que pensar en lo que debemos hacer o inventarnos algo. Más bien, se nos invita a unirnos a una práctica que comenzó en la primitiva comunidad apostólica y que ha llegado hasta nuestros días, es decir, la práctica de rezar diariamente dos series de oraciones de un conjunto ritual de oraciones que reciben diversos nombres: Oficio Divino de la Iglesia, Liturgia de las Horas, Horas Canónicas o Breviario. Desde la época de los primeros monjes cristianos, estas oraciones han sido un elemento clave en la oración de la Iglesia, tanto católica como no católica.
Hay ocho conjuntos de oraciones, cada uno destinado a ser rezado en un momento diferente del día y relacionado con el estado de ánimo y la luz de la hora. Los ocho grupos de oraciones son Laudes (rezadas como oración de la mañana); Prima y Tercia (rezadas en distintos momentos de la mañana); Sexta (rezadas al mediodía); Ninguna (rezadas a media tarde); Vísperas (rezadas al terminar la jornada laboral); Completas (rezadas como oración de la noche); y Vigilias (rezadas en algún momento de la noche). Nótese lo apropiado del nombre Liturgia de las Horas.
Aunque hay ocho series de estas oraciones, sólo los monjes y monjas de las órdenes contemplativas las rezan todas. Los sacerdotes, diáconos, hombres y mujeres de órdenes religiosas que se dedican plenamente al ministerio, ministros protestantes y evangélicos, y laicos que rezan estas «horas», normalmente rezan sólo dos de ellas, Laudes (Oración de la mañana) y Vísperas (Oración de la tarde).
Y hay que distinguir estas oraciones de nuestras oraciones privadas. No son meditaciones privadas, sino lo que se llama oración pública, oración litúrgica, oración de la Iglesia, oración de Cristo por el mundo. Idealmente, están pensadas para ser rezadas, incluso celebradas comunitariamente, pero siguen siendo la oración pública de la Iglesia incluso cuando se rezan a solas. La intención al rezarlas es unirse a la oración oficial de la Iglesia y rezar una oración que está siendo rezada en esa misma hora por miles (quizás millones) de cristianos de todo el mundo que, como Cuerpo de Cristo, están rezando la oración sacerdotal de Cristo por el mundo.
Además, puesto que éstas son las oraciones de la Iglesia, y no nuestra propia oración, no somos libres de cambiarlas o sustituirlas por otras oraciones según nuestro temperamento, piedad o gusto teológico. Estas oraciones no tienen por qué ser personalmente significativas para nosotros cada día. Estamos rezando como sacerdotes, ofreciendo una oración por el mundo, y eso es profundamente significativo en sí mismo, independientemente de si es afectivamente significativo para nosotros en un día determinado o incluso durante todo un período de nuestras vidas. Cumplir con una responsabilidad no siempre es afectivamente muy significativo. Al rezar estas oraciones, estamos asumiendo una de nuestras responsabilidades como cristianos adultos, es decir, rezar con la Iglesia, por medio de Cristo, por el mundo.
Las dos horas (Laudes y Vísperas) que se nos invita a rezar cada día siguen una estructura sencilla: tres salmos, una breve lectura bíblica, un antiguo himno cristiano (el Benedictus o el Magnificat), una breve serie de peticiones, el Padrenuestro y una oración final.
Así pues, ésta es la invitación: como cristiano adulto, como sacerdote desde tu bautismo, como mujer u hombre preocupado por el mundo y la Iglesia, te invito a unirte a miles y miles de cristianos de todo el mundo y rezar cada día la oración matutina de la Iglesia (Laudes) y la oración vespertina de la Iglesia (Vísperas). Así, como Cristo, como sacerdote, estarás ofreciendo sacrificios por el mundo. Después, cuando veas las noticias del mundo y te sientas desanimado e impotente ante todo lo que no está bien en el mundo y te preguntes, ¿qué puedo hacer? Pues harás algo muy real: rezar con Cristo y la Iglesia por el mundo.
¿Dónde encontrar estas oraciones, Laudes y Vísperas? Los libros que las contienen pueden comprarse en casi cualquier editorial religiosa, católica o protestante. De hecho, ni siquiera es necesario comprarlos. Hoy están disponibles (gratis) en Internet. Basta con activar el buscador y teclear La Liturgia de las Horas o ibreviario para encontrarlas.
