Recientemente, estuve en un partido de fútbol con varios amigos. Llegamos al partido en dos coches, que estacionamos en el aparcamiento subterráneo del estadio. Nuestras localidades estaban en diferentes partes del estadio, así que nos separamos para el partido, cada uno averiguando su propio sitio. Cuando acabó el partido, volví a los coches con uno de nuestro grupo unos diez minutos antes de que se presentaran los otros. Durante esa espera, mi amigo y yo mirábamos atentamente a la multitud, buscando a los miembros de nuestro grupo. Pero nuestros avizores ojos llamaron desagradablemente la atención. Dos mujeres se nos acercaron y, airadamente, nos reclamaron por qué habíamos estado contemplándolas: “¿Por qué estabais mirándonos? ¿Estáis tratando de pescarnos?”.
Ese es el momento en que el instinto natural mete baza. Inmediatamente, antes de que cualquier reflexión racional tuviera ocasión de mitigar mis pensamientos y sentimientos, hubo un automático destello de ira, de indignación, de injusticia, de indiferencia, de vergüenza y -sí- de odio. Esos sentimientos no fueron buscados; simplemente afloraron en mí. Y, con ellos, vinieron los consiguientes pensamientos acusadores: “¡Si esto es el movimiento ‘Yo también’, yo estoy en contra de él! ¡Esto es inaceptable!”.
Afortunadamente, nada de esto fue expresado. Pedí disculpas amablemente y expliqué que estaba observando a la multitud buscando a nuestro grupo perdido; las mujeres siguieron su camino, sin hacer el menor agravio, pero los sentimientos permanecieron, permanecieron hasta que tuve una ocasión de encauzarlos, situarlos en perspectiva y honrarlos precisamente por lo que son, instintivos, auto-protectores, sentimientos que al fin deben ser reemplazados por algo más, a saber, por una comprensión que vaya más allá de la reacción refleja.
Bien pensado, yo no vi este incidente como una aberración del movimiento ‘Yo también’ o como algo que fuera indignante. Más bien, me ayudó a darme cuenta de por qué hay un movimiento ‘Yo también’ con el que empezar. La reacción de estas dos mujeres sin duda fue disparada por una historia de injusticia que ellas mismas (u otras mujeres a las que han conocido) han experimentado a modo de acoso sexual, indeseada solicitación y violencia de género: injusticias que empequeñecen absolutamente la picadura del mini-mosquito de la “injusticia” que yo experimenté por su gratuita advertencia.
No sin razón, esta clase de intercambios ocurre en los aparcamientos. Recientemente, leí estadísticas de un estudio que concluían que más del 80% de las mujeres de América han experimentado alguna forma de acoso sexual a lo largo de sus vidas. En mi ingenuidad, este tanto por cien me parecía alto, así que pregunté a varias mujeres compañeras por su reacción a esa estadística. Su reacción me pilló a mí y mi ingenuidad por sorpresa. Su reacción: “¡El 80% resulta, con mucho, demasiado bajo; es todo! Rara es la mujer que anda por el mundo sin experimentar alguna forma de acoso sexual en su vida”. Dada esta perspectiva, la paranoia expresada en el aparcamiento de ninguna manera parecía sin sentido.
Algo más, también: Yendo más lejos en mi reflexión sobre esto, empecé a ver más claramente la distancia entre el instinto natural y la empatía de la madurez. La naturaleza nos da instintos poderosos que nos sirven bien, hasta cierto punto. Son inherentemente auto-protectores, egoístas, aun cuando contienen en sí una cierta cantidad de empatía natural. El instinto puede ser a veces maravillosamente simpático. Por ejemplo, estamos naturalmente inclinados a acercarnos a un niño desamparado, un pájaro herido o un gatito perdido. Pero lo que nos atrae a ellos, aunque resulte sutil, es siempre el auto-interés. Al final del día, nuestro acercamiento a ellos nos hace sentirnos mejores, y su desamparo no afirma en absoluto ninguna amenaza para nosotros. El instinto natural puede ser bastante empático cuando no es amenazado de ninguna manera.
Pero la situación cambia, y muy rápidamente, cuando se percibe cualquier clase de amenaza, cuando -para decirlo metafóricamente- algo o alguien “está en tu cara”. Entonces, nuestra natural empatía se cierra de golpe como una puerta-trampa, nuestra cordialidad se torna fría y todos instintos de nuestro interior elevan su auto-interesada cabeza y voz. Eso es lo que sentí en el aparcamiento del partido de fútbol.
Y entonces, el peligro consiste en confundir esos sentimientos con una verdad más grande de la situación y con la cuestión de quiénes somos en realidad y qué es aquello en lo que de hecho creemos. En ese punto, el instinto natural ya no nos sirve bien; y, en verdad, ya no es protector de nuestro bien a largo plazo. Lo que para nosotros es bueno a largo plazo está, en ese momento, escondido de nuestros instintos. En momentos como este, estamos llamados a una empatía más allá de cualesquiera sentimientos de haber estado desdeñados y más allá de ideologías que podemos apoyar para justificar nuestra indignación: “¡Esto es la corrección política (de la derecha o la izquierda) que va loca! ¡Esto es una aberración!
Nuestros sentimientos son importantes y necesitan ser conocidos y honrados, pero nosotros somos siempre más que nuestros sentimientos. Estamos llamados a ir más allá del instinto, a la empatía: a suplicar que pronto llegue el día en que estas dos mujeres, y sus hijas y nietas, no sientan ya ninguna amenaza en un aparcamiento.