Nuestro Occidente está plagado de hitos que marcan una historia imborrable, aunque puede llegar a olvidarla e incluso a traicionarla. Pero tenemos demasiados episodios en los que, durante veinte siglos, hemos ido escribiendo preciosas páginas morales con testimonios de humanidad cristiana, hermosos monumentos arquitectónicos, bellísimas obras de arte con los pinceles de nuestros pintores, las gubias de nuestros escultores, los pentagramas de nuestros músicos y las plumas de nuestros escritores. Es verdad que también hemos sido capaces de destruir tamaño legado y contradecirlo de mil modos hasta llegar a negarlo con la violencia, la guerra y el más descuidado de los olvidos. Pero este ingente patrimonio sería imposible comprenderlo sin la clave de bóveda que representa lo que llamamos el acontecimiento cristiano. El balance es claramente positivo, e incluso los borrones que lamentablemente no faltan, ponen mejor de manifiesto la cara y la cruz de lo que supone ser fieles a la tradición cristiana más genuina o ser torpes dilapidadores de la herencia recibida a través de casi dos mil años.
1. La paradoja de una victoria anunciada
En este contrapunto, emerge lo que hemos cantado una vez más: «Cristo ha triunfado en la pascua». Esta fue su cantata sin fuga, su sinfonía acabada con música y letra. Dios se reservó la última palabra y sucedió a los tres días tras el primer Viernes Santo de la historia en el Calvario, cuando de par en par quedó para siempre abierta la tumba. No hubo forma de encerrar, en la mazmorra de la muerte, una vida que brincaba renovada y salía por todos los poros sin mortaja. Ante la resurrección de Cristo, reconocemos la alborada que no declina jamás, el sol que nace de lo alto cada mañana dejándonos su rastro, para que caminemos los senderos del bien y de la paz.
Bien sabemos que no todo el mundo se deja abrazar por esta bondadosa noticia que nos permite empezar lo siempre pendiente, o reestrenar lo que comenzó tarde entre nuestras triquiñuelas asustadas y contradictorias en todos nuestros lances torpes. Pero quien se atreve a confiar verá el milagro de no ser rehén de un pasado tramposo que nos detiene e hipoteca. Es la vida que irrumpe en nuestro horizonte de cansancio y de muerte, poniendo la flor de la alegría en nuestras muecas mohínas y el colirio fresco en nuestras lágrimas secas de tanto llanto aplastante. Por eso entonamos el aleluya de nuestras mejores albricias en la fiesta de Dios y sus hijos.
Dicho esto, hemos de constatar lamentablemente que no todo el mundo entra en esta órbita, ni los destinos de los pueblos se abren a tamaño regalo y ajustan sus políticas injustas y erráticas, ni se arrepienten de sus mentiras como manera de gobernanza, o de sus corrupciones tan despóticamente maquilladas, o de sus manejos torticeros con impunidades legales con las que galvanizan sus vergüenzas, ni que se acallan los tambores de guerras y las violencias varias.
Lamentablemente esto se da como torpe estribillo de una resulta que ya señaló un teólogo casi contemporáneo: «Hacer un mundo sin Dios es hacerlo contra el hombre» (cf. Henri de Lubac, El drama del humanismo ateo. Madrid 2012, 11). Pero la palabra última se la ha reservado el Señor, que nos susurra con tantos registros lo que nos sugería el profeta Isaías: «… que no se comerán los enemigos nuestro trigo, ni los extraños se beberán nuestro vino, sino que seremos buscados por el Señor y nuestra tierra jamás será abandonada» (cf. Is 62, 8-9). Y, en Jesús resucitado se cumple lo cantado por el salmista: «He cambiado tu luto en fiesta, tu sayal en traje de domingo, en tu cojera te sacaré a bailar y danzarás conmigo, tus abatimientos se convertirán en cánticos gozosos que no terminan en la fiesta de la verdadera pascua que no acaba» (cf. Sal 30, 11-12).
Este es el escenario complejo en el que, por una parte, somos herederos de una preciosa tradición llena de belleza, de verdad y bondad, desde la que la Iglesia propone a cada generación esa fundamentación cristiana de nuestra humanidad con los valores propios que se derivan del mensaje evangélico. Es una doctrina asentada en el mejor pensamiento, celebrada en la liturgia de siglos, testimoniada por mártires y confesores en tantos sitios y circunstancias, enseñada a pequeños y grandes con la catequesis apropiada, debatida en el encuentro con otras culturas teológicas y filosóficas, y expresada en el arte bello y fecundo y a través de la caridad misionera más generosa. Y, por otra parte, también debemos levantar acta de las contradicciones de nuestras incoherencias y pecados, donde hemos podido conculcar con los hechos lo que queríamos anunciar con los labios.
