Todos años, la revista Time reconoce a alguien como “Persona del Año”. El reconocimiento no es necesariamente un honor; se da a la persona a quien Time juzga haber sido el creador de la noticia del año, por bien o por mal. Este año, en vez de elegir a un individuo para concederle el título de creador de la noticia del año, se reconoció a una categoría de personas, las Silence Breakers, esto es, mujeres que han hablado claro por haber experimentado acoso sexual y violencia sexual.
Parte del desafío de Navidad es reconocer en qué lugar de nuestro mundo está naciendo Cristo hoy; dónde, dos mil años después del nacimiento de Jesús, podemos visitar de nuevo el establo de Belén, ver al niño recién nacido y tener nuestros corazones movidos por el poder de su inocencia e impotencia divinas.
Por Navidad, este año yo sugiero que honremos a los niños refugiados como el “Niño Jesús del Año”. Ellos traen tan cerca del original pesebre de Belén cuanto nosotros conseguimos en nuestro mundo hoy, porque para ellos, como para Jesús hace dos mil años, no hay ningún lugar en la posada.
El nacimiento de Jesús, como su muerte, viene envuelto en paradoja. Vino como la respuesta de Dios a nuestros anhelos más profundos, mal deseados, y aun así tanto en el nacimiento como en la muerte, fue el extraño. Observad que Jesús nace fuera de la ciudad y muere fuera de la ciudad. Eso no es accidental. No nació niño “deseado” y no fue niño aceptado. Se da por hecho que su madre, María, y aquellos que tenían un auténtico corazón religioso lo quisieron, pero el mundo no, al menos no en los términos en que vino, como niño impotente. Si hubiera venido como una super-estrella, poderoso, una figura tan dominante que las rodillas se doblaran automáticamente en su presencia, un mesías cortado a medida de nuestra imaginación, todas puertas de la posada se le habrían abierto, no sólo en su nacimiento sino durante toda su vida.
Pero Cristo no fue el mesías de nuestras expectativas. Vino como un infante, impotente, escondido en el anonimato, sin status, no invitado, no deseado. Thomas Merton describe su nacimiento de esta manera: Dentro de este mundo, esta posada loca, en la que no hay absolutamente ningún lugar para Él, Cristo ha venido no invitado. Pero, como no puede estar en casa estando en él, como está fuera de lugar estando en él y aun así tiene que estar en él, su lugar está con esos otros para los que no hay ningún lugar.
No hubo lugar para él en la posada. Los eruditos bíblicos nos dicen que nuestras homilías y opiniones sobre la falta de corazón de los dueños de la posada que no acogieron a María y José la víspera de Navidad, pierde el punto de esa narrativa. La indicación que los Evangelios quieren hacer aquí no es que los posaderos de Belén fueran crueles e insensibles y esta singular, pobre y aldeana pareja, José y María, fuera tratada injustamente. El motivo del “no hay lugar en la posada” quiere más bien hacer una indicación mayor, justamente la que Thomas Merton destacó, a saber, que nunca hay lugar en nuestro mundo para el verdadero Cristo, el que no se ajusta cómodamente a nuestras expectativas y opiniones. El verdadero Cristo choca generalmente con nuestras ideas, es una decepción para nuestras expectativas, viene sin estar invitado, está perennemente aquí, pero está siempre afuera, en la periferia, excluido por nuestros pensamientos y despachado de nuestras puertas. El verdadero Cristo está siempre buscando un hogar en un mundo en el que no hay ningún lugar para él.
Así, pues, ¿a quién le cuadra mejor esa descripción hoy? Yo sugiero lo siguiente: A millones de niños refugiados. El Niño Jesús puede ser visto lo más claramente hoy en los incontables niños refugiados que, con sus familias, están siendo llevados de sus hogares por la violencia, la guerra, la miseria, la limpieza étnica, la pobreza, el tribalismo, el racismo y la persecución religiosa. Ellos y sus familias son los que mejor encajan con el cuadro de José y María, buscando un lugar, extraños, impotentes, sin ser invitados, sin hogar, sin nadie que los acoja, en la periferia, extraños, calificados como “forasteros”. Pero ellos son la Sagrada Familia de hoy-día, y sus niños son el Niño Jesús para nosotros y para el mundo.
Así, pues, ¿a quién le cuadra mejor esa descripción hoy? Yo sugiero lo siguiente: A millones de niños refugiados. El Niño Jesús puede ser visto lo más claramente hoy en los incontables niños refugiados que, con sus familias, están siendo llevados de sus hogares por la violencia, la guerra, la miseria, la limpieza étnica, la pobreza, el tribalismo, el racismo y la persecución religiosa. Ellos y sus familias son los que mejor encajan con el cuadro de José y María, buscando un lugar, extraños, impotentes, sin ser invitados, sin hogar, sin nadie que los acoja, en la periferia, extraños, calificados como “forasteros”. Pero ellos son la Sagrada Familia de hoy-día, y sus niños son el Niño Jesús para nosotros y para el mundo.
¿Dónde está hoy el pesebre de Belén? ¿Dónde podríamos encontrar al Niño Jesús para adorarlo? En muchos sitios, reconocidamente en todas salas de parto y guarderías del mundo, pero “preferencialmente” en los campos de refugiados; en botes haciendo peligrosos viajes por el Mediterráneo; en migrantes que viajan incontables millas hambrientos, sedientos y en peligrosas condiciones; en gente que espera en incontables listas le faciliten una diligencia con la confianza de ser aceptada en algún lugar; en personas que llegan a varias fronteras después de un largo viaje, sólo para ser despedidos; en madres que están en centros de detención, con sus hijos en brazos y esperando; y más especial, preferencialmente, en los rostros de incontables niños refugiados.
El rostro de Dios en Navidad se ve más en el desamparo de los niños que en todo el terrenal y carismático poder del mundo. Y así hoy, si queremos, como los pastores y los magos, para encontrar nuestro camino al portal de Belén, necesitamos mirar a donde, en esta loca posada, habitan los niños más desamparados.