Este fragmento del evangelio de Lucas es conocido como la parábola del fariseo y el publicano, aunque sería mejor hablar, en este caso, más que de "parábola" de un "relato ejemplar". En él se nos ofrece una enseñanza sobre las condiciones interiores de la oración.
El fariseo pertenece a la secta de los "separados", de los "puros", de aquellos que se habían arrogado la tarea de representar, con la observancia estricta de los mandamientos y la multiplicación de las obras, al verdadero Israel, a la comunidad del tiempo de la salvación. Todo lo que dice el fariseo de sí mismo es verdadero, pero precisamente esta "justicia" es lo que le vuelve impuro ante Dios, porque se considera autorizado a juzgar a los otros y a sentirse superior a ellos.
El publicano -el odiado recaudador de los impuestos para el Imperio romano- se encuentra verdaderamente en una situación de pecado. Lo manifiesta asimismo en su actitud exterior. No se atreve a avanzar en el templo ni a levantar los ojos al cielo. Se golpea, en cambio, el pecho en un gesto que manifiesta su conciencia del mal que se esconde en el corazón humano.
La oración de cada uno de los dos hombres expresa su vida: la autosuficiencia de una pretendida justicia que hace al que así reza superior a los otros y se expresa a través de un extenso elenco de méritos; el pecado que nos hace pequeños ante Dios y los hermanos y que no tiene más palabras que la invocación: "Piedad". Sabemos quién fue grato a Dios y quién es entrañable a su corazón...
