Eso lo escribió Ivan Illich. ¿Qué se quiere decir aquí? ¿No morimos
todos de muerte? Por supuesto, en realidad eso es de lo que todos
morimos; pero, en nuestra idea de las cosas, casi siempre morimos de una
condición médica o de mala suerte: de cáncer, enfermedad del corazón,
diabetes, Alzheimer o como víctimas de un accidente. A veces, por la
manera como pensamos en la muerte, morimos de una condición médica.
Es lo que Ivan Illich está tratando de destacar aquí. La muerte debe ser recibida y respetada como una experiencia humana normal, no como un fracaso médico. La muerte y su inevitabilidad en nuestras vidas tienen que ser entendidas como un punto de crecimiento, una maduración necesaria, algo a lo cual estamos destinados orgánica y espiritualmente, y no como una aberración o intrusión innatural en el ciclo de la vida (una intrusión que podía haber sido evitada a no ser por un accidente o fracaso de la medicina). Necesitamos entender la muerte al modo como una mujer embarazada contempla su alumbramiento, no como aberración o arriesgada actuación médica, sino como la total floración de un proceso de vida.
Pagamos un precio por nuestra falsa idea del morir, más de lo que nos imaginamos. Cuando la muerte es vista como un fracaso médico o como una trágica mala suerte, entonces su amenaza viene a ser un espectro intimidante y una oscuridad conminatoria en el recipiente de todas esas otras energías y temores de las que no tratamos conscientemente y en las que no nos atrevemos a arriesgar.
Ernest Becker habla de algo que él llama “la repulsa de la muerte” y sugiere que nuestro rechazo a esperar y respetar la muerte como un proceso natural más bien que como una aberración, nos empobrece de incalculable manera. Cuando tememos falsamente la muerte, entonces el iniciado sentido de nuestra propia mortalidad viene a ser un rincón oscuro del que nos mantenemos alejados. Pagamos un precio por esto en que, paradójicamente, al temer falsamente la muerte, somos incapaces de entrar propiamente en la vida.
Martin Heidegger afirma mucho lo mismo en su comprensión de la vida. Sugiere que cada uno de nosotros es (en palabras suyas) un “ser-hacia- la-muerte”, esto es, desde el momento en que nacemos ya tenemos una condición terminal (llamada vida) y sólo podemos estar libres de falso temor si vivimos conscientemente nuestras vidas ante esa verdad no negociable. Estamos muriendo. Su lenguaje a propósito de esto nos puede dejar desalentados; pero, como Illich, marca un punto positivo. Para Heidegger, al fin no morimos a causa de mala medicina o mala suerte. Morimos porque la naturaleza tiene su curso y la naturaleza corre ese curso; y nosotros, de hecho, gozaremos más de nuestras vidas si respetamos el curso natural, porque esa aceptación nos ayudará a valorar más lo apreciados que son nuestros momentos de vida y amor.
Irónicamente, la eutanasia, por todas sus sofisticadas reclamaciones de que es algo que nos permite controlar la muerte, nos haría morir precisamente de una condición médica y no de la muerte (que es un proceso natural).
Desde luego, querer morir de muerte y no de condición médica no significa que no valoremos la medicina y lo que ella ofrece en favor de nuestra salud y la conservación de nuestras vidas. Estamos comprometidos -por nuestra naturaleza, por nuestros seres queridos, por el sentido común y por un inalienable principio, justo dentro del orden moral mismo- a tomar todas las ordinarias medidas médicas disponibles para conservar nuestra salud. La medicina moderna es maravillosa; y muchos de nosotros, yo incluido, estamos hoy vivos sólo gracias a la medicina moderna. Pero también debemos tener claro que, cuando estemos para morir, no será a causa de un fracaso médico, sino más bien porque nuestra muerte es nuestro fin natural. Exactamente como una vez nacimos del vientre de nuestra madre, llega un momento en que necesitamos nacer de nuevo del vientre de la tierra.
Además, aceptar la muerte de esta manera no es un negativo estoicismo que nos quita la vida de deleite y gozo. Al contrario, como te dirá alguien que alguna vez ha tenido una crisis de salud que le puso a las puertas de la muerte, enfrentarse a la muerte hace que todas cosas de la vida sean más valiosas, puesto que ya no se dan más por supuestas.
Una bandera preventiva: Esta clase de conversación no es necesariamente para los jóvenes, en los cuales la negación de la muerte es, por una buena razón, muy poderosa. Aunque la gente joven no debería estar voluntariamente ciega a su propia mortalidad ni vivir como si la vida aquí fuera a seguir para siempre, ellos no deberían centrarse aún en la muerte. Su tarea es construirse un futuro para sí y el mundo. De la muerte se puede tratar más tarde. Hablando metafóricamente, ellos necesitan estar centrados más en alimentar el embrión que en preocuparse de su alumbramiento.
