Feliz verano: dondequiera que vayas busca siempre la belleza y la inmensa bondad de Dios...
Tu fe te ha curado. Vete en paz
Domingo XIII tiempo ordinario
El evangelio de hoy, tanto si se lee en la versión breve (vv. 21-24.35-43) como en la integral, se articula esencialmente en torno a los motivos de la salvación/ vida y de la fe. La situación inicial, en los dos casos que se narran, es la de una imposibilidad reconocida para salvar por parte de los hombres: tanto la nińa como la mujer han sido tratadas inútilmente por la ciencia médica, hasta el punto de que la primera "está agonizando" y la segunda sólo ha conseguido empeorar. Para una persona razonable sólo queda una posibilidad: recurrir a Dios, que es el Seńor de la vida, el Dios de los vivos (cf. 12,27).
En el caso de la mujer que llevaba enferma doce ańos, Jesús realiza una doble liberación. Por un lado, la curación física completa e inmediata y, al mismo tiempo, la liberación de un estado de subordinación social y religiosa en el que se encontraba obligada a vivir, dada su condición de mujer "impura", según la ley del Antiguo Testamento. La cosa tiene lugar en el mismo momento en el que Jesús plantea una pregunta que parece absurda: "Quién ha tocado mi ropa?" (v. 30), moviendo interiormente a la mujer a la que acaba de curar a salir al descubierto o bien a realizar un ulterior acto de fe en un Dios que no condena, que cura para dar la vida en plenitud. Así pues, la "fe que salva" (v. 34) no es sólo la que se manifiesta en el hecho de tocar el manto del Seńor, sino también la que hace una abierta proclamación de la justicia de un Dios que socorre a los humildes y a los oprimidos, sea cual sea el nombre que la ley o la costumbre de los hombres les impone. Jesús ha restituido ahora a la mujer no sólo la salud, sino la dignidad de persona y la vuelve portadora de la verdad de Dios.
También la curación de la hija de Jairo se convierte en ocasión para la superación de una serie de obstáculos: la muerte, que se presenta en el camino de Jesús y sus discípulos hacia la casa del jefe de la sinagoga, y sobre todo la oposición de los que dicen: "Tu hija ha muerto; no sigas molestando al Maestro" (v. 35), que es como decir: "No hay nada que hacer...". Serán los mismos que celebren el funeral judío, con gran alboroto de flautas y lamentos, en torno al cuerpo de la nińa, que para ellos ya es sólo un cuerpo de muerte. Frente a esta acendrada convicción (qué hay en este mundo más seguro que la muerte?), las palabras de Jesús aparecen como algo absurdo, como una trágica burla (cf. vv. 39ss), a menos que estemos dispuestos a confiar en él, como Jairo, a poner toda la confianza en su amor que no decepciona.
San Pedro y San Pablo. Tan diferentes en su origen, en su camino, en su manera de ver las cosas... y los dos son pilares de la Iglesia
SAN PABLO, Apóstol de los gentiles, nació en Tarso (Turquía) y estudió en la escuela de Gamaliel en Jerusalén. Ferviente fariseo, presenció y aprobó el martirio de san Esteban y, llevado de su celo por la ley mosaica, persiguió a los cristianos. Convertido a Cristo en el camino de Damasco, hecho que celebramos el 25 de enero, se retiró al desierto y más tarde visitó a los Apóstoles y se incorporó a la comunidad cristiana. Con algunos compañeros recorrió, en tres largos viajes, amplias regiones de Asia Menor y Europa Oriental fundando numerosas comunidades cristianas. Su acción fue esencial para la extensión de la Iglesia a todas las gentes, más allá del pueblo judío. Sus cartas a las iglesias locales son alimento sustancial del que se nutre la Iglesia en todos los tiempos. Acusado de traicionar la Tradición de sus mayores, los judíos lo entregaron a la autoridad romana para acabar con él, pero Pablo, ciudadano romano, apeló al César, y fue trasladado a Roma. Allí permaneció dos años evangelizando con libertad, hasta que el año 67, durante la persecución de Nerón, fue decapitado en la Vía Ostiense.- Oración: Señor, tú que nos llenas de santa alegría en la celebración de la fiesta de san Pedro y san Pablo, haz que tu Iglesia se mantenga siempre fiel a las enseñanzas de aquellos que fueron fundamento de nuestra fe cristiana. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
Ambos recibieron en Roma la palma del martirio y la unidad en la caridad, convirtiéndose en ejemplo de diálogo entre institución y carisma.
Entregar la propia muerte. Artículo.
Según el renombrado místico Juan de la Cruz, tenemos en la vida tres luchas esenciales: Unir nuestras vidas, entregar nuestras vidas y entregar nuestras muertes. Lo que se nos pide en las dos primeras luchas resulta más obvio. Pero, ¿qué quiere decir entregar nuestras muertes?
