Hoy
la creencia en Dios es vista como una ingenuidad. Para muchos, creer en
Dios es como creer en Papá Noel y en el Conejo de Pascua: algo bonito,
para los niños, una cálida nostalgia o un recuerdo amargo, pero no algo
que sea real, que resista un duro escrutinio y las sombrías dudas que a
veces permanecen bajo la superficie de nuestra fe. ¿Dónde hay evidencia
de que Dios existe?
Una verdadera apologética -creo yo- necesita el detalle de ser personal. Así pues, aquí están mis propias razones por las que yo sigo creyendo en Dios a pesar del agnosticismo de nuestro mundo demasiado adulto y a pesar de las noches oscuras que a veces me acosan.
Primera: Creo en Dios porque siento, al más profundo nivel de mi ser, que hay una inalienable estructura moral para las cosas. La vida, el amor y la mente están moralmente perfilados. Hay una inalienable “ley de karma” que se experimenta en todas partes y en todas cosas: la buena conducta es su propia felicidad, como también la mala conducta es su propio pesar. Las diferentes religiones las expresan diferentemente, pero el concepto está en el corazón de toda religión y es en esencia la verdadera definición de moralidad: La medida con que midáis será la medida con que os midan. Esa es la versión de Jesús sobre ello, y puede ser traducido así: El aire que espires es el aire que re-aspirarás. Dicho simplemente: Si talamos demasiados árboles, pronto estaremos aspirando monóxido de carbono. Si expresamos amor, encontraremos amor. Si expresamos odio e ira, bien pronto nos encontraremos rodeados de odio e ira. La realidad está tan estructurada que la bondad acarrea bondad, y el pecado acarrea pecado.
Creo en Dios porque el ciego caos no pudo haber diseñado cosas así, ser innatamente morales. Sólo una Bondad inteligente pudo haber construido la realidad de esta manera.
Mi siguiente razón para creer en Dios es la existencia del alma, la inteligencia, el amor, el altruismo y el arte. Estos no pudieron haber emergido simplemente del ciego caos, de miles de millones y miles de millones de cósmicos chips de bingo saliendo de la nada sin la menor amorosa fuerza inteligente tras ellos, agitándose sin fin durante miles de millones de años. El caos del azar, vacío de toda inteligencia y amor desde sus orígenes, no pudo haber producido al fin el alma y todo lo que de ella es más sublime: la inteligencia, el amor, el altruismo, la espiritualidad y el arte. ¿Pueden nuestros propios corazones y todo lo que es noble y preciado en ellos ser en realidad sólo el resultado de miles de millones de oportunidades casuales en un proceso bruto y torpe?
Creo en Dios porque, si nuestros corazones son reales, entonces también es Dios.
La siguiente: Creo en Dios porque el Evangelio funciona, si lo hacemos funcionar. Lo que Jesús encarnó y enseñó resuena finalmente con lo que es más preciado, más noble y más significativo en la vida y en cada uno de nosotros. Además, esto se verifica en la vida. Cada vez que tengo la fe y el coraje de vivir radicalmente el Evangelio, de tirar los dados sobre su verdad, siempre prueba que es verdad, los panes se multiplican y alimentan a miles, y David vence a Goliat. Pero no funciona si no lo arriesgo. El Evangelio funciona, si lo hacemos funcionar.
Por supuesto, podría surgir aquí la objeción de que muchas personas sinceras y llenas de fe arriesgan sus vidas y verdad en el Evangelio y, según todas apariencias de este mundo, eso no les da resultado. Acaban pobres, como víctimas, en el lado perdedor de las cosas. Pero de nuevo, ese es un juicio que hacemos desde los modelos de este mundo, desde el Evangelio de la Prosperidad, donde cualquiera tiene los más exitosos triunfos mundanos. El Evangelio de Jesús socava esto. Cualquiera que lo vive con radicalidad tan fielmente como puede, será bendecido con algo más allá del éxito mundano, esto es, el más profundo gozo de una vida bien vivida, un gozo que Jesús nos asegura ser más profundo, menos efímero y más duradero que cualquier otro gozo.
¡Creo en Dios porque el Evangelio funciona! ¡Como también funciona la oración!
Finalmente, aunque ciertamente no lo menos, creo en Dios por la comunidad de fe que nos retrotrae al comienzo del tiempo, que nos retrotrae a la vida y resurrección de Jesús, y que me bautizó en la fe. A través de toda la historia, virtualmente todas las comunidades humanas han sido también comunidades de fe, de creencia en Dios, de culto, y de ritual sagrado y sacramento.
Creo en Dios por la existencia de las familias de fe y la existencia de la iglesia y los sacramentos.
Escribí mi tesis doctoral sobre las pruebas clásicas de la existencia de Dios, los argumentos en favor de la existencia de Dios tomados de algunos de los grandes intelectuales de la historia: Anselmo, Tomás de Aquino, Descartes, Leibnitz, Espinoza y Alfred North Whitehead. Me extendí a lo largo de cerca de 500 páginas de articulación y evaluación de estas pruebas, y entonces llegué a esta conclusión.
