La
mayoría de nosotros hemos sido educados para creer que tenemos el
derecho a poseer todo lo que nos viene honradamente, tanto por nuestro
propio trabajo como por legítima herencia. Sin importar lo cuantiosa que
pueda ser la riqueza, es nuestra, con tal de que no defraudemos a
ninguno a lo largo del camino. En conjunto, esta creencia ha sido
consagrada en las leyes de nuestros países democráticos y por lo general
creemos que está moralmente sancionada por el Cristianismo. Eso es
parcialmente cierto, y aquí se necesita matizar mucho.
Esta no es de hecho la visión de nuestras escrituras cristianas, ni de las enseñanzas sociales de la Iglesia Católica. No todo lo que adquirimos honradamente a través de nuestro propio y duro trabajo es nuestro sin más. No somos islas y no andamos solos por la vida, como si ser solícitos por el bienestar de otros fuera algo que resultase moralmente opcional. El poeta y ensayista francés Charles Peguy sugirió una vez que, cuando lleguemos a las puertas del cielo, a todos nos preguntarán: “Mais ou sont les autres?” (“Pero ¿dónde están los otros?”). Esta pregunta surge tanto de nuestra humanidad como de nuestra fe. Pero ¿qué hay de los otros? Es una ilusión y una falta en nuestro discipulado pensar que todo lo que podemos poseer a través de nuestro propio y duro trabajo es nuestro por derecho. Pensar de este modo es vivir la vida parcialmente examinada.
Bill Gates Sr., escribiendo en Sojourners hace unos quince años, desafía no sólo a su famoso hijo sino también al resto de nosotros con estas palabras: “La sociedad tiene un enorme derecho sobre las fortunas de los ricos. Esto está enraizado no sólo es la mayoría de las tradiciones religiosas, sino también en una honrada contabilidad de la inversión sustancial de la sociedad al originar un campo fértil para la creación de riqueza. El Judaísmo, el Cristianismo y el Islamismo -todos ellos- afirman el derecho de la posesión individual y propiedad privada, pero hay límites morales impuestos sobre la absoluta posesión privada de la riqueza y la propiedad. Toda tradición afirma que no somos individuos solitarios sino que existimos en comunidad: una comunidad que tiene derechos sobre nosotros. La opinión de que `todo es mío´ es una violación de estas enseñanzas y tradiciones”. El derecho de la sociedad sobre la riqueza individual acumulada “está enraizada en el reconocimiento de la inversión directa e indirecta de la sociedad en el éxito del individuo. En otras palabras, no llegamos allí por nuestra propia cuenta”. (Sojourners, Ene-Feb., 2003).
Nadie llega allí por su propia cuenta; y así, una vez allí, necesita reconocer que lo que ha acumulado es el resultado no sólo de su propio trabajo sino también de la infraestructura de la sociedad entera en la que vive. En consecuencia, lo que ha acumulado no es totalmente suyo, como si su propio y duro trabajo lo hubiera labrado él solo.
Más allá de eso, también hay algo que Benjamin Hales llama “el velo de la opulencia”, lo que nos permite creer ingenuamente que cada uno de nosotros merece todo lo que conseguimos. No es así, dice Hales. Mucha suerte ciega está envuelta en determinar quién logra poseer qué: “El velo de la opulencia” -dice- “insiste en que la gente imagina que los recursos y las oportunidades y los talentos están libremente disponibles para todos, que tales bienes son ampliamente abundantes, que no hay ningún elemento de casualidad o suerte que pueda impactar negativamente a aquellos que luchan por tener éxito pero tristemente fracasan aunque no por su propia culpa. … Eso hace la vista gorda a la adversidad en la que -fijémonos bien- cierta gente nace. Al insistir en que consideremos la política pública desde la perspectiva de lo más ventajoso, el velo de la opulencia oscurece los caprichos de la suerte salvaje. Pero espera; puede ser que estés pensando: ¿Qué supone el mérito? ¿Qué hay de todos esos que han trabajado y se han fatigado y levantado sobre sus botas para mejorar sus vidas y las de sus familias? Esta es una importante pregunta, en verdad. Mucha gente trabaja duramente por su dinero y se merece retener lo que gana. Una respuesta es ofrecida por ambas doctrinas de la justicia. El velo de la opulencia asume que el campo de juego es el nivel, que todas las ganancias son conseguidas justamente, que no hay adversidad cósmica. Al hacerlo así, es parcial a la fortuna. … Es una ilusión de la prosperidad creer que cada uno de nosotros merece todo lo que conseguimos.” (New York Times, 12 Agosto 2012).
La escritura y la enseñanza social católica lo resumiría de esta manera: Dios proyectó la tierra y todo de ella por el bien de todos los seres humanos. Así, en justicia, los bienes creados deberían discurrir de modo justo para todos. Todos los otros derechos están subordinados a este principio. Tenemos derecho a la propiedad privada y ninguno puede nunca privarnos de este derecho, pero tal derecho está subordinado al bien común, al hecho de que los bienes están proyectados para todos. La riqueza y las posesiones deben ser entendidas como nuestras para administrarlas más bien que para poseerlas absolutamente. Finalmente -quizás lo más desafiante de todo- ninguna persona puede tener excedente si otros no tienen las necesidades básicas. En cualquier acumulación de riqueza y posesiones, tenemos que afrontar perennemente la pregunta: “Mais ou sont les autres?”
