¿Amor maduro o mero movimiento? Artículo.

Como sacerdote luterano, Dietrich Bonhoeffer solía dar este consejo a una pareja cuando presidía su boda: «Hoy estáis enamorados y creéis que vuestro amor sostendrá vuestro matrimonio, pero no puede. Dejad que vuestro matrimonio sostenga vuestro amor.

Sabias palabras, pero ¿Qué significan exactamente? ¿Por qué el amor no puede sostener un matrimonio?

Lo que Bonhoeffer subraya es que es ingenuo pensar que los sentimientos nos sostendrán en el amor y el compromiso a largo plazo. No pueden, y no lo harían. Pero el ritual sí puede. ¿Cómo? Creando un contenedor ritual que nos mantenga firmes dentro de la montaña rusa de emociones y sentimientos que nos acosará en cualquier relación a largo plazo.

En pocas palabras, nunca mantendremos una relación duradera con otra persona, con Dios, con la oración o con el servicio desinteresado sobre la base de buenos sentimientos y emociones positivas. A este lado de la eternidad, nuestros sentimientos y emociones suelen ir y venir según sus propios dictados y no son coherentes.

Somos conscientes de la inconsistencia de nuestras emociones. Un día sentimos afecto hacia alguien y al día siguiente nos sentimos irritados. Lo mismo ocurre con la oración. Un día nos sentimos cálidos y concentrados y, al día siguiente, nos sentimos aburridos y distraídos.

Por eso, Bonhoeffer sugiere que necesitamos sostenernos en el amor y la oración mediante rituales, es decir, mediante prácticas habituales que nos mantengan firmes y comprometidos dentro del flujo de sentimientos y emociones.

Por ejemplo, tomemos el caso de una pareja casada. Se enamoran y se comprometen a amarse y a permanecer juntos el resto de sus vidas, y en el fondo lo pretenden plenamente. Se respetan, se apoyan el uno en el otro y morirían el uno por el otro. Sin embargo, sus emociones no siempre son así. Algunos días, sus emociones parecen desmentir su amor. Están irritados y enfadados el uno con el otro. Sin embargo, sus acciones hacia el otro siguen expresando amor y compromiso, no sus sentimientos negativos. Se besan ritualmente al salir de casa por la mañana con las palabras: «¡Te quiero!». ¿Son esas palabras una mentira? ¿Se limitan a seguir el ritual? ¿O es amor de verdad?

Lo mismo ocurre con el amor y el compromiso dentro de una familia. Imagina a una madre y a un padre con dos hijos adolescentes, un chico de dieciséis años y una chica de catorce. Como familia, tienen la norma de sentarse juntos a cenar durante cuarenta minutos cada noche, sin teléfonos móviles u otros dispositivos similares. Muchas tardes, el hijo o la hija o uno de los padres va a la mesa (sin el móvil) por obligación, aburrido, temiendo pasar tiempo juntos, queriendo estar en otro sitio. Pero vienen porque se han comprometido a ello. ¿Están simplemente cumpliendo con sus obligaciones o mostrando un amor real?

Si Bonhoeffer tiene razón, y yo creo que la tiene, no se limitan a pasar por el aro, sino que expresan un amor maduro. Es fácil mostrar amor y compromiso cuando nuestros sentimientos nos empujan en esa dirección y nos mantienen allí. Pero esos buenos sentimientos no sostendrán nuestro amor y nuestro compromiso a largo plazo. Solo la fidelidad a un compromiso y las acciones rituales que lo sustentan evitarán que nos alejemos cuando desaparezcan los buenos sentimientos.

En nuestra cultura actual, en casi todos los niveles, esto no se entiende. Desde la persona atrapada en una cultura adicta a los sentimientos, hasta un buen número de terapeutas, ministros de religión, líderes de oración, directores espirituales y amigos de Job, oímos la frase: «Si no lo estás sintiendo, no es real. ¡Solo estás cumpliendo las formalidades! ¡Eso es un ritual vacío!».

