Hay
una singularidad en los evangelios que pide una explicación: Jesús
-según parece- no quiere que la gente conozca su verdadera identidad
como el Cristo, el Mesías. Continúa avisando a la gente que no revele
que él es el Mesías. ¿Por qué?
Algunos eruditos se refieren a esto como “el secreto mesiánico”, sugiriendo que Jesús no quería que otros conocieran su verdadera identidad hasta que las condiciones maduraran para ello. Hay algo de verdad en eso, hay un momento oportuno para cada cosa, pero eso deja aún la cuestión sin responder: ¿Por qué? ¿Por qué Jesús quiere mantener su verdadera identidad en secreto? ¿Qué constituirían las condiciones idóneas en las que debería ser revelada su identidad?
Esa cuestión es el escenario central en el evangelio de Marcos, en Cesarea de Filipo, cuando Jesús pregunta a sus discípulos: “¿Quién decís vosotros que soy yo?” Pedro responde: “Tú eres el Cristo”. Entonces, en lo que parece ser una respuesta sorprendente, Jesús, más bien que elogiar a Pedro por su respuesta, le advirtió severamente de que no dijera a nadie sobre lo que acaba de confesar. Pedro aparentemente le ha dado la cabal respuesta, y en cambio Jesús inmediatamente, y en serio, le advierte de que se guarde eso para sí. ¿Por qué?
Dicho simplemente, Pedro tiene la respuesta adecuada, pero también la comprensión equivocada de esa respuesta. Tiene una noción falsa de lo que significa ser el Mesías. En los siglos que condujeron al nacimiento de Jesús y entre los contemporáneos de Jesús hubo numerosas nociones de aquello a lo que el Cristo se parecería. No sabemos qué noción tenía Pedro; pero, obviamente, no era la correcta, porque Jesús inmediatamente le para. Lo que Jesús dice a Pedro es no tanto “No digas a nadie que yo soy el Cristo” sino más bien “No digas a nadie que yo soy lo que tú piensas que debería ser el Cristo. Eso no es lo que yo soy”.
Como virtualmente todos de sus contemporáneos y no a diferencia de nuestras fantasías de lo que un Salvador debería parecer, Pedro sin duda pintó al Salvador que iba a venir como un Superman, un Superstar que vencería al mal por un triunfo mundano en el cual simplemente dominaría mediante poderes milagrosos todo lo que fuera reprochable. Tal Salvador no estaría sujeto a ninguna debilidad, humillación, sufrimiento ni muerte, y su superioridad y gloria tendrían que ser conocidas por todos, quisieran o no. No habría acreedores inflexibles; su demostración de poder no dejaría lugar a duda u oposición. Triunfaría por encima de todo y reinaría en un a gloria tal como el mundo concibe la gloria, esto es, como el Último Ganador, como el Último Campeón: el ganador de la medalla olímpica, de la Copa Mundial, la Super Bowl, la Academia Premiada, el Premio Nobel, el ganador del gran trofeo o el espaldarazo que sitúa a uno definitivamente sobre otros.
Cuando Pedro dice “¡Tú eres el Cristo!”, manifiesta su opinión sobre eso, como gloria terrena, triunfo mundano, como un hombre tan poderoso, fuerte, atractivo e invulnerable que todos simplemente tendrían que caer a sus pies. De ahí que Jesús replica severamente: “¡No digáis a nadie nada sobre eso!”
Jesús entonces continúa para advertir a Pedro, y al resto de nosotros, quién es de hecho un Salvador. No es un Superman ni Superstar en este mundo, ni un hacedor de milagros que probará su poder a través de espectaculares acciones. ¿Quién es, pues?
El Mesías es un Mesías que muere y resucita, alguien que en su propia vida y cuerpo demostrará que el mal no se supera por milagros sino por perdón, magnanimidad y nobleza de alma y que estas se obtienen no aplastando a un enemigo sino amándole más plenamente. Y la ruta para esto es paradójica: La gloria del Mesías no se demuestra dejándonos estupefactos con espectaculares obras. Más bien se demuestra en Jesús dejándole ser transformado a través de la aceptación, con el propio amor y gracia, de la ineludible paciencia, humillación, rebajamiento y muerte que finalmente lo encontró. Esa es la parte que muere. Pero cuando uno muere como eso o acepta alguna humillación o rebajamiento de este modo hay siempre una subsiguiente ascensión a la verdadera gloria, esto es, a la gloria de un corazón tan ampliado y alargado que es ahora capaz de transformar el mal en bien, el odio en amor, la amargura en perdón la humillación en gloria. Ese es el propio trabajo de un Mesías.
En el Evangelio de Mateo, se recoge este mismo suceso y se hace esta misma pregunta, y Pedro da la misma respuesta, pero la respuesta de Jesús a él es aquí muy diferente. En el relato de Mateo, después que Pedro dice “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios Vivo”, más bien que advertirle que no hable de ello, Jesús alaba la respuesta de Pedro. ¿Por qué esa diferencia? Porque Mateo reconstruye la escena para que, en su versión, Pedro entienda al Mesías correctamente.
¿Cómo nos imaginamos al Mesías? ¿Cómo nos imaginamos el triunfo? ¿Imaginar la gloria? Si Jesús nos mirase fijo a los ojos y preguntase, como preguntó a Pedro, “¿Cómo me entiendes?”, ¿nos alabaría nuestra respuesta o nos diría “¡No digas a nadie nada de eso!”?
