Escribir en primera persona siempre resulta un riesgo, pero el tema de esta columna es mejor hacerlo -siento yo- a través del testimonio personal. En un mundo donde la castidad y el celibato son vistos como ingenuos y dignos de compasión, y donde existe un general escepticismo de que alguien los viva realmente, el testimonio personal es quizás la protesta más efectiva.
¿Qué hay que decir en favor del celibato y la castidad, tanto si se viven en contexto de votos religiosos como si son simplemente la situación dada de alguien que vive la vida en celibato? Aquí está mi historia:
A la edad de diecisiete años, decidí hacerme sacerdote y entrar en una orden religiosa, los Misioneros Oblatos de María Inmaculada. Esa decisión me supuso comprometerme al celibato de por vida. Aunque esto pueda sonar extraño, ya que sólo tenía diecisiete años, no tomé esa decisión ingenuamente ni por un deseo pasajero. Intuí bastante correctamente el coste, tanto que virtualmente todo dentro de mí resistió fuertemente la llamada. ¡Cualquier cosa menos eso! Mientras me atraía el ministerio, el voto de celibato que me acompañaba era una pesada piedra de tropiezo. Yo no quería vivir como célibe. ¿Quién lo quiere? En verdad, nadie lo debería querer. Pero la llamada interior era tan fuerte que, a pesar de su inconveniente, cuando acabé la escuela secundaria, di un reacio pero sólido asentimiento y entré en una congregación religiosa. Ahora, recordándolo más de cincuenta años después, aún lo veo como la decisión más pura y generosa que jamás he hecho.
He estado ya en la vida religiosa durante más de cincuenta años y he servido como sacerdote durante más de cuarenta y cinco de esos años; y -dicho todo- el celibato me ha ido bien, como también puedo decir honradamente que lo he servido en esencial fidelidad. El celibato tiene sus ventajas: Más allá del trabajo interior al que me obligó en términos de mi relación con Dios, con otros y conmigo mismo (frecuentemente doloroso trabajo hecho en inquietud y oración, y de vez en cuando con la ayuda de un consejero), el celibato me proporcionó una privilegiada disponibilidad para el ministerio. Si te mueves por esta vida como sacerdote y misionero, el celibato puede ser un amigo.
He estado ya en la vida religiosa durante más de cincuenta años y he servido como sacerdote durante más de cuarenta y cinco de esos años; y -dicho todo- el celibato me ha ido bien, como también puedo decir honradamente que lo he servido en esencial fidelidad. El celibato tiene sus ventajas: Más allá del trabajo interior al que me obligó en términos de mi relación con Dios, con otros y conmigo mismo (frecuentemente doloroso trabajo hecho en inquietud y oración, y de vez en cuando con la ayuda de un consejero), el celibato me proporcionó una privilegiada disponibilidad para el ministerio. Si te mueves por esta vida como sacerdote y misionero, el celibato puede ser un amigo.
Pero no siempre es un amigo. Para mí, el celibato ha sido siempre la batalla más dura en la vida religiosa y el ministerio, una habitual crucifixión emocional, como debería ser. Ha habido ocasiones - días, semanas, meses y a veces muchos meses- en que casi todo dentro de mí gritaba contra él, cuando por enamorarme, o lidiar con unas obsesión, o tratar con la energía de un solo lado en una congregación de varones, o cuando me rendí al hecho de que nunca tendría hijos, o cuando el simple y crudo poder físico y emocional de la sexualidad me dejó tan inquieto y frustrado que el hombre que había dentro de mí quería desdecir lo que el sacerdote que también había dentro de mí había prometido en voto una vez. El celibato te tendrá a veces sudando sangre en el Huerto de Getsemaní. Eso va contra algunos de los instintos y energías más profundos, innatos y dados por Dios que hay en ti, y así no se permite tratarlo con ligereza.
A pesar de decir eso, algo más se necesita decir también, algo demasiado poco entendido hoy: el celibato puede ser también muy generativo porque la sexualidad incluye más que tener sexo. Justo antes de crear los sexos, dijo Dios: ¡No es bueno que el hombre esté solo! Eso es verdad para toda persona que alguna vez pise esta tierra. La sexualidad nos es dada para llevarnos más allá de nuestra soledad; pero muchas cosas nos hacen eso, y la total intimidad sexual es sólo una de ellas.
Quizás la simple y más grande equivocación sobre el sexo sea hoy la creencia de que la amistad profunda, la compañía cercana, la comunidad de fe y las formas no-genitales de intimidad son sólo un sustituto, alguna segunda mejor compensación para el sexo, más bien que una modalidad rica y generativa del sexo mismo. Estas cosas no son un premio de consolación por perder lo real. Son, exactamente como lo es tener sexo, un rico aspecto de esa realidad.
Recientemente, telefoneé a un sacerdote en el 60º aniversario de su ordenación. Con ochenta y cinco años ahora, dijo esto: “Hubo tiempos agitados, todos mis compañeros de clase abandonaron el ministerio y yo tuve mis tentaciones también. Pero me mantuve, y ahora, mirando atrás, estoy bastante feliz del modo como se realizó mi vida”.
Mirando atrás en mi vida y mi compromiso con el celibato, puedo decir algo parecido. El celibato ha contribuido a algunas temporadas agitadas, y persiste, como Thomas Merton dijo una vez, la profunda angustia en la castidad. Pero el celibato me ha proporcionado también una vida rica en amistad, rica en comunidad, rica en compañía, rica en familia de toda clase y rica en oportunidad de hacerme presente a otros. Moriré sin hijos; mi vida, como la de todos, será una sinfonía incompleta y nunca totalmente consumada. Pero, mirando todo lo pasado, estoy bastante feliz con la manera como se realizó. El celibato puede ser una forma muy vivificadora de ser sexual, de crear familia y de ser feliz.