De hecho, puede ser un ritual vacío. Como dice la Escritura, podemos honrar con los labios aunque nuestros corazones estén lejos. Sin embargo, la mayoría de las veces se trata de una expresión madura de amor, porque ahora es un amor que ya no está alimentado por el interés propio ni por los buenos sentimientos. Ahora es un amor lo bastante sabio y maduro como para tener en cuenta la condición humana en toda su insuficiencia y complejidad, y cómo estas cualidades lo colorean y complican todo, incluida la persona a la que amamos, nuestro propio yo y la realidad del propio amor humano. El libro que necesitamos sobre el amor no lo escribirá un amante apasionado en su luna de miel, del mismo modo que el libro que necesitamos sobre la oración no lo escribirá un neófito religioso atrapado en el primer fervor de la oración (ni la mayoría de los líderes entusiastas de la oración). El libro que necesitamos sobre el amor lo escribirá una pareja casada que, mediante el ritual, haya mantenido un compromiso a través de los altibajos de muchos años. Del mismo modo, el libro que necesitamos sobre la oración será escrito por alguien que haya mantenido una vida de oración y de asistencia a la iglesia durante temporadas y domingos en los que, a veces, lo último que quería hacer era rezar o ir a la iglesia. Artículo original en inglés. Fuente de imagen: Depositphotos Artículo de Ron Rolheiser OMI en @ciudadredonda.org

Ésta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir.

 



       Domingo XXXII tiempo ordinario


La palabra que hemos escuchado nos invita a reflexionar sobre la fe. Ésta consiste, simplemente, en creer que Dios es Dios y en fiarse por eso de él, abandonarse en sus manos, darle por completo a nosotros mismos sin cálculos ni preocupaciones por el mañana. Esta "oblatividad" es desconsiderada y loca -o al menos imprudente- para quien afirma que está bien creer, sí, pero "con los pies en la tierra", sin dejar de lado una humana prudencia; sin embargo, esta fe la encontramos a menudo precisamente en quienes no tienen ninguna seguridad para hacer frente al hoy ni al mañana.

        Estas dos viudas tan pobres presentadas en la Sagrada Escritura nos enseñan a no tener miedo de ofrecer a Dios todo lo que tenemos y somos, nos invitan a consagrarle nuestra vida: si hacemos que llegue a ser "suyo" lo que es nuestro, será después tarea suya la preocupación por ello. Mi familia, mi trabajo, mis pocos o muchos recursos de todo tipo pueden ser sometidos a la lógica de la fe y ser confiados y entregados por completo al Señor. No se trata de una elección de despreocupación ni del sentimiento de un instante; al contrario, se convierte en el compromiso cotidiano de administrar como nuestros -y, por consiguiente, con un corazón conforme al nuestro los que eran "nuestros" bienes: afectos, ocupaciones, dotes. La palabra es hoy casi un desafío: probemos a echar con fe nuestra vida en el tesoro de la comunión de los santos, día tras día. El Señor dispondrá de ella para bien de cada uno de sus hijos, y dispondrá un mayor beneficio también para nosotros. Podemos darle, sobre todo, lo que tenemos como más "nuestro": la pobreza existencial, el pecado. Esto es lo que ha venido a buscar en la humanidad, para tomarlo sobre sí y transformarlo en sacrificio de amor.

        Si somos capaces de poner en sus manos también nuestra miseria, sentiremos la alegría de vivir de él, por él, en él.



Por los que han perdido un hijo – El Video del Papa 11 – Noviembre 2024


“Oremos para que todos los padres que lloran la muerte de un hijo o de una hija encuentren apoyo en la comunidad y obtengan del Espíritu consolador la paz del corazón”.

"¿Qué se puede decir a unos padres que han perdido a un hijo? ¿Cómo consolarlos?
No hay palabras.

Fíjense que un cónyuge que pierde al otro es un viudo o una viuda. Un hijo que pierde a un padre, es un huérfano o una huérfana. Hay una palabra que lo dice. Pero un padre que pierde a un hijo… no hay una palabra. Es tan grande el dolor que no hay una palabra.

Y vivir más tiempo que tu hijo no es natural. El dolor que causa su pérdida especialmente es intenso.