En esencia, quiere decir esto: La manera como morimos deja tras nosotros un legado, un particular espíritu que o bien nutre o bien persigue a quienes quedan detrás. Si morimos con amargura y con ira, no en paz con nuestros seres queridos, con nosotros mismos y con Dios, dejaremos en pos un espíritu que es más tóxico que nutritivo. Al contrario, si morimos reconciliados y en paz con nuestros seres queridos, con el mundo y con Dios, entonces, como Jesús, dejaremos en pos un espíritu que nutre, caldea, consuela y da a nuestros seres queridos la sagrada facultad de estar en paz. La manera como morimos califica nuestro legado, y ese legado viene a ser o bien un don o bien una carga para aquellos a quienes dejamos tras nosotros.
El 23 de Noviembre de 2023, Richard (Rick) Gaillardetz, renombrado teólogo, murió de cáncer de páncreas estando aún en plenitud de vigor. Era un cariñoso marido, padre y abuelo, agudo conferenciante, amigo y mentor de muchos, entusiasta de los deportes, con un vivo sentido del humor. Poseía también una sólida fe cristiana que sería expuesta a prueba durante los meses de su enfermedad terminal.
Cuando le diagnosticaron cáncer más de un año antes de su muerte, sus médicos le informaron de que era terminal, que no había cura posible; necesitaba afrontar la dura realidad de que iba a morir en el plazo de dos años. Y él afrontó eso. Además, al hacerlo, procuró (no sin penosas luchas) hacer de su muerte un obsequio consciente para su familia y el mundo. Durante los meses inmediatos a su muerte, mantuvo un blog personal en el que contaba lo que supone conocer que estás muriendo y aceptar eso con amor y fe, incluso con el dolor de tener que separase de la vida y luchar con las poderosas resistencias instintivas que hay en nuestro interior.
Esos blogs han sido reunidos en un libro, Mientras respiro, tengo esperanza: una mistagogia del morir, editado por Grace Agolia.
He aquí algunos sentimientos y pensamientos de Rick:
A diferencia de muchos santos en nuestra tradición, yo no escogí esta dolencia; me ha sido impuesta, espontánea e indeseada. Aun así, veo en ella una invitación a la vulnerabilidad agraciada, una llamada a 0abandonar una confianza desplazada a mi propio vigor y autonomía corporal.
Estoy rogando a la vez por la gracia que sustituya a la dolencia y por la gracia de la dolencia.
Uno de los demonios a los que me enfrento diariamente es un ego presuntuoso que clama sin descanso por ser atendido como un niño pequeño que lloriquea sofocando las necesidades y preocupaciones de los demás. Una de las inesperadas gracias de la dolencia aparece mientras soy arrastrado pataleando y chillando fuera de mi natural egoísmo para descubrir, en un fondo de compasión muy descuidado, el sufrimiento de los demás.
Debo confesar una preocupación ocasional con el proceso final del hecho de morir. ¿Cómo será? ¿Cómo lo trataré cuando mis órganos vitales empiecen a desmoronarse y se inicie el verdadero momento de la muerte? ¿La paz que ahora siento me sostendrá durante ese tiempo tan ‘diferente’? Lo que entre todo esto mantengo más firmemente en mi corazón es la convicción de que Dios me ha abarcado con amor tan profundamente durante varios de estos meses pasados desde mi diagnóstico que, con toda seguridad, Dios no me abandonará en esos días y horas finales.
En este momento, pertenezco al desastrado grupo de los ancianos y enfermos. Esta es ahora mi gente, mi última tribu.
Entregar mi muerte no es sólo cuestión de aceptar mi inevitable fallecimiento físico: entregar mi vida me ofrece abrazar experiencias de espera pasiva, dolencia y marginalidad como una liberación de la esclavitud de realización personal e importancia propia. Si doy a estas experiencias el espacio debido, me señalan más allá de mi yo egoísta y ensanchan mi alma. Me inducen a una mayor compasión en vista del dolor y sufrimiento de los demás, y me animan a orar por otros que se hallan en medio de su propio sufrimiento e inminente muerte. En esto radica la delicada pedagogía de morir y resucitar.
Mi última tarea es rendir a Dios la vida que bondadosamente me dio.
En su discurso de despedida dado a sus discípulos, Jesús prometió que, después de que hubiera sido arrebatado de nosotros, nos dejaría tras de sí su espíritu, el espíritu de la paz. Cuando nos marchamos de un lugar, todos dejamos tras nosotros un silencioso espíritu que afecta a quienes hemos dejado. Si morimos en paz con Dios, con los demás y con nosotros mismos, entonces, al igual que Jesús, nuestros seres queridos, mientras lamentan nuestra pérdida, en lo más hondo de sí mismos se sentirán nutridos, cercanos y consolados cada vez que nos recuerden.