Algunos eruditos se refieren a esto como “el secreto mesiánico”, sugiriendo que Jesús no quería que otros conocieran su verdadera identidad hasta que las condiciones maduraran para ello. Hay algo de verdad en eso, hay un momento oportuno para cada cosa, pero eso deja aún la cuestión sin responder: ¿Por qué? ¿Por qué Jesús quiere mantener su verdadera identidad en secreto? ¿Qué constituirían las condiciones idóneas en las que debería ser revelada su identidad?
Esa cuestión es el escenario central en el evangelio de Marcos, en Cesarea de Filipo, cuando Jesús pregunta a sus discípulos: “¿Quién decís vosotros que soy yo?” Pedro responde: “Tú eres el Cristo”. Entonces, en lo que parece ser una respuesta sorprendente, Jesús, más bien que elogiar a Pedro por su respuesta, le advirtió severamente de que no dijera a nadie sobre lo que acaba de confesar. Pedro aparentemente le ha dado la cabal respuesta, y en cambio Jesús inmediatamente, y en serio, le advierte de que se guarde eso para sí. ¿Por qué?
Dicho simplemente, Pedro tiene la respuesta adecuada, pero también la comprensión equivocada de esa respuesta. Tiene una noción falsa de lo que significa ser el Mesías. En los siglos que condujeron al nacimiento de Jesús y entre los contemporáneos de Jesús hubo numerosas nociones de aquello a lo que el Cristo se parecería. No sabemos qué noción tenía Pedro; pero, obviamente, no era la correcta, porque Jesús inmediatamente le para. Lo que Jesús dice a Pedro es no tanto “No digas a nadie que yo soy el Cristo” sino más bien “No digas a nadie que yo soy lo que tú piensas que debería ser el Cristo. Eso no es lo que yo soy”.
Como virtualmente todos de sus contemporáneos y no a diferencia de nuestras fantasías de lo que un Salvador debería parecer, Pedro sin duda pintó al Salvador que iba a venir como un Superman, un Superstar que vencería al mal por un triunfo mundano en el cual simplemente dominaría mediante poderes milagrosos todo lo que fuera reprochable. Tal Salvador no estaría sujeto a ninguna debilidad, humillación, sufrimiento ni muerte, y su superioridad y gloria tendrían que ser conocidas por todos, quisieran o no. No habría acreedores inflexibles; su demostración de poder no dejaría lugar a duda u oposición. Triunfaría por encima de todo y reinaría en un a gloria tal como el mundo concibe la gloria, esto es, como el Último Ganador, como el Último Campeón: el ganador de la medalla olímpica, de la Copa Mundial, la Super Bowl, la Academia Premiada, el Premio Nobel, el ganador del gran trofeo o el espaldarazo que sitúa a uno definitivamente sobre otros.
Cuando Pedro dice “¡Tú eres el Cristo!”, manifiesta su opinión sobre eso, como gloria terrena, triunfo mundano, como un hombre tan poderoso, fuerte, atractivo e invulnerable que todos simplemente tendrían que caer a sus pies. De ahí que Jesús replica severamente: “¡No digáis a nadie nada sobre eso!”
Jesús entonces continúa para advertir a Pedro, y al resto de nosotros, quién es de hecho un Salvador. No es un Superman ni Superstar en este mundo, ni un hacedor de milagros que probará su poder a través de espectaculares acciones. ¿Quién es, pues?
El Mesías es un Mesías que muere y resucita, alguien que en su propia vida y cuerpo demostrará que el mal no se supera por milagros sino por perdón, magnanimidad y nobleza de alma y que estas se obtienen no aplastando a un enemigo sino amándole más plenamente. Y la ruta para esto es paradójica: La gloria del Mesías no se demuestra dejándonos estupefactos con espectaculares obras. Más bien se demuestra en Jesús dejándole ser transformado a través de la aceptación, con el propio amor y gracia, de la ineludible paciencia, humillación, rebajamiento y muerte que finalmente lo encontró. Esa es la parte que muere. Pero cuando uno muere como eso o acepta alguna humillación o rebajamiento de este modo hay siempre una subsiguiente ascensión a la verdadera gloria, esto es, a la gloria de un corazón tan ampliado y alargado que es ahora capaz de transformar el mal en bien, el odio en amor, la amargura en perdón la humillación en gloria. Ese es el propio trabajo de un Mesías.
En el Evangelio de Mateo, se recoge este mismo suceso y se hace esta misma pregunta, y Pedro da la misma respuesta, pero la respuesta de Jesús a él es aquí muy diferente. En el relato de Mateo, después que Pedro dice “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios Vivo”, más bien que advertirle que no hable de ello, Jesús alaba la respuesta de Pedro. ¿Por qué esa diferencia? Porque Mateo reconstruye la escena para que, en su versión, Pedro entienda al Mesías correctamente.
¿Cómo nos imaginamos al Mesías? ¿Cómo nos imaginamos el triunfo? ¿Imaginar la gloria? Si Jesús nos mirase fijo a los ojos y preguntase, como preguntó a Pedro, “¿Cómo me entiendes?”, ¿nos alabaría nuestra respuesta o nos diría “¡No digas a nadie nada de eso!”?