Las palabras de ánimo, a veces son banales o sentimentales, no sirven. Dichas con la mejor intención, por supuesto, pueden acabar agrandando la herida.

Para ofrecer consuelo a estos padres que han perdido a un hijo hay que escucharlos, estar cerca de ellos con amor, cuidando ese dolor que tienen con responsabilidad, imitando la forma en que Jesucristo consolaba a los que estaban afligidos.

Y estos padres, sostenidos por la fe ciertamente, pueden encontrar un consuelo en otras familias que, tras sufrir una tragedia tan terrible como esta, han renacido en la esperanza.

Oremos para que todos los padres que lloran la muerte de un hijo o de una hija encuentren apoyo en la comunidad y obtengan del Espíritu consolador la paz del corazón."

Refugiados, inmigrantes y Jesús. Artículo.

En las fronteras de todo el mundo encontramos hoy refugiados, millones de ellos. Se les demoniza fácilmente, se les ve como una molestia, una amenaza, como invasores, como criminales que huyen de la justicia en sus países de origen. Pero, en su mayoría, son personas decentes y honradas que huyen de la pobreza, el hambre, la victimización y la violencia. Estas razones para huir de sus países de origen sugieren claramente que la mayoría de ellos no son delincuentes.

Independientemente del hecho de que la mayoría de ellos son buenas personas, siguen siendo vistos en casi todas partes como un problema. ¡Tenemos que mantenerlos fuera! ¡Son una amenaza! De hecho, los políticos utilizan con frecuencia el verbo «invasión» para describir su presencia en nuestras fronteras.

¿Qué hay que decir al respecto? ¿Dejamos entrar a todo el mundo? ¿Seleccionamos juiciosamente entre ellos, dejando entrar a algunos y manteniendo fuera a otros? ¿Levantamos muros y alambradas para impedir su entrada? ¿Cuál debe ser nuestra respuesta?

Estas cuestiones deben examinarse desde dos perspectivas: pragmática y bíblica.

Desde el punto de vista pragmático, se trata de una cuestión enorme. No podemos simplemente abrir todas las fronteras y dejar que millones de personas inunden nuestros países. Eso es poco realista. Por otro lado, no podemos justificar nuestra reticencia a dejar entrar refugiados en nuestros países apelando a la Biblia, a Jesús o a la ingenua racionalización de que «nuestros» países son nuestros y tenemos derecho a estar aquí, mientras que otros no lo tienen, a menos que les concedamos la entrada. ¿Por qué no?

Para los cristianos, hay una serie de principios bíblicos no negociables en juego.

En primer lugar, Dios hizo el mundo para todos. Somos administradores de una propiedad que no es nuestra. No somos dueños de nada, Dios lo es, y Dios hizo el mundo para todos. Es un principio que ignoramos con demasiada facilidad cuando hablamos de prohibir la entrada de otras personas a «nuestro» país. Resulta que somos administradores aquí, en un país que pertenece a todo el mundo.

En segundo lugar, la Biblia, en ambas testamentos de las escrituras, es clara (y contundente) al desafiarnos a acoger al extranjero y al inmigrante. Esto está presente en todas partes en las escrituras judías y es un fuerte motivo en el corazón mismo del mensaje de Jesús. De hecho, Jesús comienza su ministerio diciéndonos que ha venido a traer buenas noticias a los pobres. Por lo tanto, cualquier enseñanza, predicación, práctica pastoral, política o acción que no sea una buena noticia para los pobres no es el Evangelio de Jesucristo, sea cual sea su conveniencia política o eclesiástica. Y, si no es una buena noticia para los pobres, no puede revestirse del Evangelio ni de Jesús. Por lo tanto, cualquier decisión que tomemos con respecto a los refugiados y los inmigrantes no debe ser contraria al hecho de que los Evangelios tratan de llevar la buena noticia a los pobres.

Además, Jesús lo deja aún más claro cuando identifica a los pobres con su propia persona (todo lo que hagáis al más pequeño de los míos, a mí me lo hacéis) y nos dice que al final del día seremos juzgados por cómo tratemos a los inmigrantes y refugiados (apartáos de mí porque era forastero y no me acogisteis). Hay pocos textos en la Escritura tan crudos y desafiantes como este (Mateo 25, 35-40).

