Tenemos esta rara idea de que podemos encontrar especial gozo y placer
empujando las cosas más allá de sus límites normales. Pero hay en esto
un pequeño y precioso placer verdadero. El mejor disfrute consiste en
conectar con otros más profundamente, en sentir nuestras vidas
expandidas y en experimentar el amor y la jovialidad de un modo
especial. Pero eso no sucede en un devaneo. De ahí que nuestras
celebraciones son generalmente seguidas por una resaca física y
emocional. ¿Por qué? ¿Por qué resulta tan difícil hacer una auténtica
celebración?
Quizás la razón principal sea que nosotros luchamos congénitamente para disfrutar simplemente de las cosas, para tomar simplemente la vida, el placer, el amor y el disfrute como generosos y gratuitos regalos de Dios, puros y simples. No es que carezcamos de esta capacidad para esto. Dios nos ha hecho este regalo. Más en cuestión está el hecho de que nuestra capacidad para disfrutar está mezclada frecuentemente con iniciados sentimientos de culpa por experimentar placer (y cuanto mayor es el placer tanto más profundo es nuestro sentimiento de culpa). Entre otras cosas, a causa de esto, con frecuencia luchamos por gozar de lo que legítimamente nos es dado por Dios, porque, consciente o inconscientemente, sentimos que nuestra experiencia de placer es de alguna manera “robarle a Dios”. Esta es una inquietud que aflige particularmente a las almas sensibles y morales. De algún modo, en nombre de Dios, luchamos con el fin de darnos total permiso para disfrutar, y esto nos deja propensos al exceso (que es invariablemente un sustituto del auténtico disfrute).
Cualesquiera que sean las razones, luchamos con esto, y así muchos de nosotros vamos por la vida privados de una sana capacidad de gozar y, ya que la naturaleza aún tendrá su camino, acabamos alternando entre el disfrute rebelde (“el placer que le robamos a Dios”, pero del que nos sentimos culpables) y la sumisa disciplina (que hacemos sin mucho agrado). Pero raramente somos capaces de celebrar genuinamente. Raramente encontramos el genuino deleite que buscamos en la vida, y esto nos empuja a una pseudo-celebración, esto es, al exceso. Dicho simplemente, porque luchamos por darnos permiso para gozar, irónicamente tendemos a buscar demasiado el deleite; y, con frecuencia, no del modo adecuado. Confundimos el placer con el deleite, el exceso con el éxtasis, y la extinción de la conciencia con la conciencia realzada. Dado que no podemos gozar simplemente, vamos al exceso, deshacemos nuestros normales límites y confiamos que, borrando nuestra consciencia, lo realzaremos.
Y aun así, tenemos que celebrar. Poseemos una innata necesidad de celebrar, porque ciertos momentos y acontecimientos de nuestras vidas (por ejemplo, un cumpleaños, una boda, una graduación, un compromiso, un éxito, o incluso un funeral) simplemente lo requieren. Requieren ser rodeados de rituales que eleven e intensifiquen su significado y requieren ser compartidos con otros de manera especial y destacada. Lo que dejamos de celebrar dejaremos pronto de apreciar.
Lo mismo se da con algunos de nuestros más profundos momentos cariñosos, bulliciosos y creativos. También ellos requieren ser celebrados: destacados, ampliados y compartidos con otros. Tenemos una indomable necesidad de celebrar; eso es bueno. Verdaderamente, la necesidad de éxtasis está conectada con nuestro mismo ADN. Pero el éxtasis es conciencia realzada, no conciencia borrada. La celebración debe intensificar nuestra conciencia, no amortiguarla. El objeto de la celebración es destacar ciertos acontecimientos y sentimientos como para compartirlos con otros de manera extraordinaria. Pero, dados nuestros malentendidos acerca de la celebración, generalmente hacemos pseudo-celebración, esto es, extralimitamos las cosas hasta un punto en que llevamos fuera de la igualdad nuestra conciencia y nuestra conciencia de la ocasión.
Tenemos mucho que vencer en nuestra lucha por llegar a una genuina celebración. Aún necesitamos aprender que el elevado disfrute no se encuentra en el exceso, una comunidad más profunda no se encuentra en la intimidad negligente, y la conciencia realzada no se encuentra en un loco adormecimiento de nuestra conciencia. Hasta que aprendamos esa lección, mayormente caminaremos a casa tambaleándonos, más vacíos, más cansados y más solos que antes de la fiesta. Una resaca es un signo seguro de que, en algún lugar de nuestro camino de vuelta, perdimos una señal. Luchamos por saber cómo celebrar, pero debemos continuar intentándolo.
