¿Por qué permanecer en la Iglesia? Artículo

Hace varias semanas, después de dar una charla en una asamblea religiosa, la primera pregunta de la audiencia fue esta: ¿Cómo puedes seguir permaneciendo en una Iglesia que tuvo una parte tan importante en la creación y mantenimiento de escuelas residenciales para la colectividad indígena de Canadá? ¿Cómo puedes permanecer en una Iglesia que hizo eso?

La pregunta es legítima e importante. Tanto en su historia como en su presente, la Iglesia tiene suficiente culpa para legitimar la pregunta. La lista de pecados cometidos en nombre de la Iglesia es larga: la Inquisición, su apoyo a la esclavitud, su papel en el colonialismo, su conexión con el racismo, su papel en frustrar los derechos de las mujeres, y su continuos compromisos históricos y presentes con la supremacía blanca, el cuantioso dinero y el poder político. Sus críticos son a veces excesivos y desequilibrados; pero, para la mayor parte, la Iglesia es culpable de los cargos que se le imputan.

 Sin embargo, esta culpa no es única de la Iglesia. Los mismos cargos podrían ser aducidos contra cualquiera de los países en los que vivimos. ¿Cómo podemos permanecer en un país que tiene una historia de racismo, esclavitud, colonialismo, genocidio de algunos de sus pueblos indígenas, radical desigualdad entre sus ricos y sus pobres, un país que es insensible a los desesperados refugiados de sus fronteras y en el que millones de personas se odian mutuamente? ¿No es moralmente preferible decir que estoy avergonzado de ser católico (o  cristiano) cuando las naciones en las que vivimos comparten la misma historia y los mismos pecados?

No obstante, como se supone que la Iglesia es fermento para una sociedad y no sólo un espejo de ella, la pregunta es válida. ¿Por qué permanecer en la Iglesia? Hay buenas respuestas disculpables de esto, pero, al final del día, para cada uno de nosotros, la respuesta tiene que ser personal. ¿Por qué permanezco en la Iglesia?

Primero, porque la Iglesia es mi lengua materna. Ella me dio la fe, me instruyó sobre Dios, me dio la palabra de Dios, me enseñó a orar, me dio los sacramentos, me mostró a qué se parece la virtud y me puso en contacto con algunos santos vivientes. Además, a pesar de todos sus defectos, fue para mí suficientemente auténtica, altruista y pura para tener la superioridad moral de pedirme que le confiara mi alma, una confianza que no he dado a ninguna otra entidad comunal. Estoy muy cómodo tomando parte en el culto con otras religiones y compartiendo el alma con no creyentes, pero en la Iglesia en la que crecí, reconozco el hogar, mi lengua materna.

Segundo, la historia de la Iglesia no es unívoca. Reconozco sus pecados y los conozco abiertamente, pero eso está lejos de su total realidad. La Iglesia es también la Iglesia de los mártires, de los santos, de la infinita generosidad, y de millones de mujeres y hombres con un corazón grande y noble que son mis modelos morales. Estoy en la oscuridad de sus pecados; pero también estoy en la luz de su gracia, de todas las cosas buenas que ha hecho en la  historia.

Finalmente, y lo más importante, ¡permanezco en la Iglesia porque la Iglesia es todo lo que tenemos! No hay ningún otro lugar a donde marchar. Me identifico con el ambivalente sentimiento que lanzó a Pedro cuando, justo después de oír a Jesús decir algo que a todos los demás les había hecho marcharse de él, le preguntó: “¿Tú también quieres marcharte?”; y él (hablando en nombre de todos discípulos) respondió: “Nos gustaría hacerlo, pero no tenemos ningún otro lugar a donde ir. Además, reconocemos que, a pesar de todo, tú incluso tienes las palabras de vida eterna”.

En esencia, Pedro está diciendo: “Jesús, no te comprendemos; y lo que entendemos, a menudo no nos gusta. Pero sabemos que es mejor no entenderlo pero estar contigo que marcharnos a cualquier otro lugar. A pesar de los sombríos momentos, ¡tú eres todo lo que tenemos!”.    