Por último, también encontramos este desafío en la Escritura: Dios nos desafía a acoger a los extranjeros (inmigrantes) y a compartir con ellos nuestro amor, nuestra comida y nuestra ropa, porque nosotros mismos fuimos inmigrantes (Deuteronomio 10, 18-19). Y no se trata de un axioma bíblico abstracto, especialmente para los que vivimos en Norteamérica. Salvo las naciones indígenas (a las que desplazamos a la fuerza), todos somos inmigrantes aquí y nuestra fe nos reta a no olvidarlo nunca, sobre todo cuando tratamos con personas hambrientas en nuestras fronteras. Por supuesto, los que llevamos aquí varias generaciones podemos argumentar moralmente que llevamos aquí mucho tiempo y que ya no somos inmigrantes. Sin embargo, tal vez se pueda argumentar de forma más convincente que cerrar las fronteras cuando ya estamos dentro puede ser bastante egoísta.

Se trata de desafíos bíblicos. Sin embargo, una vez planteados, nos queda la pregunta práctica: ¿qué podemos hacer de forma realista (y muchos países de todo el mundo) con los millones y millones de hombres, mujeres y niños que llegan a nuestras fronteras? ¿Cómo honramos el hecho de que la tierra en la que vivimos pertenece a todos? ¿Cómo honramos el hecho de que, como cristianos, tenemos que pensar primero en los pobres? ¿Cómo nos enfrentaremos a Jesús en el juicio cuando nos pregunte por qué no le acogimos cuando estaba disfrazado de refugiado? ¿Y cómo honramos el hecho de que casi cada uno de nosotros es un inmigrante, que vive en un país que arrebatamos por la fuerza a otro?

No hay respuestas fáciles a estas preguntas, aunque al fin y al cabo sigamos necesitando tomar algunas decisiones políticas prácticas. Sin embargo, en nuestro pragmatismo, al resolver esto, nunca deberíamos confundirnos sobre de qué lado están Jesús y la Biblia. Ron Rolheiser OMI (Trad. Benjamín Elcano, cmf). Fuente: Ciudad Redonda.org / Artículo original en inglés. / Fuente de imagen: Depositphotos

Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser

 


       Domingo XXXI tiempo ordinario


Oh Dios, fuente única de todo lo que existe, tú eres nuestro Padre: concédenos el amor para que, fieles a tu mandamiento, podamos amarte con un corazón indiviso, buscándote en todas las cosas. Enséñanos a amarte "con toda la mente": ilumina nuestra inteligencia para que, libre de la duda y de la vana presunción, sepa descubrir tu designio de salvación en la historia y en las circunstancias cotidianas.

Haz que te amemos "con todas nuestras fuerzas", consagrando a ti y a tu servicio nuestras capacidades y nuestros límites, nuestras acciones y nuestras impotencias, nuestros logros y nuestros fallos. Ayúdanos, Señor, a amarte en cada hermano que tú has puesto a nuestro lado y que tú fuiste el primero en amar, hasta el sacrificio de tu propio Hijo. Que su oblación eterna nos dé la fuerza y la alegría de perdernos a nosotros mismos en la caridad para recobrarnos plenamente en ti, que eres el Amor.



Conmemoración de todos los Fieles Difuntos (2 de Noviembre)

Ayer celebrábamos a los santos. Todos los Santos de la historia de la Iglesia. Pero hoy celebramos a los difuntos, y estos son como más nuestros. La mente y el recuerdo se nos van a nuestros difuntos, los que hemos conocido, los que han sido de nuestra familia, los que han formado parte de nuestra historia personal. Con ellos hablamos, tuvimos relación. Quizá hasta nos enfadamos y discutimos. Son nuestros difuntos. Y cuando murieron, un poco de nosotros mismos, de nuestra historia, de nuestro ser, murió con ellos. 

