La
verdadera tragedia del pecado es que, con frecuencia, aquel contra el
que se peca se convierte al fin en pecador, infligiendo a otros lo que
primero le infligieron a él. Hay algo perverso en nosotros, por lo cual,
cuando pecan contra nosotros, tendemos a absorber el pecado, junto con
la enfermedad de la que emanó, y luego combatir para no actuar de esa
misma manera enferma. El triunfo final del pecado es que, siendo
ofendidos primero, nos convertimos frecuentemente en pecadores.
Vemos esto, de una forma elemental, en los efectos que ciertas novatadas sádicas tienen sobre aquellos que las padecen. Desde equipos de fútbol de bachillerato hasta sociedades femeninas universitarias y ciertas escuelas de entrenamiento militar, vemos novatadas sádicas usadas como formas de iniciación. Lo interesante es que aquellos que las padecen generalmente no pueden esperar a su vez para infligirlas a algún otro. Padecido algún sadismo, algo sádico surge en ellos.
Existe un axioma en ciertas escuelas de psicología que refiere que todo abusador fue antes abusado. En la mayoría de los casos, eso es verdad. El acosador escolar fue antes acosado, el sádico fue antes víctima del sadismo, y el amargado competidor alienado (al que arrogantemente etiquetamos de “perdedor”) fue antes groseramente excluido. ¿Qué produce un competidor desconocido? ¿Qué produce una persona sádica? De verdad, ¿qué produce un asesino de masas? ¿Qué debe haber sucedido al corazón de un hombre para imponerse fatigas militares, tomar un rifle de asalto y empezar a disparar a indefensos niños de escuela?
La enfermedad mental, sin duda, es frecuentemente el factor, pero hay otros factores también, a la mayor parte de los cuales no tenemos el coraje de enfrentarnos honradamente. Nuestro juicio espontáneo sobre el perpetrador de un disparo masivo o el terrorista de un bombardeo se expresa lo más naturalmente así: “¡Espero que se fría en el infierno!” Lo que es erróneo en esa reacción es su fracaso de entender que la persona ya estuvo friéndose en algún infierno privado, y este paso al hecho es una tentativa de salir del infierno o al menos tomar a tanta gente cuanta pueda y llevarla al infierno con él. Lo que el perpetrador de violencia quiere hacer principalmente es arruinar el cielo a otros ya que ellos se sienten injustamente privados de él. Esto no es cierto en todos los sitios, desde luego, ya que la enfermedad mental y el misterio de la libertad humana siempre juegan un papel, pero es bastante cierto para exigirnos una mejor comprensión de por qué cierta gente tiene un corazón amargado y sádico, mientras otros lo tienen bondadoso y amable. ¿Qué es lo que modela un corazón? ¿Qué es lo que hace a uno amargado o bondadoso?
El pecado y la bendición dan forma a un corazón; aquél, deformando, y ésta, sanándolo. El pecado, el nuestro propio no menos que el de cualquier otro, hiere a otros y nos protege de tener que reconocer lo que está enfermo en nosotros porque hemos infligido nuestra enfermedad a algún otro donde actúa haciendo enferma a esa persona. La bendición hace lo contrario. Descarga a otros la enfermedad que había sido infligida injustamente a ellos, ayuda a cambiar su amargura en bondad y alivia la raíz misma de sus heridas.
Y así, necesitamos dejar de clasificar a la gente en “ganadores” y “perdedores”, como si ellos solos fueran responsables de su éxito o fracaso. No lo son. De no muchas Madres Teresas -pienso yo- abusaron traumáticamente siendo niñas. No muchos Sn. Franciscos sufrieron debilitante ridículo de niños, fueron amedrentados en facebook, o avergonzados por su aspecto. La crueldad y la gracia, como refiere Leonard Cohen, nos sobrevienen sin merecerlas. Y luego se graban en nuestras psiques e incluso en nuestros cuerpos. Cómo nos llevamos a nosotros mismos, nuestra postura corporal, cómo brillamos espiritualmente, nuestra auto-confianza, nuestra vergüenza, nuestra gran corazonada, nuestra mezquindad, nuestra capacidad de expresar amor, nuestra resistencia al amor, cuánto bendecimos y cuánto maldecimos… resulta muy accidental sobre cuanto hemos sido inmerecidamente bendecidos o maldecidos, esto es, las diferentes gracias y crueldades inmerecidas que hemos padecido.
Se admite que esto aún está coloreado por el misterio de la libertad humana. Algunas Madres Teresas viene de antecedentes abusivos, y algunos Sn. Franciscos sufrieron la crueldad y la torpeza siendo niños, y aun así vinieron a ser sanadores, uno entre millones, transformando en poderosa gracia sanadora el pecado mismo que sufrieron. Desgraciadamente, ellos son excepción, no la regla; y su grandeza, más que ninguna otra cosa, descansa en su exacta hazaña.
Hay muchos desafíos para nosotros en esto. Primero, no debemos permitir que nuestras emociones nos dominen haciendo ciertos juicios en los que nos gustaría ver a alguien “freírse en el infierno”. Segundo, deberíamos ser mucho menos presumidos y arrogantes a propósito de esos a los que etiquetamos como “perdedores”. Después, necesitamos aprender que quizás el último desafío humano y espiritual es no permitir que lo que sufrimos de los pecados y caídas de otros nos vuelvan amargados de modo que, a su vez, empecemos a infligir ese mismo pecado a otros. Finalmente, y no lo menos, entender más profundamente que aquello que es inmerecido en nuestras vidas debería conducirnos a una gratitud más profunda hacia Dios y hacia todos los que así, inmerecidamente, nos han amado y obsequiado.