Rick Gaillardetz, RIP, nos has dejado en herencia (a la familia, a los amigos, al mundo) el don de la paz. Ron Rolheiser OMI (Trad. Benjamín Elcano, cmf). Fuente: Ciudad Redonda.org Artículo original en inglés.
26 de junio: San Pelayo. Mártir. Patrón del Monasterio de S.Pelayo de Oviedo.
San Pelayo para niños, de las benedictinas de Rengo (Chile), monasterio fundado por el de San Pelayo de Oviedo, lugar donde se guardan las reliquias del santo.
San Pelayo, mártir y titular del Monasterio de Oviedo______________________________
Nacido en Albeos (Crecente, Pontevedra), en el año 911 o 912, Pelayo era sobrino del Obispo de Tui, Hermoigio – quien también es contado como santo -. Cuentan los hagiógrafos que en la escuela de la catedral aprendió gramática y se inició en la Liturgia, actuando como monaguillo.
España sentía sobre sí el peso de la dominación musulmana. El que se proclamaría, en 929, primer califa de Córdoba, Abderramán III, unificador del al-Andalus, venció en el 920 a los leoneses y navarros en la batalla de Valdejunquera.
Un éxito militar que repercutió directamente en la vida del joven Pelayo. Su tío, el obispo, fue apresado y llevado a Córdoba. Pelayo era su rescate. En un principio, se trataba de un rescate provisional: el niño, como rehén, ocuparía la plaza del anciano, mientras éste conseguiría el oro necesario para, a su vez, liberarlo. Pero esta liberación no tuvo lugar, ya que el obispo, enfermo, murió antes de lograr su propósito.
En Córdoba, a Pelayo le tocó compartir, desde 921, el destino de otros cautivos: la prisión y los trabajos en aquella ciudad enorme. Dicen que en la prisión fue tratado con relativa benevolencia, e incluso aprovechó el tiempo dejándose instruir por clérigos reclusos.
Debía gozar de cierta reputación, por su inteligencia y hasta por su prestancia física. El caso es que fue llevado ante Abderramán III, quien se sintió atraído por el muchacho. Todo el poder de un califa frente a la debilidad de un adolescente. La pretensión del soberano era doble: Comprar el alma y el cuerpo de Pelayo, pero éste, libre pese a la cautividad, no quiso venderse, ni en un sentido ni en otro.
Se negó a renunciar a la fe cristiana para convertirse al Islam. Ponen en su boca palabras como éstas: “Soy cristiano y lo seré. Tus riquezas no valen nada. No voy a renegar de Cristo que es mi Señor y el tuyo, aunque tú no lo quieras”. Igualmente rechazó convertirse en un mancebo del emir, a quien no permitió que le tocase.
Abderramán no se anduvo con contemplaciones y Pelayo pagó su fidelidad a Cristo con la muerte, el 26 de junio de 925. Dicen algunos que una catapulta de guerra lo lanzó desde un patio del alcázar hasta la otra orilla del Guadalquivir; casi muerto, fue degollado por un guardia.
Pero, en algún retablo, como en el mismo “Martirologio”, se alude a otro modo de martirio: siendo desgarrada su carne con tenazas.
El “Martirologio” nos proporciona este pequeño resumen: “En Córdoba, en la región hispánica de Andalucía, san Pelayo, mártir, que a los trece años, por querer conservar su fe en Cristo y su castidad ante las costumbres deshonestas de Abd al-Rahmán III, califa de los musulmanes, consumó su martirio glorioso al ser despedazado con tenazas (925)”. Texto de Guillermo Juan Morado.
Festividad de la Natividad de san Juan Bautista.
Hoy el mundo sigue necesitando precursores y profetas.
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Con el bautismo de penitencia, Juan quería hacer comprender que había llegado el tiempo de cambiar de ruta, de invertir el sentido de la marcha, precisa y exclusivamente a causa de la inminente llegada del Mesías-Salvador. Con su predicación, Juan el Bautista quería sacudir la pereza y la inedia de demasiada gente de su tiempo, que de otro modo ni siquiera se habría dado cuenta de la presencia de una novedad desconcertante, como fue la de Jesús. Ahora bien, fue sobre todo con su "pasión" como Juan el Bautista preparó a sus contemporáneos para recibir a Jesús: precisamente para decirnos también a nosotros que no hay preparación auténtica para la acogida de Jesús si ésta no pasa a través de la entrega de nosotros mismos, a través de la Pascua.
ORATIO: Oh Dios de nuestros padres, tú nos llamas a ser "voz": concédenos reconocer tu Palabra, reconocer la única Palabra de vida eterna, para que anunciemos esta sola Verdad a los hermanos. Oh Dios de nuestros padres, tú nos llamas a ser "el amigo del Esposo"; hazme solícito a preparar los corazones de los hombres, para que estén bien dispuestos a acogerlo.
