Yo hago esta pregunta con frecuencia porque en el curso de mi propia vida ha habido una mengua sin precedentes en el número de personas que acuden a la iglesia con regularidad; y, más recientemente, un aumento igualmente sin precedentes en el número de personas que declaran haber perdido su fe completamente y ahora están clasificadas bajo la categoría religiosa de “ninguna”.
Este último grupo (personas que, cuando se les pregunta sobre su afiliación religiosa en un formulario de censo, responden con la palabra ninguna), se ha doblado esencialmente en los últimos veinte años; y hoy, en Canadá y USA, suman más del 30% de la población. Los números son casi los mismos para Europa occidental y otras partes del mundo secularizadas.
Pero ¿de verdad han perdido su fe estas personas? Cuando usan la palabra “ninguna” para referirse a sus creencias religiosas, generalmente explican eso con frases en este sentido: ¡Ya no creo más! ¡Ya nada tiene sentido para mí! ¡He perdido la fe en la religión y en la iglesia! ¡No puedo fingir por más tiempo! ¡He perdido mi fe en esas creencias! ¡No estoy seguro de si creo en Dios o no!
Lo que es común a todas estas frases es el concepto de “creer” o “creencia”: ¡Ya no lo creo más! Pero ¿es lo mismo dejar de creer en algo que perder la propia fe? No necesariamente. Una cosa puede ser no creer más en algo, pero otra cosa muy diferente perder la propia fe. Dejar de creer en una serie de proposiciones de fe no equivale necesariamente a perder la propia fe. Ciertamente, la pérdida del sistema de la propia creencia es con frecuencia la condición para purificar la fe.
¿Qué diferencia hay entre creencia y fe? En el lenguaje normal y de cada día, decir que creemos que algo es verdadero significa que podemos ajustar esa verdad con nuestra imaginación, esto es, podemos circunscribirla de alguna manera imaginativamente, de modo que tenga sentido para nosotros. A la inversa, si no podemos imaginarnos cómo algo podría tener sentido, entonces eso es un simple paso para decir que eso no es verdad. Nuestras creencias se afirman sobre lo que podemos cuadrar con nuestra imaginación y nuestro pensar.
Pero muchos de los objetos de nuestra fe son, en esencia y por definición, inimaginables, inefables y están más allá de nuestra conceptualización. De aquí que, en el área de nuestra fe, decir que no puedo creer esto o aquello es generalmente más un indicio de la limitación de nuestra imaginación y nuestros poderes racionales que indicio de la falta de fe. Creo que somos mucho más agnósticos acerca de nuestras creencias que acerca de Dios, y esto no es una falta de fe.
La fe es más profunda que la creencia, y no es siempre algo que podamos representar imaginativamente en nuestras mentes. Tomad, por ejemplo, algunos de los artículos del Credo de los Apóstoles: Es imposible imaginarlos como verdaderos en el sentido de imaginarlos como reales. Son reales, pero nuestras imágenes de ellos son sólo iconos. Eso es verdad también de muchos artículos de nuestro credo cristiano y de muchas de nuestras doctrinas escritas de fe. Como se ha dicho, son meramente imágenes y palabras que nos apuntan hacia algo que no podemos imaginar porque está más allá de nuestra imaginación.
Por ejemplo, lo primero que siempre se necesita decir sobre Dios es que Dios es inefable, esto es, Dios está más allá de toda conceptualización, más allá de todas nuestras imaginaciones, más allá de ser representado, más allá de ser captado de alguna manera adecuada por el lenguaje. Esto es también verdad para nuestra comprensión de Cristo como Segunda Persona de la Trinidad. Jesús era hijo de Dios, pero ¿cómo puede ser eso imaginado o representado? No puede ser. ¿Cómo puede Dios, que es uno, ser tres? Esto no es matemáticas; es misterio, algo que no puede ser circunscrito imaginativamente. No obstante, lo creemos, y millones y millones de personas durante dos mil años han arriesgado sus vidas y sus almas por su verdad sin ser capaces de representarlo imaginativamente. La fe es un conocimiento de algo que, por su magnitud e infinidad, no puede ser expresado adecuadamente en relación a una idea imaginativa. Nuestras palabras sobre ella expresan nuestras creencias, y esas palabras apuntan a la realidad, pero no son la realidad.
Rechazar una pieza específica de arte no significa que rechacemos la belleza. Así, cuando uno dice Ya no puedo creer esto por más tiempo, está, en efecto, rechazando una serie de proposiciones, una serie de iconos particulares y una teoría del arte (la teología), más bien que rechazando de hecho la creencia en Dios, y lo está rechazando precisamente porque no puede representar imaginativamente algo que de hecho no puede ser expresado.
Se ha dicho que el ateo es justamente otro nombre para alguien que no puede lograr la metáfora. Tal vez eso es demasiado simple, pero sí sugiere que rechazar una serie de proposiciones teológicas no es lo mismo que perder la propia fe.
Ron Rolheiser (Trad. Benjamin Elcano, cmf) - Lunes, 29 de mayo de 2017
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