¿Por qué ya no predicamos del fuego del infierno? Esta es una pregunta hecha frecuentemente por mucha gente religiosa sincera, preocupada porque demasiadas iglesias, sacerdotes y ministros han sido blandos con el pecado y son supergenerosos al hablar sobre la misericordia de Dios. Ahora, la opinión es que vendría más gente a la iglesia y guardaría los mandamientos si predicáramos la cruda verdad sobre el pecado mortal, la cólera de Dios y el riesgo de ir al infierno cuando nos muramos. La verdad os hará libres, afirman estas personas, y la verdad es que existe el verdadero pecado y pueden seguirse verdaderas y eternas consecuencias a causa de él. La puerta de acceso a cielo es angosta y el camino al infierno es ancho. Así pues, ¿por qué no predicamos más sobre los riesgos del fuego del infierno?
Lo válido en esta suerte de razonamiento es que predicar sobre el pecado mortal y el fuego del infierno puede producir ciertos efectos. Las amenazas funcionan, lo sé bien. Crecí sujeto a esta clase de predicación y admito que influyó en mi conducta. Pero ese influjo resultó ambivalente: Por una parte, me dejó bastante temeroso ante Dios y la vida misma por temor a desviarme en exceso moral y religiosamente. Por otra parte, también me dejó paralizado religiosa y emocionalmente con cierta profundidad. Dicho de manera sencilla, resulta duro tener íntima amistad con un Dios que te infunde terror; y no es bueno, ni religiosamente ni de ningún otro modo, situarse excesivamente retraído y temeroso ante las energías sagradas de la vida. Por supuesto, el miedo al castigo divino y al fuego del infierno puede causar algún efecto como motivador.
Así pues, ¿por qué no predicar del miedo? Porque resulta impropio, pura y simplemente. El lavado de cerebro y la intimidación física también causan efecto, pero vienen a ser la antítesis del amor. No accedes a una relación amorosa porque te sientes temeroso o amenazado. Accedes a una relación amorosa porque te sientes atraído a ella por amor.
Más importantemente, predicar amenaza divina deshonra al Dios en quien creemos. El Dios que Jesús encarna y revela no es un Dios que mande a personas sinceras y de buen corazón al infierno contra la voluntad de estos, a causa de algún desliz humano o moral que en nuestras categorías religiosas juzgamos que es pecado mortal. Por ejemplo, aún oigo que esta amenaza es predicada en nuestras iglesias: Si dejas de acudir a la iglesia el Domingo, cometes pecado mortal; y, si mueres sin confesarlo, irás al infierno.
¿Qué clase de Dios suscribiría semejante creencia? ¿Qué clase de Dios dejaría de dar a la gente sincera una segunda oportunidad, una tercera, y setenta y siete veces siete más oportunidades si permanecieran sinceras? ¿Qué clase de Dios diría a una persona arrepentida que está en el infierno: “¡Lo siento, pero tú conocías bien las reglas! Estás arrepentido ahora, pero resulta demasiado tarde. ¡Tuviste tu oportunidad!”
Una sana teología de Dios demanda que dejemos de enseñar que el infierno puede ser una odiosa sorpresa que le espera a una persona esencialmente buena. El Dios en quien creemos como cristianos es comprensión infinita, compasión infinita y perdón infinito. El amor de Dios sobrepasa al propio nuestro; y, si nosotros, en nuestros mejores momentos, somos capaces de ver la bondad de un corazón humano no obstante sus deslices y debilidades, ¡cuánto más lo verá así Dios! No tenemos nada que temer de parte de Dios.
¿O sí? ¿Acaso no nos dice la escritura que el temor del Señor es el principio de la sabiduría? ¿Cómo cuadra eso con el hecho de no tener miedo a Dios?
Existen diferentes clases de miedos, algunos saludables y otros no. Cuando la Escritura nos dice que el temor de Dios es el principio de la sabiduría, la clase de temor del que está hablando no depende del sentimiento amenazado o el sentimiento ansioso por ser castigado. Esa es la clase de temor que sentimos ante tiranos y amedrentadores. Existe, sin embargo, un temor saludable que es innato en la dinámica del amor mismo. Esta clase de temor es esencialmente la reverencia correspondiente, esto es, cuando amemos genuinamente a alguien, temeremos traicionar ese amor, temeremos ser egoístas, temeremos ser toscos y temeremos ser descorteses en esa relación. Temeremos violar el sagrado ámbito en el que se da la intimidad. Metafóricamente, sentiremos que permanecemos erguidos en terreno santo y que lo mejor sería descalzarnos ante ese fuego sagrado.
Además, la Escritura nos dice que cuando Dios aparece en nuestras vidas, casi siempre, las primeras palabras que oímos son: “No tengas miedo”. Eso sucede así porque Dios no es un tirano justiciero, sino una energía y persona amorosa, creativa, llena de gozo. Como nos recuerda Leon Bloy, el gozo es la prueba más infalible de la presencia de Dios.
Una vez, le preguntó cierto joven fundamentalista al famoso psiquiatra Fritz Peris: “¿Has sido salvado?” Respondió: “¿Salvado? ¡Aún estoy tratando de calcular cómo estar perdido”. Honramos a Dios no al vivir con miedo de ofenderle, sino empleando reverentemente la maravillosa energía que Dios nos da. Dios no es una ley que deba ser obedecida, sino una gozosa energía en la cual ocuparnos generativamente. Artículo original en inglés. Imagen: Depositphotos. Ron Rolheiser OMI (Trad. Benjamín Elcano, cmf). Fuente: Ciudad Redonda.org