No llego a creer en Dios por el apremiante poder de alguna ecuación matemática ni silogismo lógico. La existencia de Dios nos viene a ser real cuando vivimos una vida honrada y sincera.
Una verdadera apologética -creo yo- necesita el detalle de ser personal. Así pues, aquí están mis propias razones por las que yo sigo creyendo en Dios a pesar del agnosticismo de nuestro mundo demasiado adulto y a pesar de las noches oscuras que a veces me acosan.
Primera: Creo en Dios porque siento, al más profundo nivel de mi ser, que hay una inalienable estructura moral para las cosas. La vida, el amor y la mente están moralmente perfilados. Hay una inalienable “ley de karma” que se experimenta en todas partes y en todas cosas: la buena conducta es su propia felicidad, como también la mala conducta es su propio pesar. Las diferentes religiones las expresan diferentemente, pero el concepto está en el corazón de toda religión y es en esencia la verdadera definición de moralidad: La medida con que midáis será la medida con que os midan. Esa es la versión de Jesús sobre ello, y puede ser traducido así: El aire que espires es el aire que re-aspirarás. Dicho simplemente: Si talamos demasiados árboles, pronto estaremos aspirando monóxido de carbono. Si expresamos amor, encontraremos amor. Si expresamos odio e ira, bien pronto nos encontraremos rodeados de odio e ira. La realidad está tan estructurada que la bondad acarrea bondad, y el pecado acarrea pecado.
Creo en Dios porque el ciego caos no pudo haber diseñado cosas así, ser innatamente morales. Sólo una Bondad inteligente pudo haber construido la realidad de esta manera.
Mi siguiente razón para creer en Dios es la existencia del alma, la inteligencia, el amor, el altruismo y el arte. Estos no pudieron haber emergido simplemente del ciego caos, de miles de millones y miles de millones de cósmicos chips de bingo saliendo de la nada sin la menor amorosa fuerza inteligente tras ellos, agitándose sin fin durante miles de millones de años. El caos del azar, vacío de toda inteligencia y amor desde sus orígenes, no pudo haber producido al fin el alma y todo lo que de ella es más sublime: la inteligencia, el amor, el altruismo, la espiritualidad y el arte. ¿Pueden nuestros propios corazones y todo lo que es noble y preciado en ellos ser en realidad sólo el resultado de miles de millones de oportunidades casuales en un proceso bruto y torpe?
Creo en Dios porque, si nuestros corazones son reales, entonces también es Dios.
La siguiente: Creo en Dios porque el Evangelio funciona, si lo hacemos funcionar. Lo que Jesús encarnó y enseñó resuena finalmente con lo que es más preciado, más noble y más significativo en la vida y en cada uno de nosotros. Además, esto se verifica en la vida. Cada vez que tengo la fe y el coraje de vivir radicalmente el Evangelio, de tirar los dados sobre su verdad, siempre prueba que es verdad, los panes se multiplican y alimentan a miles, y David vence a Goliat. Pero no funciona si no lo arriesgo. El Evangelio funciona, si lo hacemos funcionar.
Por supuesto, podría surgir aquí la objeción de que muchas personas sinceras y llenas de fe arriesgan sus vidas y verdad en el Evangelio y, según todas apariencias de este mundo, eso no les da resultado. Acaban pobres, como víctimas, en el lado perdedor de las cosas. Pero de nuevo, ese es un juicio que hacemos desde los modelos de este mundo, desde el Evangelio de la Prosperidad, donde cualquiera tiene los más exitosos triunfos mundanos. El Evangelio de Jesús socava esto. Cualquiera que lo vive con radicalidad tan fielmente como puede, será bendecido con algo más allá del éxito mundano, esto es, el más profundo gozo de una vida bien vivida, un gozo que Jesús nos asegura ser más profundo, menos efímero y más duradero que cualquier otro gozo.
¡Creo en Dios porque el Evangelio funciona! ¡Como también funciona la oración!
Finalmente, aunque ciertamente no lo menos, creo en Dios por la comunidad de fe que nos retrotrae al comienzo del tiempo, que nos retrotrae a la vida y resurrección de Jesús, y que me bautizó en la fe. A través de toda la historia, virtualmente todas las comunidades humanas han sido también comunidades de fe, de creencia en Dios, de culto, y de ritual sagrado y sacramento.
Creo en Dios por la existencia de las familias de fe y la existencia de la iglesia y los sacramentos.
Escribí mi tesis doctoral sobre las pruebas clásicas de la existencia de Dios, los argumentos en favor de la existencia de Dios tomados de algunos de los grandes intelectuales de la historia: Anselmo, Tomás de Aquino, Descartes, Leibnitz, Espinoza y Alfred North Whitehead. Me extendí a lo largo de cerca de 500 páginas de articulación y evaluación de estas pruebas, y entonces llegué a esta conclusión.
No llego a creer en Dios por el apremiante poder de alguna ecuación matemática ni silogismo lógico. La existencia de Dios nos viene a ser real cuando vivimos una vida honrada y sincera.