En su calendario, la iglesia escoge tiempos especiales para algunas celebraciones: Adviento, Navidad, Cuaresma y Pascua. Pero, fuera de estos tiempos especiales, nos invita a vivir y celebrar el Tiempo ordinario.
Tiempo ordinario. A casi todos nosotros -sospecho yo- esa expresión sugiere algo que no llega a ser especial: anodino, insulso, rutinario, doméstico, tedioso. En nuestro interior tenemos la sensación de que lo ordinario puede agobiarnos, engullirnos e impedirnos las aguas de pasión más gratificantes, la aventura, la creatividad y la celebración.
Fácilmente vilipendiamos lo ordinario. Recuerdo a una joven, alumna mía, quien nos contó en clase que el mayor temor de su vida era sucumbir a lo ordinario, “¡acabar siendo un ama de casa contenta y ordinaria, realizando felizmente anuncios de lavandería!”
Si eres artista o posees un temperamento artístico, estás particularmente inclinado a esta clase de difamación, porque los artistas tienden a fijar la creatividad en oposición a lo ordinario. Doris Lessing, por ejemplo, comentó una vez que George Eliot podía haber sido un escritor mejor “si no hubiera sido tan moral”. Lo que Lessing está sugiriendo es que Eliot se quedó demasiado anclada en lo ordinario, demasiado feliz, demasiado segura, demasiado alejada de las periferias. Kathleen Norris, en su obra biográfica La Virgen de Bennington, cuenta cómo, siendo joven escritora, cayó víctima de esta ideología: “Yo creía que los artistas eran demasiado serios para llevar una vida discreta y normal. Impelidos por inexorables fuerzas en un mundo negligente, estaban destinados a una lucha inevitable, en ocasiones mortal, pero siempre ennoblecedora contra el pesimismo”.
¡La lucha ennoblecedora contra el pesimismo! Eso suena a seductor, particularmente para aquellos de nosotros que nos tenemos por artistas, intelectuales o espirituales. Por eso, en un determinado día, cualquiera de nosotros puede sentir una cierta piedad condescendiente hacia aquellos que pueden lograr la simple felicidad. Fácil para ellos -pensamos nosotros- pero confían en sus habilidades. Ese es el artista que llevamos dentro y nos habla. ¡Nunca veis a un artista realizando un anuncio de lavandería!
¡No me entendáis mal! Esto tiene algo de mérito. El propio Jesús dijo que no sólo vivimos de pan. Ningún artista necesita una explicación de lo que significa eso. Sabe que aquello que Jesús quiso decir con eso, entre otras cosas, es que la simple costumbre y una hipoteca que está siendo pagada no necesariamente conducen al cielo. Necesitamos pan, pero también necesitamos belleza y color. Doris Lessing, que fue una gran artista, se alistó al partido comunista siendo joven, pero lo abandonó después de que hubo madurado. ¿Por qué? Una frase lo dice todo, Abandonó el partido comunista -dice ella- “porque no tenían fe en el color”. La vida -nos asegura Jesús- no significa ser vivida simplemente como un ciclo interminable de levantarse, ir al trabajo, realizar responsablemente un oficio, volver a casa, cenar, preparar las cosas para el día siguiente y, por fin, acostarse.
Y, en cambio, hay mucho que decir a favor de una costumbre aparentemente tediosa. El ritmo de lo ordinario es, en definitiva, el más profundo manantial del que sacar alegría y sentido. Kathleen Norris, después de hablarnos sobre su tentación juvenil de esquivar lo ordinario para comprometerse en la batalla más ennoblecedora contra el pesimismo, cuenta cómo una maravillosa mentora, Betty Kray, ayudó a evadirla de esa trampa. Kray la animó a escribir sobre su alegría y también sobre su pesimismo. Como dice Norris: “Ella intentó por todos los medios convencerme de lo que sus amigos que habían sido institucionalizados por la locura sabían todo demasiado bien: que la transparente y habitual sensibilidad de lo ordinario, de las cosas cotidianas, es un tesoro como no hay ningún otro en la tierra”.
En algunas ocasiones, enseñarnos eso cuesta una enfermedad. Cuando recobramos la salud y la energía después de haber estado enfermos, ausentes del trabajo y fuera de nuestras costumbres y ritmos normales, nada resulta tan dulce como retornar a lo ordinario: nuestro trabajo, nuestra costumbre, la normal actividad de la vida diaria. Sólo después de quedarnos sin ello y luego haberlo recuperado, nos damos cuenta de que la transparente y habitual sensibilidad de las cosas diarias es el mayor tesoro.
A pesar de todo, los artistas aún están parcialmente en lo cierto. Lo ordinario puede agobiarnos y dejarnos fuera de las aguas más profundas de la creatividad, fuera de ese romance de uno-en-un-millón y fuera del desvarío que nos deja bailar. Sin embargo, aun admitiendo eso, lo ordinario es lo que nos impide ser barridos. El ritmo de lo ordinario asegura nuestra sensatez.
Paul Simon, en una vieja canción de la década de 1970 titulada An American Tune, canta sobre la lucha contra la confusión, los errores, la traición y otras circunstancias que destruyen nuestra paz. Acaba bastante pacíficamente una balada más bien triste, con estas palabras: “No obstante, mañana va a ser otro día de trabajo, y estoy intentando descansar algo. Eso es todo lo que intento, descansar algo”.
A veces, la docilidad a ese imperativo es lo que salva nuestra sensatez. Hay mucho que decir en cuanto a ser una persona contenta, sencilla, sujeta a los ritmos de lo ordinario y, quizás, incluso realizando anuncios de lavandería. Ron Rolheiser OMI (Trad. Benjamín Elcano, cmf). Fuente: Ciudad Redonda.org