¡La Iglesia es todo lo que tenemos! ¿A dónde más podemos ir? Detrás de la expresión Yo soy espiritual, pero no religioso (a pesar de todo, sinceramente dicho) subyace o un invencible fracaso o una culpable desgana para tratar sobre la necesidad de la comunidad religiosa, para tratar sobre lo que Dorothy Day llamó “el ascetismo de la vida de la Iglesia”. Decir No puedo o no quiero tratar con una comunidad religiosa impura es una huída, una salida egoísta, que al final del día no es muy útil, sobre todo para la persona que lo dice. ¿Por qué? Porque para que la compasión sea efectiva, necesita ser colectiva, dada la verdad de que lo que soñamos solos se queda en un sueño, pero lo que soñamos con otros puede llegar a ser una realidad. No veo nada fuera de la Iglesia que pueda salvar a este mundo.

No hay en ningún lugar una Iglesia pura a la que unirnos, como tampoco hay en ningún lugar un país puro en el que vivir. Esta Iglesia, aun con toda su problemática historia y comprometido presente, es todo lo que tenemos. Necesitamos apropiarnos de sus fallos, ya que son nuestros fallos. Su historia es nuestra historia; su pecado, nuestro pecado; y su familia, nuestra familia: la única familia permanente que tenemos. Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - 

Virgen del Carmen! Patrona y protectora de los hombres de mar. Nuestro refugio y consuelo.

¡Mira a la Estrella del Mar! 

¡Oh tú que te sientes lejos de la tierra firme, arrastrado por las olas de este mundo, en medio de las borrascas y de las tempestades, si no quieres zozobrar, no quites los ojos de la luz de esta Estrella, invoca a María!.
Si se levantan los vientos de las tentaciones, si tropiezas en los escollos de las tribulaciones, mira a la Estrella, llama a María.
Si eres agitado por las ondas de la soberbia, si de la detracción, si de la ambición, si de la emulación, mira a la Estrella, llama a María.
Si la ira, o la avaricia, o la impureza impelen violentamente la navecilla de tu alma, mira a María.
Si, turbado a la memoria de la enormidad de tus crímenes, confuso a la vista de la fealdad de tu conciencia, aterrado a la idea del horror del juicio, comienzas a ser sumido en la sima del suelo de la tristeza, en los abismos de la desesperación, piensa en María.
En los peligros, en las angustias, en las dudas, piensa en María, invoca a María. No se aparte María de tu boca, no se aparte de tu corazón; y para conseguir los sufragios de su intercesión, no te desvíes de los ejemplos de su virtud.
No te extraviarás si la sigues, no desesperarás si la ruegas, no te perderás si en Ella piensas. Si Ella te tiende su mano, no caerás; si te protege, nada tendrás que temer; no te fatigarás, si es tu guía; llegarás felizmente al puerto, si Ella te ampara. 
Oración compuesta por San Bernardo.

Oh, Virgen santísima, Madre del Creador y Salvador del mundo, abogada de los pecadores. Es justo que, después de haber dado gracias a Jesucristo, Hijo tuyo y Redentor mío, por haberse entregado con amor por mí, pecador, y por haberme entregado su santísimo cuerpo, también te dé gracias a ti, Reina celestial, porque de ti tomó la humanidad este Verbo divino, tu Hijo y mi Dios y Creador. Con humildad suplico tu clemencia, porque eres Reina del cielo y Madre de la misericordia y de este misericordioso Señor, y -puesto que de la plenitud de tu gracia reciben de ti redención los prisioneros, consuelo los afligidos, perdón de sus pecados los pecadores; obtienen gracia y gloria los justos, salud los enfermos y grande gloria los ángeles- te suplico que me comuniques tu benevolencia, oh Señora y Madre de la misma gracia y misericordia. Tú, oh Señora, eres la escala del cielo, la estrella del mar, la puerta del paraíso, la esposa del Padre eterno, la madre del Hijo y el tabernáculo del Espíritu Santo, sellada por el Padre con su poder, por el Hijo con su sabiduría y por el Espíritu Santo con su bondad (Jaime Montañés, carmelita español del siglo XVII, citado en E. Boaga, Con Maria nelle vie di Dio. Antología della mañanita carmelitana, Roma 2000, p. 100).

El violinista ¿Reconocemos el talento en un contexto inesperado? Artículo

Un hombre se sentó en una estación del metro en Washington y comenzó a tocar el violín, en una fría mañana de enero. Durante los siguientes 43 minutos, interpretó seis obras de Bach. Durante el mismo tiempo, se calcula que pasaron por esa estación algo más de mil personas, casi todas camino a sus trabajos.

