Hay varios lenguajes en un lenguaje, y unos hablan más profundamente que otros.
Hace treinta años, el educador estadounidense Allan Bloom escribió un libro titulado El cierre de la mente estadounidense. Esta fue su tesis: Hoy nuestro lenguaje está viniendo a ser más empírico y unidimensional que nunca, y exento de profundidad. Esto -opina- está cerrando nuestras mentes al trivializar nuestras experiencias.
Veinte años antes, en un ensayo más bien provocador, El triunfo de lo terapéutico, Philip Rieff ya había sugerido lo mismo. Para Rieff, vivimos nuestras vidas bajo una cierta “cerca simbólica” esto es, en un lenguaje y una serie de conceptos por los que interpretamos nuestra experiencia. Y esa cerca puede ser alta o baja. Podemos entender nuestra experiencia en un lenguaje y serie de conceptos que nos hace creer que las cosas son muy significativas, o que son bastante superficiales y no precisamente muy significativas. La experiencia es rica o superficial,según el lenguaje en el que la interpretamos.
Por ejemplo: Imagínate a un hombre con dolor de espalda que va a su médico. El médico le dice que sufre de artritis. Esto le produce algo de calma. Ahora sabe lo que le inquieta. Pero no está satisfecho, y va a un psicólogo. El psicólogo le dice que sus síntomas no son sólo físicos sino que también sufre de crisis de mediana edad. Esto le proporciona una comprensión más rica de su dolor. Pero aún está insatisfecho, y va a un director espiritual. El director espiritual, aun sin negarle la artritis y la crisis de mediana edad, le dice que este dolor es de hecho su Getsemaní, su cruz que debe llevar. Date cuenta de que los tres diagnósticos hablan del mismo dolor pero que cada uno lo sitúa bajo una diferente cerca simbólica.
El trabajo de personas tales como Carl Jung, James Hillman y Thomas Moore nos han ayudado a entender más explícitamente cómo hay un lenguaje que toca el alma más profundamente.
Por ejemplo: Vemos el lenguaje del alma, entre otros lugares, en algunos de nuestros grandes mitos y cuentos de hadas, muchos de ellos con siglos de antigüedad. Su aparente simplicidad desenmascara una profundidad que desarma. Por ofrecer sólo un ejemplo, toma el cuento de Cinderella (Cenicienta). Lo primero que debes advertir es que el nombre, Cinderella, no es un nombre real sino compuesto de dos palabras: Cinder, que significa ceniza, y Puella, que significa niña joven. Esto no es un simple cuento de hadas sobre una chica solitaria y abatida. Es un mito que destaca una dinámica universal, paradójica y pascual que experimentamos en nuestras vidas, donde, antes de que estés preparada para llevar la zapatilla de cristal, ser la belleza de la pelota, casarte con el príncipe y vivir felizmente para siempre, debes primero pasar algún tiempo prerrequerido sentada en la ceniza, sufriendo la humillación y siendo purificada durante ese tiempo en el polvo.
Observa cómo esta historia habla a su propio modo de lo que en la espiritualidad cristiana llamamos “cuaresma”, un tiempo de penitencia en el que nos marcamos con ceniza a fin de entrar en un espacio ascético para prepararnos a la especie de gozo que (por razones que sólo conocemos intuitivamente) sólo puede ser tenido después de un tiempo de renunciamiento y sublimación. Cinderella es una historia que proyecta una cierta luz en la profundidad de nuestras almas. Muchos de nuestros famosos mitos hacen eso.
Sin embargo, ningún mito proyecta más profundamente una luz en el alma que como lo hace la escritura. Su lenguaje y símbolos dan nombre a nuestra experiencia de un modo que nos ayuda a carptar la genuina profundidad en nuestras propias experiencias.
Así pues, hay dos maneras de entendernos: Podemos estar confundidos o podemos estar en el vientre de la ballena. Podemos estar desamparados ante una adicción o podemos estar poseídos por un demonio. Podemos titubear entre el gozo y la depresión o podemos alternar entre estar con Jesús ‘en Galilea’ o con él en ‘Jerusalén’. Podemos estar paralizados como nos situamos ante la globalización o podemos detenernos con Jesús en las fronteras de Samaria, en una nueva conversación con una mujer pagana. Podemos estar luchando con fidelidad por guardar nuestros compromisos o podemos detenernos con Josué ante Dios, recibiendo instrucciones para eliminar a los cananeos, de manera que nos mantengamos en la Tierra Prometida. Podemos estar sufriendo de artritis o podemos estar sudando sangre en el huerto de Getsemaní. El lenguaje que usamos para entender una experiencia define lo que la experiencia significa para nosotros.
Al final, podemos tener un empleo o podemos tener una vocación; podemos estar perdidos o podemos estar pasando nuestros 40 días en el desierto; podemos estar amargamente frustrados o podemos estar meditando con María; podemos estar trabajando como esclavos por un cheque de pago o podemos estar construyendo una catedral. El significado depende mucho del lenguaje.
