Y en su mayor parte, estuve de acuerdo con él. Yo siento lo mismo. El
actual estado de los asuntos públicos, tanto si te fijas en la apolítica
como en las iglesias, es deprimente, polarizado amargamente y no puede
sino dejarte sintiéndote frustrado y acusando a los que juzgas
responsables de la ceguera, falta de honradez e injusticia que parecen
inexcusables. Pero, aun cuando compartí mucho de su verdad y sus
sentimientos, no compartí donde aterrizó. Aterrizó en el pesimismo y la
ira, aparentemente incapaz de encontrar nada más que indignación en la
que situarse. Acabó también muy negativo en relación a su actitud para
con aquellos a los que les inculpa del problema.
Yo no puedo desdeñar su verdad ni sus sentimientos. Son comprensibles. Pero no me gusta donde aterrizó. La amargura y la ira, al margen de cómo se justifiquen, no son un lugar donde situarse. Jesús y lo que hay de noble en nosotros nos invitan a movernos más allá de la ira y la indignación.
Más allá de la ira, más allá de la indignación y más allá de la crítica justificada de todo lo que es deshonrado e injusto, se halla una invitación a una empatía más profunda. Esta invitación no nos pide dejar de ser proféticos ante lo que es reprochable, sino que nos pide ser proféticos de una manera más profunda. Un profeta, como Daniel Berrigan dijo tan frecuentemente, hace un voto de amor, no de alienación.
Pero esto no es fácil de hacer. Ante la injusticia, la falta de honradez y la ceguera intencionada, todos nuestros instintos naturales luchan contra la empatía. Hasta cierto punto, esto es sano y muestra que aún somos moralmente robustos. Deberíamos sentir ira e indignación ante lo que es censurable. Igualmente es comprensible que también pudiéramos sentir pensamientos algo odiosos y críticos hacia aquellos que consideramos responsables. Eso es un comienzo (un punto inicial bastante sano), pero no es donde deberíamos quedarnos. Somos llamados a movernos hacia algo más profundo, a saber, una empatía a la que previamente no accedimos. La ira profunda invita a la empatía profunda.
En los momentos verdaderamente amargos de nuestras vidas, cuando nos sentimos anonadados por sentimientos de incomprensión, desdén, injusticia y legítima indignación, y estamos mirando a aquellos que consideramos responsables de la situación, la ira y el odio surgirán naturalmente en nosotros. Está bien convivir con ellos por un tiempo (porque la ira es un importante modo de lamentarse) pero, después de un tiempo, necesitamos movernos de allí. El desafío entonces es preguntarnos: ¿Cómo amo ahora, dado todo este odio? ¿A qué me llama el amor ahora en esta amarga situación? ¿Dónde puedo encontrar ahora un hilo común que pueda mantenerme en familia con aquellos con los que estoy airado? ¿Cómo llego a través del espacio que ahora me deja separado por mis propios sentimientos de ira justificados? Y, quizás lo más importante de todo: ¿De dónde puedo lograr ahora la fuerza para no ceder al odio y a la indignación egoísta?
¿Cómo soy llamado a amar ahora? ¿Cómo amo en esta nueva situación? Ese es el desafío. Nunca antes hemos sido llamados a amar en una situación como esta. Nuestra comprensión, empatía, perdón y amor nunca antes han sido probados de este modo. Pero ese es el último desafío moral, la “prueba” a la que Jesús mismo se enfrentó en Getsemaní. ¿Cómo amas cuando todo alrededor de ti te invita a lo contrario?
Casi todos nuestros instintos naturales militan contra esta clase de empatía, como hacen casi todas las cosas que nos rodean. Ante la injusticia, nuestros instintos naturales empiezan espontáneamente, uno por uno, a cerrar las puertas de la confianza y hacernos críticos. Nos invitan también a sentir indignación y odio. Ahora bien, esos sentimientos producen en nosotros una cierta catarsis. Eso da buena sensación. Pero esta clase de sentimiento catártico es una droga que no nos favorece mucho a largo plazo. Necesitamos algo más allá de los sentimientos de amargura y odio para nuestra salud a largo plazo. La empatía es ese algo.