Transcurrieron tres minutos hasta que alguien se detuvo ante el músico. Un hombre de mediana edad alteró por un segundo su paso y advirtió que había una persona tocando música. Un minuto más tarde, el violinista recibió su primera donación: una mujer arrojó un dólar en la lata y continuó su marcha.

Algunos minutos más tarde, alguien se apoyó contra la pared a escuchar, pero enseguida miró su reloj y retomó su camino.

Quien más atención prestó fue un niño de 3 años. Su madre tiraba del brazo, apurada, pero el niño se plantó ante el músico. Cuando su madre logró que comenzara a andar, el niño continuó girando su cabeza para mirar al artista. Esto se repitió con otros niños. Todos los padres, sin excepción, los forzaron a seguir la marcha.

En los tres cuartos de hora que el músico tocó, sólo siete personas se detuvieron y otras veinte dieron dinero, sin interrumpir su camino. El violinista recaudó 32 dólares. Cuando terminó de tocar y se hizo silencio, nadie pareció advertirlo. No hubo aplausos, ni reconocimientos.

Nadie lo sabía, pero ese violinista era Joshua Bell, uno de los mejores músicos del mundo, tocando las obras más complejas escritas por Bach, en un violín tasado en unos 3.5 millones de dólares. Dos días antes de su actuación en el metro, Bell llenó el aforo de un teatro en Boston, con localidades que promediaban los 100 dólares.

Esta es una historia real. La actuación de Joshua Bell de incógnito en el metro fue organizada por el diario The Washington Post como parte de un experimento social sobre la percepción, el gusto y las prioridades de las personas. La consigna era: en un ambiente banal y a una hora inconveniente, ¿percibimos la belleza? ¿Nos detenemos a apreciarla? ¿Reconocemos el talento en un contexto inesperado?

Una de las conclusiones de esta experiencia, podría ser la siguiente: Si no tenemos un instante para detenernos a escuchar a uno de los mejores músicos interpretar la mejor música compuesta, ¿Cuántas otras cosas nos estaremos perdiendo?

Pídele al Señor que puedas apreciar las cosas de la vida, pídele que te ayude a planificar tu tiempo de la forma más adecuada y a no malgastarlo. Fuente: El web católico de Javier

¿Qué hay en el rostro de Dios?. Artículo

Oh Dios, por ti suspiro; mi alma está sedienta de ti. Mi carne tiene ansia de ti como una tierra reseca, agostada, sin agua.

Rezamos estas palabras con sinceridad. ¿Alguna vez las decimos verdaderamente a conciencia? ¿Podemos decir honradamente que las angustias que nos impulsan a arrodillarnos son un anhelo de ver a Dios? Cuando estamos obsesionados con un dolor que no nos dejará dormir, ¿podemos decir honradamente que estamos sedientos de Dios? A primera vista, no. Nuestras ansias existenciales tienden a ser más terrenales, más centradas en nosotros mismos y más eróticas de lo que merecería el clamor de que están anhelando a Dios. Sólo el sorprendente místico (o quizás uno de nosotros en un momento excepcional) puede, en un momento dado, examinar sus ardientes deseos y decir honradamente: lo que quiero es Dios. Estoy suspirando por Dios.

Sin embargo, hay otro aspecto de esto. Necesitamos distinguir entre lo que deseamos explícitamente y lo que deseamos implícitamente en ese mismo deseo. Permitidme un ejemplo terrenal como ilustración. Imaginad a un hombre, en una determinada noche, sintiendo un inquieto y afanoso deseo sexual con una prostituta. ¿Está anhelando ver el rostro de Dios? ¿Está anhelando la unión en el cuerpo de Cristo? Explícitamente, no. Eso es lo más lejano de su mente, al menos de su mente consciente. Y en  cambio, hay algo más en su consciencia en ese mismo momento (que conoce de hecho, pero de lo que no es consciente explícito). Su deseo, que en esta noche ha brillado tan fuerte sexualmente, es, en su verdadero intento, un deseo de ver el rostro de Dios y estar en unión con otros en el cuerpo de Cristo. Implícito en lo que está hambreando es lo que san Agustín expresa en su famoso axioma: Nos has hecho para ti, Señor, y nuestros corazones están inquietos hasta que descansen en ti. Está anhelando ver el rostro de Dios.