Esta no es de hecho la visión de nuestras escrituras cristianas, ni de las enseñanzas sociales de la Iglesia Católica. No todo lo que adquirimos honradamente a través de nuestro propio y duro trabajo es nuestro sin más. No somos islas y no andamos solos por la vida, como si ser solícitos por el bienestar de otros fuera algo que resultase moralmente opcional. El poeta y ensayista francés Charles Peguy sugirió una vez que, cuando lleguemos a las puertas del cielo, a todos nos preguntarán: “Mais ou sont les autres?” (“Pero ¿dónde están los otros?”). Esta pregunta surge tanto de nuestra humanidad como de nuestra fe. Pero ¿qué hay de los otros? Es una ilusión y una falta en nuestro discipulado pensar que todo lo que podemos poseer a través de nuestro propio y duro trabajo es nuestro por derecho. Pensar de este modo es vivir la vida parcialmente examinada.
Bill Gates Sr., escribiendo en Sojourners hace unos quince años, desafía no sólo a su famoso hijo sino también al resto de nosotros con estas palabras: “La sociedad tiene un enorme derecho sobre las fortunas de los ricos. Esto está enraizado no sólo es la mayoría de las tradiciones religiosas, sino también en una honrada contabilidad de la inversión sustancial de la sociedad al originar un campo fértil para la creación de riqueza. El Judaísmo, el Cristianismo y el Islamismo -todos ellos- afirman el derecho de la posesión individual y propiedad privada, pero hay límites morales impuestos sobre la absoluta posesión privada de la riqueza y la propiedad. Toda tradición afirma que no somos individuos solitarios sino que existimos en comunidad: una comunidad que tiene derechos sobre nosotros. La opinión de que `todo es mío´ es una violación de estas enseñanzas y tradiciones”. El derecho de la sociedad sobre la riqueza individual acumulada “está enraizada en el reconocimiento de la inversión directa e indirecta de la sociedad en el éxito del individuo. En otras palabras, no llegamos allí por nuestra propia cuenta”. (Sojourners, Ene-Feb., 2003).
Nadie llega allí por su propia cuenta; y así, una vez allí, necesita reconocer que lo que ha acumulado es el resultado no sólo de su propio trabajo sino también de la infraestructura de la sociedad entera en la que vive. En consecuencia, lo que ha acumulado no es totalmente suyo, como si su propio y duro trabajo lo hubiera labrado él solo.
Más allá de eso, también hay algo que Benjamin Hales llama “el velo de la opulencia”, lo que nos permite creer ingenuamente que cada uno de nosotros merece todo lo que conseguimos. No es así, dice Hales. Mucha suerte ciega está envuelta en determinar quién logra poseer qué: “El velo de la opulencia” -dice- “insiste en que la gente imagina que los recursos y las oportunidades y los talentos están libremente disponibles para todos, que tales bienes son ampliamente abundantes, que no hay ningún elemento de casualidad o suerte que pueda impactar negativamente a aquellos que luchan por tener éxito pero tristemente fracasan aunque no por su propia culpa. … Eso hace la vista gorda a la adversidad en la que -fijémonos bien- cierta gente nace. Al insistir en que consideremos la política pública desde la perspectiva de lo más ventajoso, el velo de la opulencia oscurece los caprichos de la suerte salvaje. Pero espera; puede ser que estés pensando: ¿Qué supone el mérito? ¿Qué hay de todos esos que han trabajado y se han fatigado y levantado sobre sus botas para mejorar sus vidas y las de sus familias? Esta es una importante pregunta, en verdad. Mucha gente trabaja duramente por su dinero y se merece retener lo que gana. Una respuesta es ofrecida por ambas doctrinas de la justicia. El velo de la opulencia asume que el campo de juego es el nivel, que todas las ganancias son conseguidas justamente, que no hay adversidad cósmica. Al hacerlo así, es parcial a la fortuna. … Es una ilusión de la prosperidad creer que cada uno de nosotros merece todo lo que conseguimos.” (New York Times, 12 Agosto 2012).
La escritura y la enseñanza social católica lo resumiría de esta manera: Dios proyectó la tierra y todo de ella por el bien de todos los seres humanos. Así, en justicia, los bienes creados deberían discurrir de modo justo para todos. Todos los otros derechos están subordinados a este principio. Tenemos derecho a la propiedad privada y ninguno puede nunca privarnos de este derecho, pero tal derecho está subordinado al bien común, al hecho de que los bienes están proyectados para todos. La riqueza y las posesiones deben ser entendidas como nuestras para administrarlas más bien que para poseerlas absolutamente. Finalmente -quizás lo más desafiante de todo- ninguna persona puede tener excedente si otros no tienen las necesidades básicas. En cualquier acumulación de riqueza y posesiones, tenemos que afrontar perennemente la pregunta: “Mais ou sont les autres?”