Oh Dios de nuestros padres, tú nos llamas a señalar el Cordero de Dios a los hombres: haz que nunca me ponga sobre él, sino que él crezca y yo mengüe.
CONTEMPLATIO: Grita, oh Bautista, todavía en medio de nosotros, como en un tiempo en el desierto. Grita todavía entre nosotros con voz más alta: nosotros gritaremos si tú gritas, callaremos si tú te callas. Te rogamos que sueltes nuestra lengua, incapaz de hablar, como en un tiempo soltaste, al nacer, la de tu padre, Zacarías. Te conjuramos a que nos des voz para proclamar tu gloria, como al nacer se la diste a él para decir públicamente tu nombre (Sofronio de Jerusalén)
LECTURA ESPIRITUAL: El primer testigo cualificado de la luz de Cristo fue Juan el Bautista. En su figura captamos la esencia de toda misión y testimonio. Por eso ocupa una posición tan importante en el prólogo y emerge con su misión antes incluso de que la Palabra aparezca en la carne. Es testigo con las vestiduras de precursor.
Eso significa sobre todo que él es el final y la conclusión de la antigua alianza y que es el primero en cruzar, viniendo de la antigua, el umbral de la nueva. En este sentido, es la consumación de la antigua alianza, cuya misión se agota aludiendo a Cristo. Por otra parte, Juan es el primero en dar testimonio realmente de la misma luz, por lo que su misión está claramente del otro lado del umbral y es una misión neotestamentaria. La tarea veterotestamentaria confiada por Dios a Moisés o a un profeta era siempre limitada y circunscrita en el interior de la justicia.
Esta tarea era confiada y podía ser ejecutada de tal modo que mandato y ejecución se correspondieran con precisión. La tarea veterotestamentaria confiada a Juan contiene la exigencia !limitada de atestiguar la luz en general. Es confiada con amor y -por muy dura que pueda ser- con alegría, porque es confiada en el interior de la misión del Hijo (A. von Speyr,). Gracias a: Rezando Voy,Santa Clara de Estella y Ciudad Redonda
Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?
Domingo XII tiempo ordinario
Estamos sometidos, pues, a las tempestades desencadenadas por el espíritu del mal, pero, como bravos marineros vigilantes, llamamos al piloto adormecido.
Ahora bien, también los pilotos se encuentran normalmente en peligro. A qué piloto deberemos dirigirnos entonces? A aquel a quien no superan los vientos, sino que los manda, a aquel de quien está escrito: "Él se despertó, increpó al viento y a las olas". Qué quiere decir que "se despertó""? Quiere decir que descansaba, pero descansaba con su cuerpo, mientras que su espíritu estaba inmerso en el misterio de la divinidad. Pues bien, allí donde se encuentra la Sabiduría y la Palabra, no se hace nada sin la Palabra, no se hace nada sin la prudencia.
Has leído antes que Jesús había pasado la noche en oración: de qué modo podía dormir ahora durante la tempestad? Este sueńo revela la conciencia de su poder: todos tenían miedo, mientras que sólo él descansaba sin temor. No participa, por tanto, [únicamente] de nuestra naturaleza quien no está expuesto a los peligros. Aunque duerme su cuerpo, su divinidad vigila y actúa la fe.
Por eso dice: "Por qué habéis dudado, hombres de poca fe?". Se merecen el reproche, por haber tenido miedo aun estando junto a Cristo, siendo que nadie puede perecer si está unido a él. De este modo corrobora la fe y vuelve a hacer reinar la calma
Santo Tomás Moro. Patrón de los políticos.
y también algo que digerir.
Concédeme la salud del cuerpo,
con el buen humor necesario para mantenerla.
Dame, Señor, un alma santa que sepa aprovechar
lo que es bueno y puro, para que no se asuste ante
el pecado, sino que encuentre el modo de poner
las cosas de nuevo en orden.
Concédeme un alma que no conozca el aburrimiento,
las murmuraciones, los suspiros y los lamentos y no
permitas que sufra excesivamente por ese ser tan
dominante que se llama: YO.
Dame, Señor, el sentido del humor.
Concédeme la gracia de comprender las bromas,
para que conozca en la vida un poco de alegría y
pueda comunicársela a los demás.
Así sea.
Dios Glorioso, dame gracia para enmendar mi vida y tener presente mi fin sin eludir la muerte, pues para quienes mueren en ti, buen Señor, la muerte es la puerta a una vida de riqueza. Y dame, buen Señor, una mente humilde, modesta, calma, pacífica, paciente, caritativa, amable, tierna y compasiva en todas mis obras, en todas mis palabras y en todos mis pensamientos, para tener el sabor de tu santo y bendito espíritu. Dame, buen Señor, una fe plena, una esperanza firme y una caridad ferviente, un amor a ti muy por encima de mi amor por mí.