Hace treinta años, el educador estadounidense Allan Bloom escribió un libro titulado El cierre de la mente estadounidense. Esta fue su tesis: Hoy nuestro lenguaje está viniendo a ser más empírico y unidimensional que nunca, y exento de profundidad. Esto -opina- está cerrando nuestras mentes al trivializar nuestras experiencias.
Veinte años antes, en un ensayo más bien provocador, El triunfo de lo terapéutico, Philip Rieff ya había sugerido lo mismo. Para Rieff, vivimos nuestras vidas bajo una cierta “cerca simbólica” esto es, en un lenguaje y una serie de conceptos por los que interpretamos nuestra experiencia. Y esa cerca puede ser alta o baja. Podemos entender nuestra experiencia en un lenguaje y serie de conceptos que nos hace creer que las cosas son muy significativas, o que son bastante superficiales y no precisamente muy significativas. La experiencia es rica o superficial,según el lenguaje en el que la interpretamos.
Por ejemplo: Imagínate a un hombre con dolor de espalda que va a su médico. El médico le dice que sufre de artritis. Esto le produce algo de calma. Ahora sabe lo que le inquieta. Pero no está satisfecho, y va a un psicólogo. El psicólogo le dice que sus síntomas no son sólo físicos sino que también sufre de crisis de mediana edad. Esto le proporciona una comprensión más rica de su dolor. Pero aún está insatisfecho, y va a un director espiritual. El director espiritual, aun sin negarle la artritis y la crisis de mediana edad, le dice que este dolor es de hecho su Getsemaní, su cruz que debe llevar. Date cuenta de que los tres diagnósticos hablan del mismo dolor pero que cada uno lo sitúa bajo una diferente cerca simbólica.
El trabajo de personas tales como Carl Jung, James Hillman y Thomas Moore nos han ayudado a entender más explícitamente cómo hay un lenguaje que toca el alma más profundamente.
Por ejemplo: Vemos el lenguaje del alma, entre otros lugares, en algunos de nuestros grandes mitos y cuentos de hadas, muchos de ellos con siglos de antigüedad. Su aparente simplicidad desenmascara una profundidad que desarma. Por ofrecer sólo un ejemplo, toma el cuento de Cinderella (Cenicienta). Lo primero que debes advertir es que el nombre, Cinderella, no es un nombre real sino compuesto de dos palabras: Cinder, que significa ceniza, y Puella, que significa niña joven. Esto no es un simple cuento de hadas sobre una chica solitaria y abatida. Es un mito que destaca una dinámica universal, paradójica y pascual que experimentamos en nuestras vidas, donde, antes de que estés preparada para llevar la zapatilla de cristal, ser la belleza de la pelota, casarte con el príncipe y vivir felizmente para siempre, debes primero pasar algún tiempo prerrequerido sentada en la ceniza, sufriendo la humillación y siendo purificada durante ese tiempo en el polvo.
Observa cómo esta historia habla a su propio modo de lo que en la espiritualidad cristiana llamamos “cuaresma”, un tiempo de penitencia en el que nos marcamos con ceniza a fin de entrar en un espacio ascético para prepararnos a la especie de gozo que (por razones que sólo conocemos intuitivamente) sólo puede ser tenido después de un tiempo de renunciamiento y sublimación. Cinderella es una historia que proyecta una cierta luz en la profundidad de nuestras almas. Muchos de nuestros famosos mitos hacen eso.
Sin embargo, ningún mito proyecta más profundamente una luz en el alma que como lo hace la escritura. Su lenguaje y símbolos dan nombre a nuestra experiencia de un modo que nos ayuda a carptar la genuina profundidad en nuestras propias experiencias.
Así pues, hay dos maneras de entendernos: Podemos estar confundidos o podemos estar en el vientre de la ballena. Podemos estar desamparados ante una adicción o podemos estar poseídos por un demonio. Podemos titubear entre el gozo y la depresión o podemos alternar entre estar con Jesús ‘en Galilea’ o con él en ‘Jerusalén’. Podemos estar paralizados como nos situamos ante la globalización o podemos detenernos con Jesús en las fronteras de Samaria, en una nueva conversación con una mujer pagana. Podemos estar luchando con fidelidad por guardar nuestros compromisos o podemos detenernos con Josué ante Dios, recibiendo instrucciones para eliminar a los cananeos, de manera que nos mantengamos en la Tierra Prometida. Podemos estar sufriendo de artritis o podemos estar sudando sangre en el huerto de Getsemaní. El lenguaje que usamos para entender una experiencia define lo que la experiencia significa para nosotros.
Al final, podemos tener un empleo o podemos tener una vocación; podemos estar perdidos o podemos estar pasando nuestros 40 días en el desierto; podemos estar amargamente frustrados o podemos estar meditando con María; podemos estar trabajando como esclavos por un cheque de pago o podemos estar construyendo una catedral. El significado depende mucho del lenguaje.