Al averiguar esta distinción entre lo que es deseado explícitamente en un acto y lo que está contenido implícitamente en ese mismo acto, no deberíamos mezclar esto con nuestras nociones de consciente e inconsciente. Estos últimos términos son categorías psicológicas, válidas e importantes por su propio derecho, mientras que explícito e implícito son términos filosóficos, ligeramente diferentes en significado, con una particular visión en lo que de hecho está contenido en cualquier acto. De  nuevo, quizás un ejemplo puede ser útil. Imaginaos haciendo un juicio simple y elemental. Miráis una pared y decís: esta pared es blanca. Eso es aquello de lo que sois conscientes explícitamente en ese momento. Pero para que hagáis ese juicio (Esta pared es blanca), al mismo tiempo también tenéis que saber -saber explícita y realmente, y con tanta seguridad como sabéis que la pared es blanca- algunas cosas más.  Primero, que la pared no es verde ni de ningún otro color; y, además, que no podéis decir que la pared no es blanca sin negar la verdad de lo que estáis viendo. Estas últimas dimensiones son algo que conocéis de hecho, pero de lo que no sois conscientes.

Ahora, aplicad esto al hombre cuyos deseos le impulsan a tener sexo con una prostituta. Vemos que lo que está en su mente explícitamente en ese momento no es un deseo de ver el rostro de Dios ni estar en unión en el cuerpo de Cristo. Lejos de eso. Sin embargo, mientras está empeñado  en ese acto, sabe implícitamente que esto no es lo que de hecho está  buscando y que no puede aparentar que lo sea. Este conocimiento implícito de estas otras dimensiones no es sólo una función de la conciencia, sino una función del conocimiento mismo.

Se derivan múltiples implicaciones de esto, más allá de no sentir falsa culpa por el hecho de que, la mayoría de las veces, nos encontramos congénitamente incapaces de hacer a Dios el verdadero foco, el principal objeto y el Todo de nuestros deseos. Generalmente, no vemos nuestras obsesiones y pesares como teniendo a Dios como su verdadero objeto.  Sospecho que esto se da porque no concebimos a Dios como conteniendo la poderosa seducción, atractivo, belleza, color y sexualidad que así pueda obsesionarnos en este mundo. Me pregunto si alguien (además de un místico) se ha obsesionado alguna vez con ver el rostro de Dios porque supuso que en Dios había incluso una más rica belleza, atractivo y fascinación sexual de lo que se puede encontrar aquí en la tierra. ¿Nos  imaginamos alguna vez a Dios como infinitamente más interesante y atractivo que cualquier pareja sexual de la tierra?

¡Tristemente, el Dios de las religiones es duro de anhelar! Ese Dios, a la vez que perfecto y atractivo filosóficamente, está existencialmente exento de la auténtica belleza y eros que nos obsesiona en la tierra.  

Teresa de Lisieux, la joven doctora del alma que ella fue, nos ofrece este aviso: Cuida de no buscarte a ti mismo en el amor, porque de esa manera acabarás con un corazón roto. Por suerte, un conocimiento implícito de lo que en realidad estamos anhelando puede ayudar a salvarnos de eso. Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - 

Alegría: una señal de Dios. Artículo


Sólo existe una verdadera tristeza: ¡no ser santo!
 El novelista, filósofo y ensayista francés Léon Bloy acaba su novela La mujer pobre con esa frase tan citada. He aquí una cita de Léon Bloy menos conocida que nos ayuda a entender por qué hay tal tristeza en no ser santo. La alegría  es una señal segura de la vida de Dios en el alma.

La alegría no es sólo una señal segura de la vida de Dios en el alma; es una señal de la vida de Dios, y punto. La alegría constituye la vida interior de Dios. Dios es alegría. Esto no es algo que creemos fácilmente. Por muchas razones encontramos duro pensar en Dios como feliz, alegre, contento y (como dice Juliana de Norwich) relajado y sonriente. El Cristianismo,  el Judaísmo y el Islamismo, a pesar de todas nuestras diferencias, tienen esto en común.  En nuestra concepción popular, todos nos imaginamos a Dios como varón, célibe y, generalmente, descontento y decepcionado con nosotros. Luchamos por pensar que Dios es feliz con nuestras vidas y, más importante aún, que Dios se encuentra feliz, alegre, relajado y sonriente.