Dame, buen Señor, el deseo de estar contigo, de no evitar las calamidades de este mundo, no tanto por alcanzar las alegrías del cielo como simplemente por amor a ti. Y dame, buen Señor, tu amor y tu favor; que mi amor a ti, por grande que pueda ser, no podría merecerlo si no fuera por tu gran bondad. Buen Señor, dame tu gracia para trabajar por estas cosas que te pido.
Tomás Moro, carta escrita en la cárcel a su hija Margarita.
Aunque estoy muy convencido, mi querida Margarita, de que la maldad de mi vida pasada es tal que merecería que Dios me abandonase del todo, ni por un momento dejaré de confiar en su inmensa bondad. Hasta ahora, su gracia santísima me ha dado fuerzas para postergarlo todo: las riquezas, las ganancias y la misma vida, antes que prestar juramento en contra de mi conciencia; hasta ahora, ha inspirado al mismo rey la suficiente benignidad para que no pasara de privarme de la libertad (y, ciertamente, sólo con esto su majestad me ha hecho un favor más grande, por el provecho espiritual que de ello espero sacar para mi alma, que con todos aquellos honores y bienes con los que antes me había colmado). Por esto, espero confiadamente que la misma gracia divina continuará favoreciéndome, no permitiendo que el rey vaya más allá o, bien, dándome la fuerza necesaria para sufrir lo que sea con paciencia, con fortaleza y de buen grado.
Mi paciencia, unida a los méritos de la dolorosísima pasión del Señor (infinitamente superior en todos los aspectos a todo lo que yo pueda sufrir), mitigará la pena que tenga que sufrir en el purgatorio y, gracias a la divina bondad, me conseguirá más tarde un aumento de premio en el cielo.
No quiero, mi querida Margarita, desconfiar de la bondad de Dios, por más débil y frágil que me sienta. Más aún, si a causa del terror y el espanto viera que estoy ya a punto de ceder, me acordaré de san Pedro cuando, por su poca fe, empezaba a hundirse por un solo golpe de viento, y haré lo que él hizo.
Gritaré a Cristo: Señor, sálvame. Espero que entonces él, tendiéndome la mano, me sujetará y no dejará que me hunda. Y si permitiera que mi semejanza con Pedro fuera aún más allá, de tal modo que llegara a la caída total y a jurar y perjurar (lo que Dios, por su misericordia, aparte lejos de mí, y haga que una caída así redunde más bien en perjuicio que en provecho mío), aun en este caso espero que el Señor me dirija, como a Pedro, una mirada llena de misericordia y me levante de nuevo, para que vuelva a salir en defensa de la verdad y descargue así mi conciencia y soporte con fortaleza el castigo y la vergüenza de mi anterior negación.
Finalmente, mi querida Margarita, de lo que estoy seguro es de que Dios no me abandonará sin culpa mía. Por esto, me pongo totalmente en manos de Dios con absoluta esperanza y confianza. Si por mis pecados permite mi perdición, por lo menos su justicia será alabada a causa de mi persona. Espero, sin embargo, y lo espero con toda certeza, que su bondad clementísima guardará fielmente mi alma y hará que sea su misericordia, más que su justicia, lo que se ponga en mí de relieve.
Ten, pues, buen ánimo, hija mía, y no te preocupes por mí, sea lo que sea que me pase en este mundo. Nada puede pasarme que Dios no quiera. Y todo lo que él quiere, por muy malo que nos parezca, es en realidad lo mejor. Fuentes: Gracias a: Santa Clara de Estella y Diócesis de Querétaro.
Tiempo ordinario. Artículo.
En su calendario, la iglesia escoge tiempos especiales para algunas celebraciones: Adviento, Navidad, Cuaresma y Pascua. Pero, fuera de estos tiempos especiales, nos invita a vivir y celebrar el Tiempo ordinario.
Tiempo ordinario. A casi todos nosotros -sospecho yo- esa expresión sugiere algo que no llega a ser especial: anodino, insulso, rutinario, doméstico, tedioso. En nuestro interior tenemos la sensación de que lo ordinario puede agobiarnos, engullirnos e impedirnos las aguas de pasión más gratificantes, la aventura, la creatividad y la celebración.
Fácilmente vilipendiamos lo ordinario. Recuerdo a una joven, alumna mía, quien nos contó en clase que el mayor temor de su vida era sucumbir a lo ordinario, “¡acabar siendo un ama de casa contenta y ordinaria, realizando felizmente anuncios de lavandería!”
