Vivimos
en un mundo de profundas divisiones. Por dondequiera vemos
polarización, gente amargamente dividida entre sí por ideología,
política, teoría económica, creencias morales y teología. Tendemos
a usar categorías super-simplistas en las que entender estas
divisiones: la izquierda y la derecha oponiéndose mutuamente, liberales y
conservadores en desacuerdo, pro-vida rivalizando con pro-elección.
Virtualmente, cada evento social y moral es una zona de guerra: la situación de las mujeres, el cambio climático, los roles de género, la sexualidad, el matrimonio y la familia como instituciones, el papel del gobierno, cómo tiene que ser entendida la comunidad LGBTQ, entre otros problemas. Y nuestras iglesias no están exentas: con demasiada frecuencia no somos capaces de estar de acuerdo en algo. La cortesía ha desaparecido del discurso público incluso en nuestras iglesias, donde hay ahora tanta división y hostilidad en cada denominación cuanta hay entre ellas. Más y más, no somos capaces de discutir abiertamente ninguna cuestión sensible, aun en nuestras propias familias. En cambio, discutimos de política, religión y valores sólo en nuestros propios círculos ideológicos; y ahí, más que desafiarnos unos a otros, principalmente acabamos sustentándonos mutuamente en nuestros prejuicios y enfados, haciéndonos así más intolerantes, amargados y críticos.
La escritura llama a esto enemistad, odio; y en verdad, ese es su propio nombre. Nos estamos convirtiendo en gente llena de odio que cargamos y justificamos este odio nuestro en terrenos religiosos y morales. Sólo necesitamos ver las noticias cualquier noche para comprobar esto. ¿Cómo superarlo?
A nivel más grande en política y religión, es duro ver cómo estos amargos puntos de visión siempre estarán levantados, especialmente cuando tanto de nuestro discurso político está alimentando y ensanchando la división. Lo que se necesita es nada menos que la conversión religiosa, un cambio religioso del corazón, y eso es casual en la persona. El corazón colectivo cambiará sólo cuando los corazones individuales lo hagan primero. Ayudamos a conservar la sanidad del mundo salvaguardando primero nuestra propia sanidad; pero eso no es tarea fácil.
No es tan simple como coincidir todos en tener mejores pensamientos. Ni -según parece- encontraremos mucho motivo común en nuestros diálogos públicos. El diálogo que se necesita no se consigue fácilmente; ciertamente no lo hemos conseguido aún. Muchos grupos están intentándolo, pero sin mucho éxito. Generalmente, lo que sucede es que incluso el diálogo mejor intentado degenera rápidamente en un intento de marcar por parte de cada lado sus propios puntos ideológicos más bien que tratar genuinamente de entenderse unos con otros. ¿Dónde nos deja eso?
La verdadera respuesta -creo yo- se halla en una comprensión de cómo la cruz y muerte de Jesús mueve a reconciliación. El autor de la Carta a los Efesios nos dice que Jesús destruyó la barrera de la hostilidad que existía entre las comunidades creando una sola persona donde en otro tiempo había habido dos, e hizo esto “reconciliando a ambas (comunidades) en un solo cuerpo mediante su cruz, dando muerte en él a esa enemistad”. (Ef 2, 16).
¿Cómo la cruz de Cristo da muerte a la enemistad? No por arte de magia. Jesús no destruyó las divisiones entre nosotros pagando místicamente alguna deuda por nuestros pecados a través de su sufrimiento, como si Dios necesitase ser aplacado por la sangre para perdonarnos y abrir las puertas del cielo. Esa imagen es simplemente la metáfora que hay detrás de nuestro icono y lenguaje a propósito de estar limpios de pecado y salvados por la sangre de Cristo. Lo que sucedió en la cruz y muerte de Jesús es algo que pide nuestra imitación, no simplemente nuestra admiración. Lo que sucedió en la cruz y muerte de Jesús es un ejemplo para que nosotros lo imitemos. ¿Qué tenemos que imitar?
Lo que Jesús hizo en su pasión y muerte fue transformar la amargura y división más que volver a transmitirlas y devolverlas del mismo modo. En el amor que mostró en su pasión y muerte, Jesús hizo esto: Acogió el odio, lo guardó dentro de sí, lo transformó y lo devolvió amor. Acogió la amargura, la guardó, la transformó y la devolvió gracia. Acogió las maldiciones, las guardó, las transformó y las devolvió cordialidad. Acogió el asesinato, lo guardó, lo transformó y lo devolvió perdón. Y acogió la enemistad, la amarga división, la guardó, la transformó y por medio de eso nos reveló el profundo secreto al formar comunidad, a saber, necesitamos quitar el odio que nos divide absorbiéndolo y tomándolo en nosotros mismos, y así transformándolo. Como un depurador de agua que retiene en sí las toxinas y el veneno y devuelve sólo agua pura, nosotros debemos retener en nosotros mismos las toxinas que envenenan la tierra de la comunidad y devolver sólo gracia y apertura a todos. Ese es el único secreto para superar la división.
