Recientemente
recibí una carta de un hombre que me comunicó que aún estaba
profundamente obsesionado por una historia que había oído en una escuela
primaria muchos años antes. Uno de sus profesores de religión les había
leído una historia sobre un sacerdote que fue a visitar a un amigo de
infancia. Estando con su amigo, el sacerdote notó que, aunque su amigo
estaba bastante alegre y afable, parecía que le quedaba en el fondo algo
de tristeza. Cuando le preguntó a su amigo sobre ello, su amigo confesó
que “había perdido su salvación”, porque había sentido una llamada al
sacerdocio cuando era joven, pero en cambio había escogido casarse.
Ahora -sentía él- no había redención existencial de eso. Había tenido
vocación y la había perdido; y, con eso, también había perdido
definitivamente su ocasión de ser feliz. Aunque se encontraba bastante
feliz de casado, sentía que iba a llevar para siempre el estigma de
haber sido infiel al no aceptar su vocación dada por Dios.
Fui educado con historias como esa. Eran parte del catolicismo de mi juventud. Nos enseñaron a creer que Dios te asignaba una cierta vocación en el mundo, esto es, sacerdote, monja, persona casada o soltera; y, si no aceptabas eso cuando conocías tu llamada, entonces habías “desperdiciado” o “perdido” tu vocación, y la consecuencia sería una permanente tristeza e incluso el peligro de perder el cielo. Tales eran las historias vocacionales de mi juventud; y -la verdad sea dicha- yo fui al seminario para llegar a ser sacerdote con esa insistencia como una sombra en mi mente. Pero fue sólo una sombra. No accedí a la vida religiosa y al sacerdocio por temor, aunque algunos temores morales jugaron un papel en ello, como debían. El temor también puede ser una cosa sana.
Pero puede ser igualmente insana. No es sano entender a Dios y tu vocación como algo que pueda hacerte perder la felicidad y salvación por una singular elección hecha siendo aún joven. Dios no actúa así.
Ciertamente somos llamados por Dios a una vocación que debemos discernir en conciencia, en comunidad, en circunstancias y con los talentos que hemos recibido. Para un cristiano, la existencia no antecede a la esencia. Nacemos con un proyecto, con una misión en la vida. En la escritura hay muchos textos claros sobre esto: Jesús, orando durante noches enteras con el fin de conocer la voluntad de su Padre; Pedro, reclutado sobre una roca para ser conducido por un ceñidor que lo llevará a donde él más bien no iría; Pablo, siendo dirigido a Damasco e instruido por un anciano sobre su vocación; Moisés, siendo llamado a realizar una tarea porque vio el sufrimiento de su pueblo; y todos nosotros, recibiendo el desafío de usar nuestros talentos o ser privados de ellos. Todos somos llamados a la misión, y así cada uno de nosotros tiene una vocación. No somos moralmente libres de vivir nuestras vidas simplemente para nosotros mismos.
Pero Dios no nos da precisamente una ocasión que, si desaprovechamos o rechazamos, nos dejará tristes para siempre. No. Cada vez que nosotros cerramos una puerta, Dios nos abre otra nueva. Dios nos da 77x7 ocasiones, y después más que eso, si es necesario. La vocación no es tanto cuestión de acertar bien (¿A qué específicamente fui destinado?) sino, mejor, cuestión de entregarse en fe y amor a la situación que hemos escogido (o por la que, más frecuentemente, hemos sido escogidos por algunas circunstancias). No deberíamos vivir en insano temor de esto. Dios continúa amándonos y desando nuestra felicidad, aun cuando no siempre prosigamos a donde somos idealmente llamados.
Recientemente oí una homilía en una iglesia en la que un sacerdote comparó a Dios con un GPS, un Sistema de Posicionamiento Global, esto es, ese instrumento computerizado, completado con voz humana, que incontables personas tienen hoy en sus coches y a las que da instrucciones sobre cómo alcanzar su destino. Uno de sus rasgos es este: A pesar de las muchas veces que te descuides o desobedezcas su orden, la voz nunca expresa impaciencia, ni te grita, ni renuncia a ti. Dice simplemente: ”Recalculando”. Antes o después, sin importar cuántas veces te has descuidado, te lleva a casa.