Si eres artista o posees un temperamento artístico, estás particularmente inclinado a esta clase de difamación, porque los artistas tienden a fijar la creatividad en oposición a lo ordinario. Doris Lessing, por ejemplo, comentó una vez que George Eliot podía haber sido un escritor mejor “si no hubiera sido tan moral”. Lo que Lessing está sugiriendo es que Eliot se quedó demasiado anclada en lo ordinario, demasiado feliz, demasiado segura, demasiado alejada de las periferias. Kathleen Norris, en su obra biográfica La Virgen de Bennington, cuenta cómo, siendo joven escritora, cayó víctima de esta ideología: “Yo creía que los artistas eran demasiado serios para llevar una vida discreta y normal. Impelidos por inexorables fuerzas en un mundo negligente, estaban destinados a una lucha inevitable, en ocasiones mortal, pero siempre ennoblecedora contra el pesimismo”.
¡La lucha ennoblecedora contra el pesimismo! Eso suena a seductor, particularmente para aquellos de nosotros que nos tenemos por artistas, intelectuales o espirituales. Por eso, en un determinado día, cualquiera de nosotros puede sentir una cierta piedad condescendiente hacia aquellos que pueden lograr la simple felicidad. Fácil para ellos -pensamos nosotros- pero confían en sus habilidades. Ese es el artista que llevamos dentro y nos habla. ¡Nunca veis a un artista realizando un anuncio de lavandería!
¡No me entendáis mal! Esto tiene algo de mérito. El propio Jesús dijo que no sólo vivimos de pan. Ningún artista necesita una explicación de lo que significa eso. Sabe que aquello que Jesús quiso decir con eso, entre otras cosas, es que la simple costumbre y una hipoteca que está siendo pagada no necesariamente conducen al cielo. Necesitamos pan, pero también necesitamos belleza y color. Doris Lessing, que fue una gran artista, se alistó al partido comunista siendo joven, pero lo abandonó después de que hubo madurado. ¿Por qué? Una frase lo dice todo, Abandonó el partido comunista -dice ella- “porque no tenían fe en el color”. La vida -nos asegura Jesús- no significa ser vivida simplemente como un ciclo interminable de levantarse, ir al trabajo, realizar responsablemente un oficio, volver a casa, cenar, preparar las cosas para el día siguiente y, por fin, acostarse.
Y, en cambio, hay mucho que decir a favor de una costumbre aparentemente tediosa. El ritmo de lo ordinario es, en definitiva, el más profundo manantial del que sacar alegría y sentido. Kathleen Norris, después de hablarnos sobre su tentación juvenil de esquivar lo ordinario para comprometerse en la batalla más ennoblecedora contra el pesimismo, cuenta cómo una maravillosa mentora, Betty Kray, ayudó a evadirla de esa trampa. Kray la animó a escribir sobre su alegría y también sobre su pesimismo. Como dice Norris: “Ella intentó por todos los medios convencerme de lo que sus amigos que habían sido institucionalizados por la locura sabían todo demasiado bien: que la transparente y habitual sensibilidad de lo ordinario, de las cosas cotidianas, es un tesoro como no hay ningún otro en la tierra”.
En algunas ocasiones, enseñarnos eso cuesta una enfermedad. Cuando recobramos la salud y la energía después de haber estado enfermos, ausentes del trabajo y fuera de nuestras costumbres y ritmos normales, nada resulta tan dulce como retornar a lo ordinario: nuestro trabajo, nuestra costumbre, la normal actividad de la vida diaria. Sólo después de quedarnos sin ello y luego haberlo recuperado, nos damos cuenta de que la transparente y habitual sensibilidad de las cosas diarias es el mayor tesoro.
A pesar de todo, los artistas aún están parcialmente en lo cierto. Lo ordinario puede agobiarnos y dejarnos fuera de las aguas más profundas de la creatividad, fuera de ese romance de uno-en-un-millón y fuera del desvarío que nos deja bailar. Sin embargo, aun admitiendo eso, lo ordinario es lo que nos impide ser barridos. El ritmo de lo ordinario asegura nuestra sensatez.
Paul Simon, en una vieja canción de la década de 1970 titulada An American Tune, canta sobre la lucha contra la confusión, los errores, la traición y otras circunstancias que destruyen nuestra paz. Acaba bastante pacíficamente una balada más bien triste, con estas palabras: “No obstante, mañana va a ser otro día de trabajo, y estoy intentando descansar algo. Eso es todo lo que intento, descansar algo”.
A veces, la docilidad a ese imperativo es lo que salva nuestra sensatez. Hay mucho que decir en cuanto a ser una persona contenta, sencilla, sujeta a los ritmos de lo ordinario y, quizás, incluso realizando anuncios de lavandería. Ron Rolheiser OMI (Trad. Benjamín Elcano, cmf). Fuente: Ciudad Redonda.org
Es doloroso dejar a alguien ascender. Artículo.
¿Qué es la Ascensión? La Ascensión es un acontecimiento en la vida de Jesús y sus primeros discípulos, un día de fiesta para los cristianos, una teología y una espiritualidad, todo entrelazado en un misterio informe que muy pocas veces tratamos de averiguar y aclarar. ¿Qué significa la Ascensión?
