La
indignación moral es la antítesis de la moralidad. No obstante, en
nuestro mundo hoy está presente y racionalizada en todas partes en
nombre de Dios y la verdad.
Vivimos en un mundo inundado de indignación moral. Dondequiera, individuos y grupos se encuentran indignados y afrentados moralmente, a veces con violencia, al oponerse a individuos, grupos, ideologías, posiciones morales, eclesiologías, interpretaciones de la religión, interpretaciones de la escritura y semejantes. Vemos esto por todos sitios: cadenas de televisión indignadas por cobertura de noticias de otras cadenas, grupos eclesiales demonizándose amargamente entre sí, grupos en favor de la vida y grupos en favor del aborto gritándose airadamente unos a otros, y políticos paralizados en sus más altos niveles, mientras los diferentes partidos se sienten tan indignados moralmente que son reacios a contemplar cualquier acomodación a lo que les opone.
Y siempre, por ambas partes, existe la justa apelación a la moralidad y a la autoridad divina (explícita o implícita) de un modo que, en esencia, dice: Tengo derecho a demonizarte y a cerrar mis oídos a todo lo que tienes que decir, porque eres injusto e inmoral; y yo, en el nombre de Dios y de la verdad, te estoy resistiendo. Además, tu inmoralidad me da el legítimo derecho a juntar lo esencial del respeto humano y tratarte como a un paria para ser eliminado, en el nombre de Dios y de la verdad.
Y esta clase de actitud no sólo contribuye a airadas divisiones, amargas polarizaciones y el profundo recelo con el que vivimos hoy en nuestra sociedad; es también lo que produce terroristas, matanzas masivas y el más perverso fanatismo y racismo. Eso produjo a Hitler, alguien que fue capaz de sacar provecho tan poderosamente de la indignación moral que pudo inducir a millones de personas a predisponerse contra lo mejor de sí mismos.
Pero la indignación moral, por mucho que se intente justificar en algunos altos principios fundamentales, religión, moralidad, patriotismo, daño histórico o injusticia personal, permanece siempre contrario a la genuina moralidad y la genuina práctica religiosa. ¿Por qué? Porque la genuina moralidad y la práctica religiosa siempre están caracterizadas por lo opuesto a lo que se ve en la indignación moral. La genuina moralidad y la genuina práctica religiosa están siempre marcadas por la empatía, comprensión, paciencia, tolerancia, perdón, respeto, caridad y bondad: todas ellas, claramente ausentes de toda expresión virtual de la indignación moral que vemos hoy.
Al tratar de estimularnos a una genuina moralidad y religiosidad, Jesús dice esto: Si vuestra virtud no va más allá que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los Cielos. ¿En qué consistía la virtud de los escribas y fariseos? Superficialmente, la suya era una virtud muy alta. Ser un buen escriba o fariseo significaba cumplir los Diez Mandamientos, ser fiel a las prácticas religiosas prescritas entonces y ser siempre una persona justa y honrada en su conducta con otros. Así pues, ¿qué le falta a eso?
Lo que no tenían en cuenta es que todas estas cosas (cumplir los mandamientos, la fiel observancia religiosa y ser honrado con otros) se pueden hacer con un corazón amargo, acusador y duro tan fácilmente (y quizás incluso más) que con un corazón cercano, empático y comprensivo. Cumplir los mandamientos, ir a la iglesia y ser una persona justa puede hacerse (como resulta demasiado claro a veces) sin indignación moral. Parafraseando a Jesús: Cualquiera es capaz de ser amable con aquellos que son amables con él. Cualquiera es capaz amar a aquellos que lo aman. Y cualquiera es capaz de ser bueno con aquellos que le hacen bien… pero ¿eres capaz de ser amable con aquellos que son ásperos contigo? ¿Eres cariñoso con los que te odian? ¿Y eres capaz de perdonar a los que te matan? Esa es la prueba de fuego para la moral cristiana y la práctica religiosa; y en el interior de nadie que pase esta prueba encontrarás aún la clase de indignación moral donde creemos que Dios y la verdad están pidiéndonos demonizar a aquellos que nos odian, nos hacen mal o tratan de matarnos.
Además, lo que hacemos en la indignidad moral es negar que nosotros mismos somos cómplices en las mismas cosas que demonizamos y vertimos nuestro odio. Según vemos las noticias del mundo todos días y observamos la ira, amargas divisiones, violencia, injusticias, intolerancia y guerras que caracterizan a nuestro mundo, un profundo, honrado y valiente escrutinio nos debería hacer conscientes de que no podemos separarnos totalmente de esas cosas. Vivimos en un mundo de injusticia duradera y presente, de cada vez más amplia desigualdad económica, de endémico racismo y sexismo, de incontables personas viviendo como víctimas del pillaje y la rapiña en la historia, de millones de refugiados sin lugar a donde ir y en una sociedad donde diferentes pueblos están marcados a fuego y desterrados como “perdedores” y “enfermos mentales”. ¿Estaremos sorprendidos de que nuestra sociedad produzca terroristas? Aunque podríamos sentirnos personalmente sinceros e inocentes, la manera como estamos viviendo ayuda a crear la base de la generación de asesinos en masa, terroristas, abortistas e intimidadores de patio de colegio. No somos tan inocentes como pensamos ser.