Al rezar estas oraciones cada día, ya sea solo o (idealmente) con otras personas, estarás asumiendo un poder especial y una responsabilidad que te fueron dados en tu bautismo y estarás haciendo un importante regalo al mundo. Y nunca más tendrás que luchar con la pregunta, ¿cómo debo rezar hoy? Artículo original en Ingles Ron Rolheiser OMI (Trad. Benjamín Elcano, cmf). Fuente: Ciudad Redonda.org
No puede entenderse Fátima si no se la interpreta como la materialización de lo anunciado en el libro del Apocalipsis, capítulo 12, escrito por San Juan Evangelista, a partir de visiones que tuvo durante su estancia en la isla griega de Patmos. Allí se anuncia que “en ese tiempo una gran señal aparecerá en el cielo: Una Mujer, vestida del sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre Su cabeza. Está por dar a luz.”
Fátima es un hito que señala una intervención más cercana de María en estos tiempos que vive el mundo, y a la cercanía del retorno de Jesús en Gloria, representado allí como Su segundo nacimiento, nuevamente en María, Su amada Madre.
Oración: Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, te adoramos profundamente y te ofrecemos el preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de nuestro Señor Jesucristo, presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación de los ultrajes con los que Él es ofendido. Por los méritos infinitos del Sagrado Corazón de Jesús y del Inmaculado Corazón de María, te pedimos la conversión de los pecadores. Amén. Fuente: santaclaradeestella.es
La Ascensión del Señor
Los verbos de la fiesta de la ascensión tienen todos, de una manera implícita o explícita, el sentido de elevación y nos invitan de este modo a mirar a lo alto, a elevar el corazón, a dirigir los ojos al cielo, a trasladar nuestro corazón al lugar donde se encuentra Cristo a la derecha del Padre. Así, la solemnidad de la ascensión nos revela nuestra pertenencia, ya desde ahora, a la Jerusalén celestial, nuestro habitar en el cielo, "todavía no" con el cuerpo, pero sí "ya" con el espíritu y el corazón.
Cristo, al ascender al cielo, se llevó consigo el trofeo de su victoria sobre la muerte: su humanidad glorificada, la naturaleza que tiene en común con nosotros, con sus hermanos de carne y de sangre. Nos ha hecho prisioneros, dice Pablo. Cómo lo ha hecho? Ha hecho prisionero nuestro corazón ligando a Él nuestro deseo, nuestro amor; en efecto, el corazón se encuentra allí donde se encuentra el objeto que ama. "Si me amarais -afirma incesantemente Jesús-, os alegrarías de que suba al Padre".
En la medida en que nos humillemos y muramos con él, ascenderemos con él al Padre, seremos liberados de la esclavitud y llegaremos a ser hombres cada vez más libres. La espera del Cristo glorioso puede resultar difícil si sólo tenemos en cuenta los acontecimientos dolorosos de la vida humana, de la historia; sin embargo, es preciso cultivar, como lo hacían las primeras generaciones cristianas, el sentido de la inminencia. Nuestros ojos deben saber mirar al cielo sin alejarse de la tierra; más aún, recogiendo a los hermanos de sus dispersiones, para hacer converger también sus miradas hacia lo alto. Nuestra manera de trabajar y de cansarnos debería permitirnos también reposar ya con Cristo en el cielo.
Nuestro modo de vivir, de sufrir, de morir, debería manifestar con claridad que el misterio de la redención se va cumpliendo en nosotros.
Fue Henri Nouwen el primero en destacarlo, comentando con tristeza que muchas de las personas amargadas e ideológicamente motivadas que conocía, las había conocido dentro de círculos eclesiales y espacios de pastoral. En los círculos eclesiásticos, a veces parece que casi todo el mundo está enfadado por algo. Además, dentro de los círculos eclesiásticos, es demasiado fácil racionalizar eso en aras de la profecía, como una pasión justa por la verdad y la moralidad.
El algoritmo funciona así: porque estoy verdaderamente preocupado por una cuestión moral, eclesial o de justicia importante, puedo excusar cierto grado de ira, alarmismo y juicio negativo, porque puedo pensar que mi opinión, dogmática o moral, es tan importante que justifica mi mezquindad, es decir, que tengo derecho a ser severo y duro porque se trata de una verdad muy importante.