Vivimos en tiempos creadores de amargas divisiones, sin hacer nada por un encuentro amistoso sobre cualquier cuestión sensible de política, economía, moralidad y religión. Esta paralización continuará hasta que, uno por uno, todos nosotros transformemos en vez de inflamar y volver a transmitir el odio que nos divide.
Virtualmente, cada evento social y moral es una zona de guerra: la situación de las mujeres, el cambio climático, los roles de género, la sexualidad, el matrimonio y la familia como instituciones, el papel del gobierno, cómo tiene que ser entendida la comunidad LGBTQ, entre otros problemas. Y nuestras iglesias no están exentas: con demasiada frecuencia no somos capaces de estar de acuerdo en algo. La cortesía ha desaparecido del discurso público incluso en nuestras iglesias, donde hay ahora tanta división y hostilidad en cada denominación cuanta hay entre ellas. Más y más, no somos capaces de discutir abiertamente ninguna cuestión sensible, aun en nuestras propias familias. En cambio, discutimos de política, religión y valores sólo en nuestros propios círculos ideológicos; y ahí, más que desafiarnos unos a otros, principalmente acabamos sustentándonos mutuamente en nuestros prejuicios y enfados, haciéndonos así más intolerantes, amargados y críticos.
La escritura llama a esto enemistad, odio; y en verdad, ese es su propio nombre. Nos estamos convirtiendo en gente llena de odio que cargamos y justificamos este odio nuestro en terrenos religiosos y morales. Sólo necesitamos ver las noticias cualquier noche para comprobar esto. ¿Cómo superarlo?
A nivel más grande en política y religión, es duro ver cómo estos amargos puntos de visión siempre estarán levantados, especialmente cuando tanto de nuestro discurso político está alimentando y ensanchando la división. Lo que se necesita es nada menos que la conversión religiosa, un cambio religioso del corazón, y eso es casual en la persona. El corazón colectivo cambiará sólo cuando los corazones individuales lo hagan primero. Ayudamos a conservar la sanidad del mundo salvaguardando primero nuestra propia sanidad; pero eso no es tarea fácil.
No es tan simple como coincidir todos en tener mejores pensamientos. Ni -según parece- encontraremos mucho motivo común en nuestros diálogos públicos. El diálogo que se necesita no se consigue fácilmente; ciertamente no lo hemos conseguido aún. Muchos grupos están intentándolo, pero sin mucho éxito. Generalmente, lo que sucede es que incluso el diálogo mejor intentado degenera rápidamente en un intento de marcar por parte de cada lado sus propios puntos ideológicos más bien que tratar genuinamente de entenderse unos con otros. ¿Dónde nos deja eso?
La verdadera respuesta -creo yo- se halla en una comprensión de cómo la cruz y muerte de Jesús mueve a reconciliación. El autor de la Carta a los Efesios nos dice que Jesús destruyó la barrera de la hostilidad que existía entre las comunidades creando una sola persona donde en otro tiempo había habido dos, e hizo esto “reconciliando a ambas (comunidades) en un solo cuerpo mediante su cruz, dando muerte en él a esa enemistad”. (Ef 2, 16).
¿Cómo la cruz de Cristo da muerte a la enemistad? No por arte de magia. Jesús no destruyó las divisiones entre nosotros pagando místicamente alguna deuda por nuestros pecados a través de su sufrimiento, como si Dios necesitase ser aplacado por la sangre para perdonarnos y abrir las puertas del cielo. Esa imagen es simplemente la metáfora que hay detrás de nuestro icono y lenguaje a propósito de estar limpios de pecado y salvados por la sangre de Cristo. Lo que sucedió en la cruz y muerte de Jesús es algo que pide nuestra imitación, no simplemente nuestra admiración. Lo que sucedió en la cruz y muerte de Jesús es un ejemplo para que nosotros lo imitemos. ¿Qué tenemos que imitar?
Lo que Jesús hizo en su pasión y muerte fue transformar la amargura y división más que volver a transmitirlas y devolverlas del mismo modo. En el amor que mostró en su pasión y muerte, Jesús hizo esto: Acogió el odio, lo guardó dentro de sí, lo transformó y lo devolvió amor. Acogió la amargura, la guardó, la transformó y la devolvió gracia. Acogió las maldiciones, las guardó, las transformó y las devolvió cordialidad. Acogió el asesinato, lo guardó, lo transformó y lo devolvió perdón. Y acogió la enemistad, la amarga división, la guardó, la transformó y por medio de eso nos reveló el profundo secreto al formar comunidad, a saber, necesitamos quitar el odio que nos divide absorbiéndolo y tomándolo en nosotros mismos, y así transformándolo. Como un depurador de agua que retiene en sí las toxinas y el veneno y devuelve sólo agua pura, nosotros debemos retener en nosotros mismos las toxinas que envenenan la tierra de la comunidad y devolver sólo gracia y apertura a todos. Ese es el único secreto para superar la división.
Vivimos en tiempos creadores de amargas divisiones, sin hacer nada por un encuentro amistoso sobre cualquier cuestión sensible de política, economía, moralidad y religión. Esta paralización continuará hasta que, uno por uno, todos nosotros transformemos en vez de inflamar y volver a transmitir el odio que nos divide.