Pero esto no es exclusivo de los fieles practicantes. Es parte de la lucha universal por crecer sin amargura ni ira. Pasamos la primera mitad de nuestras vidas luchando con el sexto mandamiento, y la última mitad luchando con el quinto: ¡No matarás! Mucho antes de que uno sea abatido por una pistola, es abatido por una palabra, y antes de ser abatido por una palabra, es abatido por un pensamiento. Todos nosotros alimentamos pensamientos asesinos: ¿Quién se piensa que es ése? Y se hace más y más duro no pensarlos conforme vamos creciendo.
Crecer sin amargura ni ira es de hecho, psicológica y espiritualmente, nuestra batalla final. La gran psicóloga suiza Alice Miller sugiere que la tarea primaria de la segunda mitad de la vida es la del luto, luto por nuestras heridas para no hacernos amargados ni iracundos. Tenemos que mostrar pesar -dice- hasta que nuestros verdaderos fundamentos se conmuevan; de otra manera nuestras heridas desapesadumbradas nos dejarán para siempre propensos a la amargura, ira y juicios indiferentes.
Al fin del día hay un solo imperativo espiritual que permanece: No estamos destinados a morir en ira y amargura. Y así, conforme crecemos, podemos reducir nuestro vocabulario a una sola palabra: Perdonar, perdonar, perdonar. Sólo el perdón puede salvarnos de la amargura y la ira.
Verdaderamente, hay pocos textos del Evangelio tan aleccionadores como el pasaje evangélico del hijo pródigo. Como los buenos comentarios sobre este texto se afanan en señalar, el personaje central de esta historia no es el hijo pródigo sino el padre, y el mensaje central del texto es su supergenerosa misericordia. Él es un padre que trata de tener a sus dos hijos en su casa (siendo su casa una imagen del cielo). Pero el hijo más pequeño está, por largo tiempo, fuera de casa por debilidad, mientras el mayor está tan manifiestamente fuera de casa por una amargura y una ira que ha agriado su fidelidad. A diferencia del padre, que está agradecido y gozoso porque su hijo descarriado ha vuelto a casa, el hermano mayor está furioso y amargado de que el padre no ha negado su misericordia y de que a su errante hermano no le castigó primero ni hizo cumplir ciertas condiciones antes de que le diera la bienvenida en su vuelta a casa.
Actualmente, hay un hermano mayor de esta condición en todos nosotros. Lo vemos, por ejemplo, en la fuerte resistencia que muchos cristianos, admirablemente fieles y practicantes, expresan a propósito de cierta gente que recibe la comunión en la Eucaristía. Por supuesto, hay aquí legítimas cuestiones eclesiales, relacionadas con el foro público y el escándalo, que necesitan ser resueltas, como trató de hacer el reciente Sínodo sobre la Vida y la Familia. Pero ese sínodo también destacó la resistencia que muchos sienten hacia las personas que ellos consideran indignas de recibir la comunión en la Eucaristía.
Al margen de las cuestiones eclesiales que dan color a esto, aquellos de nosotros que luchamos con algunos otros que van a la comunión deberíamos, sin embargo, preguntarnos: ¿Por qué me incomoda esto? ¿Por qué estoy molesto de que otro se acerque a comulgar? ¿Cuál es de hecho la razón de mi resistencia? ¿Qué podría estar diciendo esto de mí? ¿Está mi corazón lo bastante comprensivo y maduro, justamente ahora, para ir al cielo, para sentarme a la mesa del banquete con todos?
¿Tengo el coraje y la humildad de hacerme esta pregunta: No soy semejante al hermano mayor que se queda fuera de la casa, amargado de que alguien que parece indigno reciba el amor y la bendición del Padre?
Pero necesitamos preguntarnos eso con actitud comprensiva. No somos malas personas; resulta sólo que cierta moralización amarga es un riesgo profesional para nosotros. Sin embargo, necesitamos preguntarnos estas duras cuestiones, por nuestro propio bien, no sea que, ciegos a nosotros mismos, vengamos a ser el hermano mayor del hijo pródigo.
Paradójica, irónica, extrañamente, pero podemos ser cristianos fieles, moralmente rectos, formales, asistentes a la iglesia, que prediquemos el evangelio a otros, y, al mismo tiempo, carguemos dentro de nosotros una ira, amargura e inconsciente envidia de la persona sin moral que nos tiene plantados fuera de la casa de la celebración, impedidos de entrar porque estamos enojados de lo amplio e indiscriminante que es el abrazo de nuestro propio Dios.
Pero esa debilidad y bipolaridad ya han sido tomadas en cuenta. La historia del Hijo Pródigo acaba, no con el gozo del padre por el retorno de su hijo pecador, sino con el padre a la puerta de la casa, rogando amablemente a su hijo mayor que deponga su amargura y entre a la fiesta. No sabemos cómo acaba esa historia, pero, dados el celoso amor y la infinita paciencia de Dios, hay poca razón para dudar de que al fin el hermano mayor entrara a casa y se sentara a la mesa con su hermano pródigo.
Ron Rolheiser (Trad. Benjamin Elcano, cmf) - Lunes, 13 de febrero de 2017
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