Entre otras cosas, es un misterio extrañamente paradójico. La paradoja se encuentra aquí: Hay un maravilloso don vivificante en alguien que entra en nuestras vidas, se pone en contacto con nosotros, nos nutre, realiza en nosotros cosas que nos vigorizan y da la vida por nosotros. Pero hay también un don en el otro que debe decir finalmente adiós de la manera como se nos ha hecho presente. Aunque parezca extraño, hay también un don en la marcha de uno. La presencia cuenta también con la ausencia. Existe una bendición que sólo podemos dar cuando nos ausentamos.
Por eso Jesús, al despedirse de sus amigos antes de su ascensión, pronunció estas palabras: “Os conviene que yo me vaya. Entonces estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría. No me retengáis, que debo ascender junto al Padre”.
¿Cómo podríamos entender estas palabras? ¿Cómo puede convenir que alguien a quien amamos se ausente? ¿Cómo la tristeza de una despedida, de una dolorosa ausencia, puede convertirse en gozo? ¿Cómo puede un adiós proporcionarnos en definitiva una presencia más profunda de alguien?
Esto es difícil de explicar, si bien tenemos experiencias de ello en nuestras vidas. He aquí un ejemplo: Cuando yo tenía veintidós años, en el plazo de cuatro meses, se murieron mi padre y mi madre, ambos aún jóvenes. Para mí y mis hermanos, el dolor de sus muertes fue asolador. Inicialmente, como con toda pérdida especial, lo que sentimos fue dolor, ruptura, frialdad, desamparo, una nueva vulnerabilidad, la pérdida de una vital conexión con la vida y la brutal realización de lo definitivo de la muerte, para la cual no tenemos una adecuada preparación. En principio, nada hay cálido en una pérdida, en una muerte, en un doloroso adiós.
El tiempo es, desde luego, un gran curador, pero en esto existe algo más que el simple hecho de volvernos anestesiados por el paso de los años. Al cabo de un tiempo, y esto me supuso varios años, ya no sentí la frialdad que indico. La muerte de mis padres ya no fue por más tiempo algo doloroso. En vez de eso, su ausencia se transformó en cálida presencia, la pesadez cedió paso a cierta ligereza de alma, su aparente incapacidad de hablarme pasó a ser entonces una sorprendente manera nueva de tener su presencia estable y constante en mi vida, y la bendición que ellos nunca pudieron darme totalmente mientras vivían empezó a ahondar, siempre más profunda e irrevocablemente, en el auténtico centro de mi persona. Lo mismo sucedió a mis hermanos. Nuestra tristeza se transformó en alegría y empezamos a encontrar de nuevo a nuestros padres, de un modo más intenso, en un lugar más profundo de nuestra alma, a saber, en esos espacios donde sus espíritus habían florecido mientras vivían. Ellos habían ascendido y, por eso, nosotros nos encontrábamos mejor.
Tenemos frecuentemente esta clase de experiencia, pero de maneras menos dramáticas. Los padres, por ejemplo, experimentan esto, con frecuencia penosísimamente, cuando un hijo crece y por fin se marcha para iniciar la vida por su cuenta. Entonces tiene lugar una verdadera muerte y debe suceder una ascensión. Un anterior modo de relación debe morir, a pesar de ser dolorosa esa muerte. Aun así, como sabemos, es mejor que nuestros hijos se ausenten.
Lo mismo se da en todas situaciones de nuestra vida. Cuando visitamos a alguien, es importante el hecho de venir; pero también es importante el hecho de marcharnos. Nuestra ausencia, dolorosa y todo como es, resulta parte del regalo de nuestra visita. Nuestra presencia depende en cierto modo de nuestra ausencia.
Y esto debe ser distinguido cuidadosamente de lo que queremos indicar con el axioma La ausencia hace al corazón crecer más cariñoso. Para la mayoría, eso no es verdad. La ausencia hace al corazón crecer más cariñoso, pero sólo durante cierto tiempo y generalmente por razones falsas. La ausencia física, la simple distancia entre unos y otros, sin una dinámica más profunda del espíritu que entre en la base, hace acabar más relaciones que las que profundiza. Al fin, las más de las veces, simplemente crecemos separados. Esa no es la manera como la ascensión ahonda la intimidad, la presencia y la bendición.
La ascensión ahonda la intimidad al proporcionarnos una nueva presencia, más profunda, más rica, pero que sólo puede suceder si nuestra anterior manera de estar presentes es apartada de nosotros. Quizás entendamos esto de la mejor manera en la experiencia que tenemos cuando nuestros hijos crecen y se ausentan del hogar. Es doloroso verlos crecer lejos de nosotros. Es doloroso tener que decir adiós. Es doloroso dejar a alguien ascender.
