El fragmento del evangelio de Marcos presenta a "uno" que se acerca a Jesús para preguntarle lo que debe hacer para heredar la vida eterna. Se trata de una pregunta sensata en la que oímos el eco de la voz de los anawim preguntando en los salmos: "Señor, quién habitará en tu tienda? (Sal 15,1) y "Quién subirá al monte del Señor? Quién podrá estar en su recinto santo?" (Sal 24,3). Se preguntaban, por tanto, cómo "heredar" las promesas de Dios: sabían, en efecto, que en la "vida eterna" se encuentran condensados la benevolencia divina y el deseo de felicidad del hombre. Jesús, interpelado, rechaza para sí, en cuanto hombre, el atributo "bueno", y lo refiere explícitamente al único que es la Bondad absoluta, e invita a su interlocutor a observar los mandamientos -las diez palabras-, que son el don del Dios bueno destinado a entrar en comunión con él.
Sobre ese "uno" que puede responder que ha observado los mandamientos desde su juventud se posa ahora la mirada admirada y amorosa de Jesús, que le dirige una invitación precisa y clara: "Vete, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres; así tendrás un tesoro en el cielo. Luego ven y Sígueme". Pero hay algo que impide al interlocutor acoger el amor de predilección del Maestro: posee "muchos bienes", pero no consigue comprender cuál es el bien verdadero, el verdadero rostro de la sabiduría que se le quiere dar, y se aleja "todo triste".
Jesús explica a los asombrados discípulos cómo precisamente esas riquezas, que en el Antiguo Testamento eran consideradas un signo de la benevolencia divina, pueden convertirse en el obstáculo más grande para acoger el Reino de los Cielos. Sólo quien sigue a Jesús encuentra con él y en él cien veces más aquí en la tierra -"junto con persecuciones", precisa Marcos (v. 30)- y la vida verdadera, la eterna, que sólo puede ser recibida por quien -como el comerciante avispado- vende todo para adquirirla.