En el centro de la enseñanza de Jesús, subyace una gran paradoja: Todo aquel que se aferre a la vida la perderá, y todo aquel que la pierda la encontrará. Ivan Illich, al parecer, está de acuerdo.
Es lo que Ivan Illich está tratando de destacar aquí. La muerte debe ser recibida y respetada como una experiencia humana normal, no como un fracaso médico. La muerte y su inevitabilidad en nuestras vidas tienen que ser entendidas como un punto de crecimiento, una maduración necesaria, algo a lo cual estamos destinados orgánica y espiritualmente, y no como una aberración o intrusión innatural en el ciclo de la vida (una intrusión que podía haber sido evitada a no ser por un accidente o fracaso de la medicina). Necesitamos entender la muerte al modo como una mujer embarazada contempla su alumbramiento, no como aberración o arriesgada actuación médica, sino como la total floración de un proceso de vida.
Pagamos un precio por nuestra falsa idea del morir, más de lo que nos imaginamos. Cuando la muerte es vista como un fracaso médico o como una trágica mala suerte, entonces su amenaza viene a ser un espectro intimidante y una oscuridad conminatoria en el recipiente de todas esas otras energías y temores de las que no tratamos conscientemente y en las que no nos atrevemos a arriesgar.
Ernest Becker habla de algo que él llama “la repulsa de la muerte” y sugiere que nuestro rechazo a esperar y respetar la muerte como un proceso natural más bien que como una aberración, nos empobrece de incalculable manera. Cuando tememos falsamente la muerte, entonces el iniciado sentido de nuestra propia mortalidad viene a ser un rincón oscuro del que nos mantenemos alejados. Pagamos un precio por esto en que, paradójicamente, al temer falsamente la muerte, somos incapaces de entrar propiamente en la vida.
Martin Heidegger afirma mucho lo mismo en su comprensión de la vida. Sugiere que cada uno de nosotros es (en palabras suyas) un “ser-hacia- la-muerte”, esto es, desde el momento en que nacemos ya tenemos una condición terminal (llamada vida) y sólo podemos estar libres de falso temor si vivimos conscientemente nuestras vidas ante esa verdad no negociable. Estamos muriendo. Su lenguaje a propósito de esto nos puede dejar desalentados; pero, como Illich, marca un punto positivo. Para Heidegger, al fin no morimos a causa de mala medicina o mala suerte. Morimos porque la naturaleza tiene su curso y la naturaleza corre ese curso; y nosotros, de hecho, gozaremos más de nuestras vidas si respetamos el curso natural, porque esa aceptación nos ayudará a valorar más lo apreciados que son nuestros momentos de vida y amor.
Irónicamente, la eutanasia, por todas sus sofisticadas reclamaciones de que es algo que nos permite controlar la muerte, nos haría morir precisamente de una condición médica y no de la muerte (que es un proceso natural).
Desde luego, querer morir de muerte y no de condición médica no significa que no valoremos la medicina y lo que ella ofrece en favor de nuestra salud y la conservación de nuestras vidas. Estamos comprometidos -por nuestra naturaleza, por nuestros seres queridos, por el sentido común y por un inalienable principio, justo dentro del orden moral mismo- a tomar todas las ordinarias medidas médicas disponibles para conservar nuestra salud. La medicina moderna es maravillosa; y muchos de nosotros, yo incluido, estamos hoy vivos sólo gracias a la medicina moderna. Pero también debemos tener claro que, cuando estemos para morir, no será a causa de un fracaso médico, sino más bien porque nuestra muerte es nuestro fin natural. Exactamente como una vez nacimos del vientre de nuestra madre, llega un momento en que necesitamos nacer de nuevo del vientre de la tierra.
Además, aceptar la muerte de esta manera no es un negativo estoicismo que nos quita la vida de deleite y gozo. Al contrario, como te dirá alguien que alguna vez ha tenido una crisis de salud que le puso a las puertas de la muerte, enfrentarse a la muerte hace que todas cosas de la vida sean más valiosas, puesto que ya no se dan más por supuestas.
Una bandera preventiva: Esta clase de conversación no es necesariamente para los jóvenes, en los cuales la negación de la muerte es, por una buena razón, muy poderosa. Aunque la gente joven no debería estar voluntariamente ciega a su propia mortalidad ni vivir como si la vida aquí fuera a seguir para siempre, ellos no deberían centrarse aún en la muerte. Su tarea es construirse un futuro para sí y el mundo. De la muerte se puede tratar más tarde. Hablando metafóricamente, ellos necesitan estar centrados más en alimentar el embrión que en preocuparse de su alumbramiento.
En el centro de la enseñanza de Jesús, subyace una gran paradoja: Todo aquel que se aferre a la vida la perderá, y todo aquel que la pierda la encontrará. Ivan Illich, al parecer, está de acuerdo.