Aun con lo grata que es esa imagen, todavía resulta una analogía muy débil comparada con la manera de entender la paciencia y el perdón de Dios. Ninguno de nosotros debería estar largo tiempo afectado de tristeza y temor por sentir que hemos perdido nuestra vocación, a no ser que estemos llevando una vida egoísta. La abnegación más bien que el egoísmo, una vida empeñada en el servicio más bien que en el confort, sin adivinar correctamente, constituye la vocación de uno. Nuestra vocación cristiana es hacer de lo que en verdad estamos viviendo -casado, sacerdote, religioso, soltero en el mundo- una vida de abnegación y servicio a otros. La felicidad y la salvación dependen de eso, no de adivinar correctamente.
Fui educado con historias como esa. Eran parte del catolicismo de mi juventud. Nos enseñaron a creer que Dios te asignaba una cierta vocación en el mundo, esto es, sacerdote, monja, persona casada o soltera; y, si no aceptabas eso cuando conocías tu llamada, entonces habías “desperdiciado” o “perdido” tu vocación, y la consecuencia sería una permanente tristeza e incluso el peligro de perder el cielo. Tales eran las historias vocacionales de mi juventud; y -la verdad sea dicha- yo fui al seminario para llegar a ser sacerdote con esa insistencia como una sombra en mi mente. Pero fue sólo una sombra. No accedí a la vida religiosa y al sacerdocio por temor, aunque algunos temores morales jugaron un papel en ello, como debían. El temor también puede ser una cosa sana.
Pero puede ser igualmente insana. No es sano entender a Dios y tu vocación como algo que pueda hacerte perder la felicidad y salvación por una singular elección hecha siendo aún joven. Dios no actúa así.
Ciertamente somos llamados por Dios a una vocación que debemos discernir en conciencia, en comunidad, en circunstancias y con los talentos que hemos recibido. Para un cristiano, la existencia no antecede a la esencia. Nacemos con un proyecto, con una misión en la vida. En la escritura hay muchos textos claros sobre esto: Jesús, orando durante noches enteras con el fin de conocer la voluntad de su Padre; Pedro, reclutado sobre una roca para ser conducido por un ceñidor que lo llevará a donde él más bien no iría; Pablo, siendo dirigido a Damasco e instruido por un anciano sobre su vocación; Moisés, siendo llamado a realizar una tarea porque vio el sufrimiento de su pueblo; y todos nosotros, recibiendo el desafío de usar nuestros talentos o ser privados de ellos. Todos somos llamados a la misión, y así cada uno de nosotros tiene una vocación. No somos moralmente libres de vivir nuestras vidas simplemente para nosotros mismos.
Pero Dios no nos da precisamente una ocasión que, si desaprovechamos o rechazamos, nos dejará tristes para siempre. No. Cada vez que nosotros cerramos una puerta, Dios nos abre otra nueva. Dios nos da 77x7 ocasiones, y después más que eso, si es necesario. La vocación no es tanto cuestión de acertar bien (¿A qué específicamente fui destinado?) sino, mejor, cuestión de entregarse en fe y amor a la situación que hemos escogido (o por la que, más frecuentemente, hemos sido escogidos por algunas circunstancias). No deberíamos vivir en insano temor de esto. Dios continúa amándonos y desando nuestra felicidad, aun cuando no siempre prosigamos a donde somos idealmente llamados.
Recientemente oí una homilía en una iglesia en la que un sacerdote comparó a Dios con un GPS, un Sistema de Posicionamiento Global, esto es, ese instrumento computerizado, completado con voz humana, que incontables personas tienen hoy en sus coches y a las que da instrucciones sobre cómo alcanzar su destino. Uno de sus rasgos es este: A pesar de las muchas veces que te descuides o desobedezcas su orden, la voz nunca expresa impaciencia, ni te grita, ni renuncia a ti. Dice simplemente: ”Recalculando”. Antes o después, sin importar cuántas veces te has descuidado, te lleva a casa.
Aun con lo grata que es esa imagen, todavía resulta una analogía muy débil comparada con la manera de entender la paciencia y el perdón de Dios. Ninguno de nosotros debería estar largo tiempo afectado de tristeza y temor por sentir que hemos perdido nuestra vocación, a no ser que estemos llevando una vida egoísta. La abnegación más bien que el egoísmo, una vida empeñada en el servicio más bien que en el confort, sin adivinar correctamente, constituye la vocación de uno. Nuestra vocación cristiana es hacer de lo que en verdad estamos viviendo -casado, sacerdote, religioso, soltero en el mundo- una vida de abnegación y servicio a otros. La felicidad y la salvación dependen de eso, no de adivinar correctamente.