Pero, ¿cómo podría ser de otra manera? La Escritura nos dice que Dios es el autor de todo lo bueno y que todas las cosas buenas proceden de Dios. Ahora bien, ¿hay mayor bondad en este mundo que la alegría, la felicidad,  la risa y la vivificante gracia de una sonrisa benevolente? Claramente, no. Estas cosas constituyen la auténtica vida del cielo y son las que hacen la vida en la tierra digna de vivirse. Con toda seguridad, deducimos que tienen sus orígenes en Dios. Esto quiere decir que Dios es alegre, que es alegría.

Si esto es cierto, y lo es, entonces no deberíamos concebir a Dios como un amante decepcionado, un esposo airado ni un padre herido, frunciendo el entrecejo ante nuestras insuficiencias  y traiciones. Más bien, Dios podría ser imaginado como una abuela o abuelo sonriente, que se deleita con nuestras vidas y energía, sin alarmarse por nuestra pequeñez, perdonando nuestras debilidades y siempre tratando gentilmente de estimularnos hacia algo más alto.

Un creciente cuerpo de literatura sugiere hoy que la experiencia más pura de amor y alegría en esta vida no es la que se experimenta entre amantes,  esposos, o incluso padres con sus hijos. En estas relaciones, existe de modo inevitable (y comprensible) bastante tensión y egoísmo para colorear tanto su pureza como su alegría. Esto es generalmente menos cierto en la relación de los abuelos con sus nietos. Esa relación, más libre de tensión y egoísmo, es frecuentemente la experiencia más pura de amor y alegría que hay en esta tierra. Ahí, el gozo fluye de manera más libre, más pura, más graciosa, y refleja más puramente lo que hay en Dios, a saber, alegría y gozo.

Dios es amor, nos dice la Escritura; pero Dios es también alegría. Dios es la bondadosa y benevolente sonrisa de un abuelo que mira con orgullo y gozo a un nieto.

De cualquier modo, ¿cómo encaja todo esto con el sufrimiento, con el misterio pascual, con un Cristo sufriente que por la sangre y la angustia paga el precio de nuestro pecado? ¿Dónde estaba la alegría de Dios el Viernes Santo cuando Jesús clamó en agonía clavado en la cruz? También, si Dios es alegría, ¿cómo explicamos las muchas veces en nuestras vidas  cuando, viviendo honradamente en nuestra fe y nuestros compromisos, no nos sentimos alegres, felices, risueños, cuando luchamos por sonreír?

 La alegría y el dolor no son incompatibles.  Tampoco lo son la felicidad y la  tristeza. Más bien, se sienten juntos frecuentemente. Podemos sufrir un gran dolor y, aun así, ser felices; como también podemos estar libres de dolor, experimentando placer, y ser desdichados.  La alegría y la felicidad se afirman sobre algo que persevera por entre el dolor, esto es, el significado; pero hay que entender esto. Nosotros tendemos a tener una idea inútil y superficial de lo que constituye tanto la alegría como la felicidad. Para nosotros, son incompatibles con el dolor, el sufrimiento y la tristeza. Me pregunto cómo habría respondido Jesús el Viernes Santo mientras pendía de la cruz, si alguien le hubiera preguntado: “¿Te sientes feliz ahí arriba?” Sospecho que le habría dicho algo semejante a esto: “Si entiendes la felicidad de la manera como te la imaginas, ¡entonces no! ¡No soy feliz! ¡De entre todos los días, particularmente hoy! Pero lo que estoy experimentando hoy en medio de la agonía es lo que significa, un significado tan profundo que contiene una alegría y una felicidad que permanecen a través de la agonía. Dentro del dolor, hay una profunda  alegría y felicidad al entregarme totalmente a esto. La infelicidad y la tristeza, tal como las entiendes, vienen y van; el significado se queda a través de esos sentimientos”.

El hecho de saber esto todavía no nos hace fácil aceptar que Dios es alegría y que esa alegría es una segura señal de la vida de Dios en el alma. Sin embargo, saberlo es un importante comienzo sobre el que podemos construir.

Existe una profunda tristeza en no ser santo. ¿Por qué? Porque nuestra distancia de la santidad es también nuestra distancia de Dios, y nuestra distancia de Dios es también nuestra distancia de la alegría. Ron Rolheiser (Traducción Benjamín Elcano, cmf) -