Vemos esto, de una forma elemental, en los efectos que ciertas novatadas sádicas tienen sobre aquellos que las padecen. Desde equipos de fútbol de bachillerato hasta sociedades femeninas universitarias y ciertas escuelas de entrenamiento militar, vemos novatadas sádicas usadas como formas de iniciación. Lo interesante es que aquellos que las padecen generalmente no pueden esperar a su vez para infligirlas a algún otro. Padecido algún sadismo, algo sádico surge en ellos.
Existe un axioma en ciertas escuelas de psicología que refiere que todo abusador fue antes abusado. En la mayoría de los casos, eso es verdad. El acosador escolar fue antes acosado, el sádico fue antes víctima del sadismo, y el amargado competidor alienado (al que arrogantemente etiquetamos de “perdedor”) fue antes groseramente excluido. ¿Qué produce un competidor desconocido? ¿Qué produce una persona sádica? De verdad, ¿qué produce un asesino de masas? ¿Qué debe haber sucedido al corazón de un hombre para imponerse fatigas militares, tomar un rifle de asalto y empezar a disparar a indefensos niños de escuela?
La enfermedad mental, sin duda, es frecuentemente el factor, pero hay otros factores también, a la mayor parte de los cuales no tenemos el coraje de enfrentarnos honradamente. Nuestro juicio espontáneo sobre el perpetrador de un disparo masivo o el terrorista de un bombardeo se expresa lo más naturalmente así: “¡Espero que se fría en el infierno!” Lo que es erróneo en esa reacción es su fracaso de entender que la persona ya estuvo friéndose en algún infierno privado, y este paso al hecho es una tentativa de salir del infierno o al menos tomar a tanta gente cuanta pueda y llevarla al infierno con él. Lo que el perpetrador de violencia quiere hacer principalmente es arruinar el cielo a otros ya que ellos se sienten injustamente privados de él. Esto no es cierto en todos los sitios, desde luego, ya que la enfermedad mental y el misterio de la libertad humana siempre juegan un papel, pero es bastante cierto para exigirnos una mejor comprensión de por qué cierta gente tiene un corazón amargado y sádico, mientras otros lo tienen bondadoso y amable. ¿Qué es lo que modela un corazón? ¿Qué es lo que hace a uno amargado o bondadoso?
El pecado y la bendición dan forma a un corazón; aquél, deformando, y ésta, sanándolo. El pecado, el nuestro propio no menos que el de cualquier otro, hiere a otros y nos protege de tener que reconocer lo que está enfermo en nosotros porque hemos infligido nuestra enfermedad a algún otro donde actúa haciendo enferma a esa persona. La bendición hace lo contrario. Descarga a otros la enfermedad que había sido infligida injustamente a ellos, ayuda a cambiar su amargura en bondad y alivia la raíz misma de sus heridas.
Y así, necesitamos dejar de clasificar a la gente en “ganadores” y “perdedores”, como si ellos solos fueran responsables de su éxito o fracaso. No lo son. De no muchas Madres Teresas -pienso yo- abusaron traumáticamente siendo niñas. No muchos Sn. Franciscos sufrieron debilitante ridículo de niños, fueron amedrentados en facebook, o avergonzados por su aspecto. La crueldad y la gracia, como refiere Leonard Cohen, nos sobrevienen sin merecerlas. Y luego se graban en nuestras psiques e incluso en nuestros cuerpos. Cómo nos llevamos a nosotros mismos, nuestra postura corporal, cómo brillamos espiritualmente, nuestra auto-confianza, nuestra vergüenza, nuestra gran corazonada, nuestra mezquindad, nuestra capacidad de expresar amor, nuestra resistencia al amor, cuánto bendecimos y cuánto maldecimos… resulta muy accidental sobre cuanto hemos sido inmerecidamente bendecidos o maldecidos, esto es, las diferentes gracias y crueldades inmerecidas que hemos padecido.
Se admite que esto aún está coloreado por el misterio de la libertad humana. Algunas Madres Teresas viene de antecedentes abusivos, y algunos Sn. Franciscos sufrieron la crueldad y la torpeza siendo niños, y aun así vinieron a ser sanadores, uno entre millones, transformando en poderosa gracia sanadora el pecado mismo que sufrieron. Desgraciadamente, ellos son excepción, no la regla; y su grandeza, más que ninguna otra cosa, descansa en su exacta hazaña.
Hay muchos desafíos para nosotros en esto. Primero, no debemos permitir que nuestras emociones nos dominen haciendo ciertos juicios en los que nos gustaría ver a alguien “freírse en el infierno”. Segundo, deberíamos ser mucho menos presumidos y arrogantes a propósito de esos a los que etiquetamos como “perdedores”. Después, necesitamos aprender que quizás el último desafío humano y espiritual es no permitir que lo que sufrimos de los pecados y caídas de otros nos vuelvan amargados de modo que, a su vez, empecemos a infligir ese mismo pecado a otros. Finalmente, y no lo menos, entender más profundamente que aquello que es inmerecido en nuestras vidas debería conducirnos a una gratitud más profunda hacia Dios y hacia todos los que así, inmerecidamente, nos han amado y obsequiado.