La palabra que hemos escuchado nos invita a reflexionar sobre la fe. Ésta consiste, simplemente, en creer que Dios es Dios y en fiarse por eso de él, abandonarse en sus manos, darle por completo a nosotros mismos sin cálculos ni preocupaciones por el mañana. Esta "oblatividad" es desconsiderada y loca -o al menos imprudente- para quien afirma que está bien creer, sí, pero "con los pies en la tierra", sin dejar de lado una humana prudencia; sin embargo, esta fe la encontramos a menudo precisamente en quienes no tienen ninguna seguridad para hacer frente al hoy ni al mañana.
Estas dos viudas tan pobres presentadas en la Sagrada Escritura nos enseñan a no tener miedo de ofrecer a Dios todo lo que tenemos y somos, nos invitan a consagrarle nuestra vida: si hacemos que llegue a ser "suyo" lo que es nuestro, será después tarea suya la preocupación por ello. Mi familia, mi trabajo, mis pocos o muchos recursos de todo tipo pueden ser sometidos a la lógica de la fe y ser confiados y entregados por completo al Señor. No se trata de una elección de despreocupación ni del sentimiento de un instante; al contrario, se convierte en el compromiso cotidiano de administrar como nuestros -y, por consiguiente, con un corazón conforme al nuestro los que eran "nuestros" bienes: afectos, ocupaciones, dotes. La palabra es hoy casi un desafío: probemos a echar con fe nuestra vida en el tesoro de la comunión de los santos, día tras día. El Señor dispondrá de ella para bien de cada uno de sus hijos, y dispondrá un mayor beneficio también para nosotros. Podemos darle, sobre todo, lo que tenemos como más "nuestro": la pobreza existencial, el pecado. Esto es lo que ha venido a buscar en la humanidad, para tomarlo sobre sí y transformarlo en sacrificio de amor.
Si somos capaces de poner en sus manos también nuestra miseria, sentiremos la alegría de vivir de él, por él, en él.