Aun sin negar lo que es censurable ni negar la necesidad de ser proféticos ante todo que es malo, la empatía todavía nos llama a algo posterior a la ira, a la indignación y al odio. Jesús nos dejó claro que, para nosotros y hoy, eso es particularmente lo más necesario en nuestra sociedad, nuestras iglesias y nuestras familias.
Yo no puedo desdeñar su verdad ni sus sentimientos. Son comprensibles. Pero no me gusta donde aterrizó. La amargura y la ira, al margen de cómo se justifiquen, no son un lugar donde situarse. Jesús y lo que hay de noble en nosotros nos invitan a movernos más allá de la ira y la indignación.
Más allá de la ira, más allá de la indignación y más allá de la crítica justificada de todo lo que es deshonrado e injusto, se halla una invitación a una empatía más profunda. Esta invitación no nos pide dejar de ser proféticos ante lo que es reprochable, sino que nos pide ser proféticos de una manera más profunda. Un profeta, como Daniel Berrigan dijo tan frecuentemente, hace un voto de amor, no de alienación.
Pero esto no es fácil de hacer. Ante la injusticia, la falta de honradez y la ceguera intencionada, todos nuestros instintos naturales luchan contra la empatía. Hasta cierto punto, esto es sano y muestra que aún somos moralmente robustos. Deberíamos sentir ira e indignación ante lo que es censurable. Igualmente es comprensible que también pudiéramos sentir pensamientos algo odiosos y críticos hacia aquellos que consideramos responsables. Eso es un comienzo (un punto inicial bastante sano), pero no es donde deberíamos quedarnos. Somos llamados a movernos hacia algo más profundo, a saber, una empatía a la que previamente no accedimos. La ira profunda invita a la empatía profunda.
En los momentos verdaderamente amargos de nuestras vidas, cuando nos sentimos anonadados por sentimientos de incomprensión, desdén, injusticia y legítima indignación, y estamos mirando a aquellos que consideramos responsables de la situación, la ira y el odio surgirán naturalmente en nosotros. Está bien convivir con ellos por un tiempo (porque la ira es un importante modo de lamentarse) pero, después de un tiempo, necesitamos movernos de allí. El desafío entonces es preguntarnos: ¿Cómo amo ahora, dado todo este odio? ¿A qué me llama el amor ahora en esta amarga situación? ¿Dónde puedo encontrar ahora un hilo común que pueda mantenerme en familia con aquellos con los que estoy airado? ¿Cómo llego a través del espacio que ahora me deja separado por mis propios sentimientos de ira justificados? Y, quizás lo más importante de todo: ¿De dónde puedo lograr ahora la fuerza para no ceder al odio y a la indignación egoísta?
¿Cómo soy llamado a amar ahora? ¿Cómo amo en esta nueva situación? Ese es el desafío. Nunca antes hemos sido llamados a amar en una situación como esta. Nuestra comprensión, empatía, perdón y amor nunca antes han sido probados de este modo. Pero ese es el último desafío moral, la “prueba” a la que Jesús mismo se enfrentó en Getsemaní. ¿Cómo amas cuando todo alrededor de ti te invita a lo contrario?
Casi todos nuestros instintos naturales militan contra esta clase de empatía, como hacen casi todas las cosas que nos rodean. Ante la injusticia, nuestros instintos naturales empiezan espontáneamente, uno por uno, a cerrar las puertas de la confianza y hacernos críticos. Nos invitan también a sentir indignación y odio. Ahora bien, esos sentimientos producen en nosotros una cierta catarsis. Eso da buena sensación. Pero esta clase de sentimiento catártico es una droga que no nos favorece mucho a largo plazo. Necesitamos algo más allá de los sentimientos de amargura y odio para nuestra salud a largo plazo. La empatía es ese algo.
Aun sin negar lo que es censurable ni negar la necesidad de ser proféticos ante todo que es malo, la empatía todavía nos llama a algo posterior a la ira, a la indignación y al odio. Jesús nos dejó claro que, para nosotros y hoy, eso es particularmente lo más necesario en nuestra sociedad, nuestras iglesias y nuestras familias.