2. La resistencia cristiana ante las censuras ideológicas
Por eso, algunos nos resistimos a que se nos censure socialmente a los cristianos, confinándonos culturalmente, negándonos la palabra dicha en la historia y obligando a enmudecer la que deberíamos todavía pronunciar. Son distintas las miradas de los curiosos que escrutan nuestras palabras o silencios, nuestras presencias o ausencias cuando los cristianos entramos en la plaza común sin encaramarnos a los púlpitos habituales. Nos dicen que las cosas públicas no nos pertenecen, empujándonos al ostracismo que sella nuestros labios censurando la palabra o emparedando nuestra presencia en el rincón de lo sacral.
El mutismo y la invisibilidad es lo que desean algunos como escenario cotidiano de la presencia cristiana en toda la trama social: en el mundo de la cultura, las artes varias, la opinión, los debates éticos, los retos y desafíos sociales, y un largo etc. Como mucho, se nos permitiría seguir respirando en alguna sacristía recoleta o en algún anfiteatro ritual mientras desamortizan nuestro espacio para otro tipo de sainetes de imperativo popular. Pero tenemos el derecho y el deber de acercar también nuestra palabra, esgrimir nuestras razones, exponer nuestras reservas ponderadas o nuestra crítica constructiva en la edificación de la ciudad secular de la que también formamos parte. No aceptamos las nuevas catacumbas que algunas siglas políticas y sus terminales mediáticos nos imponen sin más, confinándonos allí como apestados, empujándonos a la inanidad muda e invisible.
Tenemos una andadura suficiente en el ámbito internacional y en el nacional que nos permite hacer un juicio sobre lo que no nos deja indiferentes. Salvados los aciertos que hayan tenido lugar, me pesan en mi conciencia ciudadana y en mi alma cristiana lo que, en estos años llenos de sobresaltos, hemos podido contemplar con recortes que soslayan las libertades e imposiciones de una cosmovisión de la sociedad vinculante. Señalo algunas, sin moverme un reglamento de partido, ni un ideario protocolario, ni una intencionalidad de poder. No hay siglas políticas que me impelan a señalar como inadecuado o a desear como conveniente lo que ahora voy a decir. Mi única referencia es ese modo de ver las cosas, de acompañar las personas y de aspirar al bien social de un pueblo con el que escribo la historia, que tiene como referencia la vieja sabiduría bíblica, el ejemplo bondadoso del señor y la larga tradición cristiana forjadora de una cosmovisión reconocible en los santos que nos inspiran, y también están presentes los errores que nuestra fragilidad más los contradice en cuyas lecciones correctivas también hemos de aprender cada día.
En primer lugar, el valor máximo a la verdad ante la mentira que inunda los parlamentos y las arengas políticas. No una verdad demagógica tramposa, ni una posverdad amañada para engañar a mansalva, sino la verdad humilde y retadora, esa que nos hace libres, como dijo Jesús. Por eso soy crítico ante quien hace de la mentira su arma política y su modo de gobernanza. La sarta de mentiras personales e institucionales que hemos visto en estos años arrasa cualquier credibilidad en los labios mendaces que las proclaman, e imposibilitan prestar más atención a las trolas de trileros profesionales desembarcados en la política.
En segundo lugar, duelen las agendas ideológicas que con prisa zurupeta siembran confusión y fatal modificación en la humilde verdad antropológica de la ley natural, cuando hablamos de la vida en todos sus tramos y circunstancias, de la identidad de varón y mujer, imponiendo el despropósito abaratado del aborto como un derecho, la eutanasia como empujón matarife, la vida precaria a la intemperie sin encontrar trabajo o sin poder mantenerlo dignamente, o llegando a fin de mes cosidos de deudas. Otras leyes han puesto en la calle terroristas, abusadores y violadores destruyendo la antropología en torno al transgénero o a la disforia sexual. Jugar así a ser dioses arruina tantas vidas inocentes en nombre de las fantasías o frustraciones de quienes las promueven —y cuyas derivas no tienen vuelta atrás— como en otros países, donde los juguetones empezaron antes, ahora quisieran inútilmente remediar. Leyes sin demanda social ni debate sereno desde la medicina, antropología, la ética y la moral, para dar razones, acercar cautelas, prevenir errores y encauzar soluciones. Nos jugamos lo verdadero, bondadoso y bello, sin la trampa y el engaño dictado por una tropa ignorante y dictadora.