Jesús vino y declaró una fiesta de boda, una celebración, en el centro de la vida. Ellos lo crucificaron no por ser demasiado asceta, sino porque nos dijo que deberíamos gozar de nuestras vidas, asegurándonos que Dios y la vida nos darán más bondad y disfrute de lo que podemos soportar, si podemos aprender a recibirlos con la debida reverencia y sin el indebido temor.
Quizás la razón principal sea que nosotros luchamos congénitamente para disfrutar simplemente de las cosas, para tomar simplemente la vida, el placer, el amor y el disfrute como generosos y gratuitos regalos de Dios, puros y simples. No es que carezcamos de esta capacidad para esto. Dios nos ha hecho este regalo. Más en cuestión está el hecho de que nuestra capacidad para disfrutar está mezclada frecuentemente con iniciados sentimientos de culpa por experimentar placer (y cuanto mayor es el placer tanto más profundo es nuestro sentimiento de culpa). Entre otras cosas, a causa de esto, con frecuencia luchamos por gozar de lo que legítimamente nos es dado por Dios, porque, consciente o inconscientemente, sentimos que nuestra experiencia de placer es de alguna manera “robarle a Dios”. Esta es una inquietud que aflige particularmente a las almas sensibles y morales. De algún modo, en nombre de Dios, luchamos con el fin de darnos total permiso para disfrutar, y esto nos deja propensos al exceso (que es invariablemente un sustituto del auténtico disfrute).
Cualesquiera que sean las razones, luchamos con esto, y así muchos de nosotros vamos por la vida privados de una sana capacidad de gozar y, ya que la naturaleza aún tendrá su camino, acabamos alternando entre el disfrute rebelde (“el placer que le robamos a Dios”, pero del que nos sentimos culpables) y la sumisa disciplina (que hacemos sin mucho agrado). Pero raramente somos capaces de celebrar genuinamente. Raramente encontramos el genuino deleite que buscamos en la vida, y esto nos empuja a una pseudo-celebración, esto es, al exceso. Dicho simplemente, porque luchamos por darnos permiso para gozar, irónicamente tendemos a buscar demasiado el deleite; y, con frecuencia, no del modo adecuado. Confundimos el placer con el deleite, el exceso con el éxtasis, y la extinción de la conciencia con la conciencia realzada. Dado que no podemos gozar simplemente, vamos al exceso, deshacemos nuestros normales límites y confiamos que, borrando nuestra consciencia, lo realzaremos.
Y aun así, tenemos que celebrar. Poseemos una innata necesidad de celebrar, porque ciertos momentos y acontecimientos de nuestras vidas (por ejemplo, un cumpleaños, una boda, una graduación, un compromiso, un éxito, o incluso un funeral) simplemente lo requieren. Requieren ser rodeados de rituales que eleven e intensifiquen su significado y requieren ser compartidos con otros de manera especial y destacada. Lo que dejamos de celebrar dejaremos pronto de apreciar.
Lo mismo se da con algunos de nuestros más profundos momentos cariñosos, bulliciosos y creativos. También ellos requieren ser celebrados: destacados, ampliados y compartidos con otros. Tenemos una indomable necesidad de celebrar; eso es bueno. Verdaderamente, la necesidad de éxtasis está conectada con nuestro mismo ADN. Pero el éxtasis es conciencia realzada, no conciencia borrada. La celebración debe intensificar nuestra conciencia, no amortiguarla. El objeto de la celebración es destacar ciertos acontecimientos y sentimientos como para compartirlos con otros de manera extraordinaria. Pero, dados nuestros malentendidos acerca de la celebración, generalmente hacemos pseudo-celebración, esto es, extralimitamos las cosas hasta un punto en que llevamos fuera de la igualdad nuestra conciencia y nuestra conciencia de la ocasión.
Tenemos mucho que vencer en nuestra lucha por llegar a una genuina celebración. Aún necesitamos aprender que el elevado disfrute no se encuentra en el exceso, una comunidad más profunda no se encuentra en la intimidad negligente, y la conciencia realzada no se encuentra en un loco adormecimiento de nuestra conciencia. Hasta que aprendamos esa lección, mayormente caminaremos a casa tambaleándonos, más vacíos, más cansados y más solos que antes de la fiesta. Una resaca es un signo seguro de que, en algún lugar de nuestro camino de vuelta, perdimos una señal. Luchamos por saber cómo celebrar, pero debemos continuar intentándolo.
Jesús vino y declaró una fiesta de boda, una celebración, en el centro de la vida. Ellos lo crucificaron no por ser demasiado asceta, sino porque nos dijo que deberíamos gozar de nuestras vidas, asegurándonos que Dios y la vida nos darán más bondad y disfrute de lo que podemos soportar, si podemos aprender a recibirlos con la debida reverencia y sin el indebido temor.