Fuente:
Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano) -
El miedo es el latido del impotente. Así escribe Cor de Jonghe. Nosotros podemos lidiar con casi todo, excepto con el miedo.
La escritora espiritual belga Bieke Vandekerckhove, en un excelente libro, El sabor del silencio, trató muy sinceramente sobre los demonios que la acosaron mientras afrontaba una enfermedad terminal a la edad de diecinueve años. Eligió tres demonios particulares que la atormentaron mientras se enfrentaba a la probabilidad de la muerte, tristeza, ira y miedo, e indicó que podemos luchar más fácilmente con los dos primeros, la tristeza y la ira, de lo que podemos luchar con el tercero, el miedo. Aquí está su pensamiento:
La tristeza puede ser maniobrada por medio de las lágrimas, por medio de la pena. La tristeza nos llena como un vaso de agua, pero un vaso puede ser vaciado. Las lágrimas pueden disipar la tristeza de su mordisco. Sin duda, todos nosotros hemos experimentado la liberación, la catarsis que puede venir por medio de las lágrimas. Las lágrimas pueden ablandar el corazón y quitar el amargor de la tristeza, aun cuando permanezca su peso. La tristeza, sin importar lo pesada que sea, tiene una válvula de escape. La ira también. La ira puede ser expresada, y su misma expresión ayuda a relajarla de modo que salga de nosotros. De esto, sin duda, también hemos tenido experiencia. La precaución, por supuesto, es que, expresando ira y dándole desahogo, necesitamos tener cuidado de no herir a otros, que es el peligro de siempre cuando tratamos con la ira. Con la ira, tenemos muchos escapes: Podemos gritar con rabia, percutir el tambor, golpear una bolsa, decir palabrotas, hacer ejercicio físico hasta quedarnos exhaustos, aplastar algún mueble, proferir amenazas asesinas y bramar por incontables cosas. Esto no es necesariamente racional, y algunas de estas cosas no son necesariamente morales, pero ofrecen algún desahogo. Tenemos medios para luchar con la ira.
El miedo, por otro lado, no tiene tales válvulas de escape. Las más de las veces, no hay nada que podamos hacer para aligerarlo o desprendernos de él. El miedo nos paraliza, y esta parálisis es la verdadera cosa que nos roba la fuerza que necesitaríamos para combatirlo. Podemos percutir un tambor, gritar malas palabras o llorar lágrimas, pero el miedo permanece. Además, a diferencia de la ira, el miedo no puede ser descargado en ningún otro, aun cuando a veces lo intentemos, por víctima inocente. Pero, al fin, esto no funciona. El objeto de nuestro miedo no se va simplemente porque nosotros queramos que se vaya. El miedo sólo puede ser sufrido. Tenemos que vivir con él hasta que él se aleje por sí mismo. A veces, como el Libro de las Lamentaciones señala, todo lo que podemos hacer es poner nuestra boca en el polvo y esperar. Con el miedo, a veces todo lo que podemos hacer es sobrellevarlo con paciencia.
¿Qué lección hay en esto?
En sus memorias, la poetisa rusa Anna Akhmatova relata un encuentro que tuvo una vez con otra mujer, mientras las dos esperaban fuera de una prisión rusa. Sus respectivos esposos habían sido puestos en prisión por Stalin, y ambas estaban allí para llevar cartas y paquetes a sus esposos, de igual manera como estaban algunas otras mujeres. Pero la escena venía a ser como algo sacado de la literatura existencial del absurdo. La situación era grotesca. Primero, las mujeres estaban sin saber si sus esposos aún estaban vivos y también desconocían si los guardas darían alguna vez a esos esposos suyos las cartas y paquetes que ellas dejaban. Además, los guardas, sin ninguna razón, las hacían esperar durante horas en la nieve y el frío antes de recoger sus cartas y paquetes, y a veces ni siquiera recibían a las mujeres. No obstante, cada semana, a pesar de lo absurdo de esto, las mujeres volvían, esperaban en la nieve, aceptaban esta injusticia, hacían vigilia y trataban de llevar cartas y paquetes a sus esposos presos. Una mañana, mientras ellas estaban aguardando, aparentemente sin ningún fin a la vista, una de las mujeres reconoció Akhmatova y le dijo: “Eh, tú eres una poetisa.¿Puedes decirme qué está pasando aquí?” Akhmatova miró a la mujer y respondió: “Sí, puedo”. Y entonces algo como una sonrisa se cruzó entre ellas.
¿Por qué la sonrisa? Simplemente, para poder dar el nombre de algo, sin importar qué absurdo o injusto es, sin importar nuestra incapacidad de cambiarlo, es para estar algún tanto libre de ello, más aún, trascendente de alguna manera. Llamar a algo correctamente es librarnos en cierto modo de su dominación. Por eso los regímenes totalitarios temen a los artistas, escritores, críticos religiosos, periodistas y profetas. Dan nombre a las cosas. Esa es finalmente la función de la profecía. Los profetas no predicen el futuro, nombran correctamente el presente. A Richard Rohr le gusta decir: No todo puede ser fijado o curado, pero todo debería ser llamado correctamente. James Hillman tiene su propio modo de pensar esto. Sugiere que un síntoma sufre máximamente cuando no sabe a dónde pertenece.
Esto puede resultar útil tratando del miedo en nuestras vidas. El miedo puede volvernos impotentes. Pero, llamando a eso correctamente, reconocer a dónde pertenece ese síntoma y qué impotentes nos deja, puede ayudarnos a vivir con él, sin tristeza ni ira.