Luego hay un hecho que nos identifica como comunidad histórica, cuando llevamos juntos más de 500 años conviviendo con nuestras inevitables tensiones culturales y lingüísticas, pero enriqueciéndonos en la plural diversidad. Trastocar esta saludable convivencia con una dialéctica confrontadora deja pingües beneficios a sus fautores que viven de esto, pervirtiendo con una impostura subversiva y dañando el entendimiento fraterno, la mutua ayuda en tantos sentidos. Máxime cuando se pretende reescribir la historia que no sucedió más que en el imaginario de algunas derrotas y frustraciones, llegando a indultar o amnistiar como moneda de cambio para quienes insidian sediciosa y violentamente la convivencia social, cambiando las leyes y amañando los ámbitos judiciales.
3. La alternativa cristiana en la encrucijada de nuestra época
Escribo estas líneas desde Asturias, trasunto de perenne reconquista de lo que vale la pena no volver a perder ni descuidar. Son diferentes los turbantes de antaño ante las cosas que hogaño nos turban cuando la vida en todas sus fases: la familia y su tutela, la educación intervenida o la libertad cercenada se malvenden en almoneda abaratada. Decía William James Durant: «Una gran civilización no es conquistada desde fuera hasta que no se ha destruido a sí misma desde dentro». Esta frase que se dijo tiene una lucidez que espanta, es un diagnóstico de nuestra época y describe algunos de nuestros males cuando la dictadura del relativismo —como decía Benedicto XVI—, las ideologías liberticidas y la confusión líquida calculadamente propagada, como afirma Zygmund Bauman, hacen de la mentira frívola y mediocre el cauce de un ansia de poder que termina en corrupción y violencia. No quisiéramos ser conquistados por nadie, dialogando con todos, como repite el papa Francisco, pero desde una cultura del encuentro que no traicione ni disuelva la propia identidad, ofreciendo en la vida pública nuestra perspectiva cristiana, lo que se nos dio como herencia cultural y moral, eso que la Iglesia custodia, defiende, celebra y anuncia con apasionada pasión y creativa fidelidad.
Por este motivo —asomado a la atalaya de mi libertad, crítica y constructiva a la vez, desde mi conciencia ciudadana y mi referencia moral cristiana— emerge una duda y una preocupación al mismo tiempo. Cuando pensamos en un deseable cambio de gobernanzas que pusiera fin a estos dislates, ¿hablamos de una alternancia o de una alternativa? Porque venir más o menos a lo mismo, pero gestionado por otros fautores, sería lamentable su consecuencia en una nación como España, de tan precioso patrimonio cultural y moral en su larga andadura histórica.
No basta una alternancia, necesitamos una real alternativa sin palabras huecas o morosas que terminen dejando las cosas como están. Una alternativa en donde los cristianos no pedimos privilegios, sino libertad ante las infranqueables líneas rojas como la vida en todos sus escenarios: naciente, creciente y menguante; la verdad verificable en programas políticos que no mienten; la libertad religiosa y cultural; la soberana elección educativa de los padres para sus hijos; la historia no reescrita con memorias tendenciosas que reabren heridas; la convivencia sin confrontaciones que siembran la insidia y la violencia; el bien moral de la unidad de un pueblo con su historia, paisaje, lenguas y riquezas complementarias; el acompañamiento de personas vulnerables en su desamparo económico y social.
Para compilar este elenco no esgrimo citas bíblicas, ni concilios, ni referencias papales, ni documentos episcopales, sino la conciencia ciudadana con principios morales que bebe de esas fuentes cristianas, posicionándome crítica o esperanzadamente ante quienes se nos muestran como gestores de nuestra gobernanza. Ninguna sigla política nos representa, ni hemos delegado en ningún partido nuestra cosmovisión cristiana; pero hay grupos o personas que no deberían contar con nosotros ante sus ataques y contradicciones. Estamos ante un verdadero reto responsable en donde nos jugamos tanto, cuando hablamos de las raíces cristianas de nuestro viejo continente o de nuestra historia patria, y se nos impele a dar la batalla cultural necesaria que busca la gloria de Dios y la bendición de las personas. Porque este es el tablero de nuestra encrucijada en donde luchamos de la mejor manera y con el más valiente talante para evitar que nos den un insalvable jaque mate a nuestra cosmovisión y vivencia cristiana.
La esperanza despierta siempre lo más hermoso y encauza lo auténticamente viable. Y, como hemos visto a través de la historia, Dios hace surgir, en medio del escepticismo incrédulo o del cansancio cómodo y cobarde, una generación que acepta tener el oído en el corazón de Dios y el pulso en la historia de los hombres, como decía Joseph Kentenich. Es una manera de construir la ciudad en medio de la cual estamos como fermento en la masa, como humilde aportación cristiana en esta encrucijada. +Fr. Jesús Sanz Montes, OFM, arzobispo de Oviedo. Fuente: revistaestar.es