Pero, si sus palabras pudieran expresar en realidad cuanto intuyen sus corazones, dirían lo que Jesús manifestó antes de su ascensión: “Os conviene que yo me vaya. Entonces estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría porque, un día no lejano, estaré ante vosotros como un hijo adulto que ya es capaz de daros el regalo mucho más profundo de mi edad adulta”. Ron Rolheiser OMI (Trad. Benjamín Elcano, cmf). Fuente: Ciudad Redonda.org Artículo Original en Inglés
Reaccionando a las críticas. Artículo.
¿Hasta qué punto es serio esto? ¿Cuál debe ser nuestra respuesta? Aunque es irritante, en definitiva no es la principal causa de interés. Como iglesia, no estamos fundamentalmente amenazados por esto ni deberíamos reaccionar demasiado. ¿Por qué?
Primero, porque cierta cantidad de esas críticas nos es beneficiosa. Tenemos evidentes culpas y defectos, y nuestra cultura llama generosamente la atención sobre ellos. Las críticas actuales contra la iglesia nos humillan saludablemente y nos empujan hacia una purificación interior más intrépida. Nuestros críticos nos muestran las culpas; nos hacen un favor. Además, durante demasiado tiempo estuvimos gozando de una situación de privilegio, algo que nunca ha resultado bueno para la iglesia. Tendemos a ser cristianos más auténticos siempre que vivimos en un tiempo de postergación más bien que en un tiempo de privilegio, a pesar de que no resulta tan grato. Además, hay en juego algo de más peso.
Debemos tener cuidado de no reaccionar desmedidamente ante el actual clima antieclesial, porque esto puede guiarnos a una malsana defensa y colocarnos excesivamente en oposición frente a la cultura. Ahí no es donde el evangelio quiere que estemos, de ningún modo. Al contrario, nuestra tarea es asumir estas críticas, aunque puedan ser penosas, señalar amablemente su injusticia, pero resistir a toda tentación de estar demasiado situados a la defensiva. ¿Por qué? ¿Por qué no defendernos agresivamente?
Porque somos lo bastante fuertes como para no hacerlo, pura y simplemente. Podemos resistir a esto sin tener que volvernos duros y defensivos. Sin importar lo difundidas ni injustas que sean las críticas, la iglesia no va a sucumbir ni desaparecer a corto plazo. Somos más de dos mil millones de cristianos en el mundo, nos mantenemos en una tradición de dos mil años de existencia, poseemos entre nosotros una escritura universalmente reconocida, gozamos de dos mil años de firme estabilidad y refinamiento doctrinal, tenemos masivas instituciones centenarias, estamos insertados en las raíces mismas de la cultura y tecnología occidentales, constituimos uno de los mayores grupos multinacionales del mundo y estamos creciendo en número por todo el mundo. No somos sin más una caña sacudida por el viento, tambaleante, un barco a punto de naufragar. Somos fuertes, estables, bendecidos por Dios, un clásico en la cultura. Por esto debemos a la cultura afabilidad y comprensión.
Más allá de eso y más importante que nuestras energías históricas, es el hecho de que tenemos la promesa de Cristo de estar con nosotros y la realidad de su resurrección para confortarnos. Contando con todo esto, creo que es justo decir que podemos asumir una cierta cantidad de críticas sin miedo a perder nuestra identidad. Además, no debemos dejar que estas críticas nos hagan perder de vista en primer lugar por qué existimos.
La iglesia no existe por su propia causa ni para asegurar su propia supervivencia. Existe por la causa del mundo. Podemos olvidar esto demasiado fácilmente y, con toda sinceridad, perder de vista lo que el evangelio nos solicita. Por ejemplo, comparad estas dos respuestas. En una conferencia de prensa, alguien preguntó una vez al difunto cardenal Basil Hume lo que él consideraba el mayor desafío que se enfrentaba a la iglesia entonces. Respondió: “Salvar el planeta”. Algunos años más tarde, a otro cardenal (no mencionado aquí a causa de su respuesta), en una entrevista de televisión le hicieron aproximadamente la misma pregunta: “¿Qué ve como su primera tarea al hacerse cargo de esta diócesis?” Su respuesta: “Defender la fe”. Una respuesta muy diferente, sin duda.
Todo lo referente a Jesús sugiere que la visión de Hume está más cercana al evangelio que la otra. Cuando Jesús dice mi carne es alimento para la vida del mundo, nos está diciendo que la tarea fundamental de la iglesia no es defenderse, asegurar su continuidad ni protegerla del acoso del mundo. La iglesia existe por la causa del mundo, no por su propia causa. Esa es la razón por la que Jesús nació en un pesebre, un lugar al que los animales van a comer, y por eso él se entrega sobre una mesa para ser comido. Ser molido es parte de la tarea de Jesús. Todo lo relacionado con él sugiere vulnerabilidad en vez de defensa, riesgo en vez de seguridad, confianza en una promesa divina en vez de cualesquiera defensa y seguridad humanas.