Jesús camina con paso decidido hacia Jerusalén (10,32), hacia la pasión, y no deja sitio a incertidumbres o componendas: revela una vez más a los suyos, que lo han dejado todo para seguirle (10,28), el final de aquel camino (vv. 33ss); sin embargo, tampoco los discípulos que le son más allegados comprenden, no son capaces de despojarse de las expectativas y las ambiciones de gloria exclusivamente humanas; creen que su Maestro es el Mesías esperado como triunfador y, atestiguándole su confianza, le piden tener una parte digna de consideración en el Reino que va a restablecer (v. 37). Jesús examina a estos aspirantes a "primeros ministros"; rectifica sus perspectivas, les indica con mayor claridad que su gloria pasa antes que nada por un camino de sufrimiento (ése es el sentido de las imágenes bíblicas de la "copa" y del "bautismo", a saber: sumergirse en las aguas entendidas como olas de muerte). La disponibilidad que declaran, con ingenuo atrevimiento, Santiago y Juan no basta aún para obtenerles la promesa de un sitio de honor, porque la participación en la gloria de Cristo es un don que sólo Dios puede otorgar gratuitamente (v. 40).
Y quién se hace digno de recibirlo? Jesús lo explica a los Doce, a quienes el deseo de ser los primeros pone en conflicto, y a nosotros, que también aspiramos siempre un poco al éxito y al poder: "No ha de ser así entre vosotros". Nos enseña que la realización hacia la que debemos tender no ha de tener como modelo el comportamiento de los "grandes" de este mundo, sino el de Cristo, siervo humilde glorificado por el Padre, que es, al mismo tiempo, el Hijo del hombre esperado para concluir la historia e inaugurar el Reino celestial. Éste es el modelo de grandeza que propone Jesús a los suyos: el humilde servicio recíproco, la entrega incondicionada de uno mismo para el bien de los hermanos (vv. 42-44).