      Es una memoria agradecida. La relación con nuestros difuntos, de los que nos acordamos, fue una relación de cariño. Hasta podríamos decir que esa relación no solo fue, sino que es. Está presente en nuestros corazones y en nuestras mentes. Nos acordamos de ellos. No se trata sólo de que tengamos su foto en la cartera. Ellos están con nosotros. Es otra forma de presencia. 

      Es una memoria dolorosa. Porque su partida nos dejó marcados. Un trozo de nuestra propia y personal historia se fue con ellos. Alguien que formaba parte de nosotros, de nuestro yo, se fue y nos dejó más solos. Desde entonces experimentamos con más fuerza esa soledad que forma parte intrínseca de la vida de toda persona. Nos sentimos huérfanos porque ellos cuidaban de nosotros, su amistad y su cariño nos mantenía firmes y nos ayudaba a vencer las dificultades de la vida. Nos hemos quedado más solos y lo sentimos. 

      Es una memoria esperanzada. Porque desde la fe creemos que esta vida no termina en  estos límites que impone la duración de nuestro cuerpo. La fe en Jesús nos invita a mirar más allá del horizonte de la muerte. No sabemos bien cómo pero creemos que hay vida más allá de la muerte. Estamos convencidos de que tanto amor, tanta amistad, tanto cariño, no puede desaparecer de golpe. Que Jesús resucitó es la afirmación más importante de nuestra fe. Desde ella todo el Evangelio cobra sentido. Amar, servir, entregarse por los demás, tiene un sentido nuevo. Nada es en vano. Nos encontraremos más allá –no sabemos de qué manera– y ese amor, esa amistad, ese cariño llegará a su plenitud. 

      Por eso, hoy recordamos a nuestros difuntos. Y, aunque nos duela su memoria y su recuerdo, sabemos que la vida de Dios es más fuerte que la muerte. Cuando escuchamos el mandato evangélico de amarnos unos a otros, sabemos que ese amor no se perderá. Porque Dios es amor y es vida. Y nosotros mantenemos alta la mirada y firme la esperanza. Aunque nos duela el recuerdo de nuestros seres queridos. Fuente: Evangelio del día. Ciudad Redonda.org

Ante la muerte se impone el silencio, ese silencio que, haciéndonos entrar en el diálogo de la eternidad y revelándonos el lenguaje del amor, nos pone en una comunicación profunda con este insondable misterio. Existe un vínculo fortísimo entre aquellos que han dejado de vivir en el espacio y en el tiempo y los que se encuentran aún inmersos en ellos. Si bien la desaparición física de las personas queridas nos hace sufrir su inalcanzable lejanía, mediante la fe y la oración experimentamos una más íntima comunión con ellos. Cuando parece que nos dejan es en realidad el momento en el que se establecen más firmemente en nuestra vida: siguen estando presentes en nosotros, forman parte de nuestra interioridad, los encontramos en esa patria que ya llevamos en el corazón, allí donde habita la Trinidad.

San Pablo nos anima a vivir de una manera positiva el misterio de la muerte, haciéndole frente día tras día, aceptándola como una ley de la naturaleza y de la gracia, para ser despojados progresivamente de lo que debe perecer hasta encontrarnos ya milagrosamente transformados en aquello en que debemos convertirnos. La "muerte cotidiana" se revela así más bien como un nacimiento: el lento declinar y el ocaso desembocan en un alba luminosa. Todos los sufrimientos, las fatigas y las tribulaciones de la vida presente forman parte de este necesario, de este cotidiano morir, a fin de pasar a la vida inmortal. Debemos vivir fijando nuestra mirada en el objeto de la bienaventurada esperanza, apoyándonos únicamente en la fidelidad del Señor, que nos ha prometido la eternidad.

Si vivimos así, cuando lleguemos al ocaso de esta vida no veremos caer las tinieblas de la noche, sino que aparecerá ante nosotros -una expectativa sorprendente, no obstante-, el alba de la eternidad y tendremos la inefable alegría de sentirnos una sola cosa con el Señor.

Después de una larga fatiga seremos plenamente suyos y esa pertenencia será plenitud de bienaventuranza en la visión cara a cara.