Nuestra indignación moral no es un indicador de que estamos del lado de Dios y la verdad. Más a menudo que no, sugiere lo contrario.
Vivimos en un mundo inundado de indignación moral. Dondequiera, individuos y grupos se encuentran indignados y afrentados moralmente, a veces con violencia, al oponerse a individuos, grupos, ideologías, posiciones morales, eclesiologías, interpretaciones de la religión, interpretaciones de la escritura y semejantes. Vemos esto por todos sitios: cadenas de televisión indignadas por cobertura de noticias de otras cadenas, grupos eclesiales demonizándose amargamente entre sí, grupos en favor de la vida y grupos en favor del aborto gritándose airadamente unos a otros, y políticos paralizados en sus más altos niveles, mientras los diferentes partidos se sienten tan indignados moralmente que son reacios a contemplar cualquier acomodación a lo que les opone.
Y siempre, por ambas partes, existe la justa apelación a la moralidad y a la autoridad divina (explícita o implícita) de un modo que, en esencia, dice: Tengo derecho a demonizarte y a cerrar mis oídos a todo lo que tienes que decir, porque eres injusto e inmoral; y yo, en el nombre de Dios y de la verdad, te estoy resistiendo. Además, tu inmoralidad me da el legítimo derecho a juntar lo esencial del respeto humano y tratarte como a un paria para ser eliminado, en el nombre de Dios y de la verdad.
Y esta clase de actitud no sólo contribuye a airadas divisiones, amargas polarizaciones y el profundo recelo con el que vivimos hoy en nuestra sociedad; es también lo que produce terroristas, matanzas masivas y el más perverso fanatismo y racismo. Eso produjo a Hitler, alguien que fue capaz de sacar provecho tan poderosamente de la indignación moral que pudo inducir a millones de personas a predisponerse contra lo mejor de sí mismos.
Pero la indignación moral, por mucho que se intente justificar en algunos altos principios fundamentales, religión, moralidad, patriotismo, daño histórico o injusticia personal, permanece siempre contrario a la genuina moralidad y la genuina práctica religiosa. ¿Por qué? Porque la genuina moralidad y la práctica religiosa siempre están caracterizadas por lo opuesto a lo que se ve en la indignación moral. La genuina moralidad y la genuina práctica religiosa están siempre marcadas por la empatía, comprensión, paciencia, tolerancia, perdón, respeto, caridad y bondad: todas ellas, claramente ausentes de toda expresión virtual de la indignación moral que vemos hoy.
Al tratar de estimularnos a una genuina moralidad y religiosidad, Jesús dice esto: Si vuestra virtud no va más allá que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los Cielos. ¿En qué consistía la virtud de los escribas y fariseos? Superficialmente, la suya era una virtud muy alta. Ser un buen escriba o fariseo significaba cumplir los Diez Mandamientos, ser fiel a las prácticas religiosas prescritas entonces y ser siempre una persona justa y honrada en su conducta con otros. Así pues, ¿qué le falta a eso?
Lo que no tenían en cuenta es que todas estas cosas (cumplir los mandamientos, la fiel observancia religiosa y ser honrado con otros) se pueden hacer con un corazón amargo, acusador y duro tan fácilmente (y quizás incluso más) que con un corazón cercano, empático y comprensivo. Cumplir los mandamientos, ir a la iglesia y ser una persona justa puede hacerse (como resulta demasiado claro a veces) sin indignación moral. Parafraseando a Jesús: Cualquiera es capaz de ser amable con aquellos que son amables con él. Cualquiera es capaz amar a aquellos que lo aman. Y cualquiera es capaz de ser bueno con aquellos que le hacen bien… pero ¿eres capaz de ser amable con aquellos que son ásperos contigo? ¿Eres cariñoso con los que te odian? ¿Y eres capaz de perdonar a los que te matan? Esa es la prueba de fuego para la moral cristiana y la práctica religiosa; y en el interior de nadie que pase esta prueba encontrarás aún la clase de indignación moral donde creemos que Dios y la verdad están pidiéndonos demonizar a aquellos que nos odian, nos hacen mal o tratan de matarnos.
Además, lo que hacemos en la indignidad moral es negar que nosotros mismos somos cómplices en las mismas cosas que demonizamos y vertimos nuestro odio. Según vemos las noticias del mundo todos días y observamos la ira, amargas divisiones, violencia, injusticias, intolerancia y guerras que caracterizan a nuestro mundo, un profundo, honrado y valiente escrutinio nos debería hacer conscientes de que no podemos separarnos totalmente de esas cosas. Vivimos en un mundo de injusticia duradera y presente, de cada vez más amplia desigualdad económica, de endémico racismo y sexismo, de incontables personas viviendo como víctimas del pillaje y la rapiña en la historia, de millones de refugiados sin lugar a donde ir y en una sociedad donde diferentes pueblos están marcados a fuego y desterrados como “perdedores” y “enfermos mentales”. ¿Estaremos sorprendidos de que nuestra sociedad produzca terroristas? Aunque podríamos sentirnos personalmente sinceros e inocentes, la manera como estamos viviendo ayuda a crear la base de la generación de asesinos en masa, terroristas, abortistas e intimidadores de patio de colegio. No somos tan inocentes como pensamos ser.
Nuestra indignación moral no es un indicador de que estamos del lado de Dios y la verdad. Más a menudo que no, sugiere lo contrario.