Y así justificamos un espíritu mezquino revistiéndolo de un manto profético, creyendo que somos guerreros de Dios, de la verdad y de la moral cuando, en realidad, estamos luchando de igual manera con nuestras propias heridas, inseguridades y miedos. De ahí que a menudo miremos a los demás, incluso a iglesias enteras formadas por personas sinceras que intentan vivir el Evangelio, y en lugar de ver a hermanos y hermanas que luchan, como nosotros, por seguir a Jesús, veamos a «gente equivocada», «relativistas peligrosos», «paganos de la nueva era», » farsantes religiosos» y, en nuestros momentos más generosos, «pobres almas descarriadas». Pero pocas veces nos fijamos en lo que este tipo de juicio está diciendo sobre a cerca de nosotros, sobre la salud de nuestra propia alma y sobre nuestro seguimiento de Jesús.
No me malinterpreten: la verdad no es relativa, las cuestiones morales son importantes, y la verdad correcta y la moral adecuada, como todos los reinos, están bajo asedio permanente y deben ser defendidas. No todos los juicios morales son iguales, y tampoco lo son todas las instituciones.
Pero la verdad de eso no anula todo lo demás ni nos da una excusa para justificar un espíritu ruin. Debemos defender la verdad, defender a quienes no pueden defenderse a sí mismos y ser fieles a las tradiciones de nuestras iglesias. Sin embargo, la verdad y la moral correctas no nos convierten por sí mismas en discípulos de Jesús. ¿Qué es lo que lo hace?
Lo que nos hace auténticos discípulos de Jesús es vivir dentro de su Espíritu, el Espíritu Santo, y esto no es algo abstracto y vago. Si buscáramos una fórmula única para determinar quién es cristiano y quién no, podríamos recurrir al capítulo 5 de la Epístola a los Gálatas. En ella, San Pablo nos dice que podemos vivir según el espíritu de la carne o según el del Espíritu Santo.
Vivimos según el espíritu de la carne cuando vivimos en la amargura, el juicio a nuestro prójimo, el sectarismo y la ausencia de perdón. Cuando estas cosas caracterizan nuestras vidas, no debemos engañarnos y pensar que estamos viviendo dentro del Espíritu Santo.
Por el contrario, vivimos dentro del Espíritu Santo cuando nuestras vidas se caracterizan por la caridad, la alegría, la paz, la paciencia, la bondad, la templanza, la constancia, la fe, la mansedumbre y la castidad. Si nuestras vidas no se caracterizan por esto, no deberíamos abrigar la falsa ilusión de que estamos dentro del Espíritu de Dios, independientemente de la pasión que sintamos por la verdad, el dogma o la justicia.
Esto puede ser algo cruel de decir, y tal vez más cruel no decirlo, pero a veces veo más caridad, alegría, paz, paciencia, bondad y dulzura entre las personas que son unitarias o de la Nueva Era (personas que a veces son juzgadas por otras Iglesias como superficiales y que no defienden absolutamente nada) de lo que veo entre aquellos de nosotros que defendemos tan firmemente ciertas cuestiones eclesiales y morales que nos volvemos mal intencionados y poco caritativos a pesar de nuestras convicciones. Cuando tengo que elegir a quién me gustaría tener como vecino o, más profundamente, con quién querría pasar la eternidad, a veces me siento en conflicto. ¿Quién es mi verdadero compañero de fe? ¿El fanático mezquino en guerra por Jesús o la misión, o el alma bondadosa que es tachada de insípida o «new age«? A fin de cuentas, ¿quién vive más dentro del Espíritu Santo?
Creo que debemos ser más autocríticos con nuestra indignación, nuestros juicios severos, nuestro espíritu miserable, nuestro exclusivismo y nuestro desdén por otros caminos espirituales y morales. Como dijo una vez T.S. Eliot: La última tentación que es la mayor traición es hacer lo correcto por la razón equivocada. Podemos tener la verdad y la moral recta de nuestra parte, pero nuestra indignación y nuestros juicios severos hacia quienes no comparten nuestra verdad y nuestra moral pueden hacer que nos quedemos fuera de la casa del Padre, como el hermano mayor del hijo pródigo, resentidos tanto por la misericordia de Dios como por quienes, aparentemente sin méritos, la están recibiendo. Ron Rolheiser OMI (Trad. Benjamín Elcano, cmf). Fuente: Ciudad Redonda.org Artículo Original en Ingles