Señor, cada día se eleva desde la tierra una acongojada oración por aquellos que han desaparecido en el misterio: la oración que pide reposo para el que expía, luz para el que espera, paz para quien anhela tu amor infinito.

Descansen en paz: en la paz del puerto, en la paz de la meta, en tu paz, Señor. Que vivan en tu amor aquellos a los que he amado, aquellos que me han amado. No olvides, Señor, ningún pensamiento de bien que me haya sido dirigido, y el mal, oh Padre, olvídalo, cancélalo.

A los que pasaron por el dolor, a los que parecieron sacrificados por un destino adverso, revélales, contigo mismo, los secretos de tu justicia, los misterios de tu amor. Concédenos esa vida interior para que en la intimidad nos comuniquemos con el mundo invisible en el que están: con ese mundo fuera del tiempo y del espacio que no es lugar, sino estado, y no está lejos de nosotros, sino a nuestro alrededor; que no es de muertos, sino de vivos (Primo Mazzolari).

Señor, Señor Jesús, tú eres la vida eterna de la patria verdadera y eterna, puesto que tú nos la has procurado.

Tú eres la lámpara de la casa paterna que ilumina suavemente, tú eres el sol de la justicia en la tierra, tú eres el día que no llega nunca al término, tú eres el lucero del alba. Allí sólo tú eres el templo, el sacerdote y la víctima.

Tú sólo el rey y el jefe, el Señor y el maestro; tú eres el sendero de la unificación, tú eres el manantial y la paz, tú eres la dulzura infinita. Allí todos los que te pertenecen te siguen, y tú estás siempre, no te vas nunca, diriges la casta danza sobre los prados de la alegría...

Por eso, cuando se despierta en nosotros la nostalgia de la vida eterna, de la patria verdadera, de la comunión con todos los santos allá arriba en la ciudad que está sobre los montes elevados, entonces debemos convertirnos aquí abajo en humildemente pequeños en la casa del Señor, debemos cargar sobre nosotros la aflicción junto con nuestra Madre dolorosa, la Iglesia (Quodvultdeus de Cartago, cit. en K. Rahner, Mater Ecclesiae).

No se debe morir cuando se ama. La familia no debería conocer la muerte. Se unen para la eternidad, y para la eternidad dan la vida a otras personas. La muerte no es sólo el huésped que no se puede evitar. Se podría decir que es un miembro de la familia, un miembro celoso que, cuando llega, aleja a otros.

Sea quien sea la persona que veamos alejarse, la vida queda cambiada. Toda muerte lacera la carne común. La familia, precisamente porque es preparación para la vida, es también preparación para la muerte, y en esta cita común con el misterio no es posible saber quién será llamado el primero.

Por qué no se nos permite morir al mismo tiempo? Éste sería el deseo más vivo del amor, una nueva bendición nupcial a la que consentiríamos con alegría. Pero ese caso es muy raro. La Providencia tiene otros fines. Algunos de ellos son evidentes, otros se nos escapan. Por eso es difícil la fe. Nos creemos víctimas de la fatalidad, y no pensamos que, también con la muerte, sigue siendo el amor un don insigne. En una casa hay desgracias mucho más graves que la muerte. !Cuántas tragedias ocurren sin que nadie haya desaparecido, y cuánta ternura conservada en ausencia de las personas queridas!

La muerte no es siempre una enemiga. Mientras la padece, el amor es capaz de vencerla. Vivir significa con frecuencia separarse; morir significa, en cambio, reunirse. No es una paradoja: para aquellos que han llegado al amor más grande, la muerte es una consagración y no una ruptura. En el rondo, nadie muere verdaderamente, porque nadie puede salir de Dios. Ese que nos parece haberse detenido de improviso continúa su camino. Ha sido como pasar una página, mientras escribía su vida. De él hemos perdido lo que poseíamos de una manera temporal, pero se posee para la eternidad sólo lo que se ha perdido. La vida y la muerte no son más que aspectos diferentes de un único destino; cuando se entra en él con el corazón, ya no se distingue (A. G. Sertillanges). Gracias a:Santa Clara de Estella