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Cada
vez vamos teniendo más recelo de las palabras. Por todos sitios oímos
decir a la gente: “¡Eso es sólo hablar! ¡Eso no es nada más que palabras
vacías!”
Y las palabras vacías nos acompañan siempre. Nuestro mundo está lleno de
mentiras, de falsas promesas, de brillante propaganda que engaña, de
palabras nunca apoyadas por nada. Cada vez confiamos menos en lo que
oímos. Nos han mentido y traicionado demasiado a menudo; ahora estamos
recelosos de lo que creemos.
Pero la desconfianza en las palabras que oímos es sólo una razón de la
debilidad de nuestra palabra hablada. Nuestras palabras pueden ser
verdaderas y aún tener poco poder. ¿Por qué? Porque -para usar palabras
del Evangelio- puede ser que nosotros no estemos hablando con mucha
autoridad. Puede ser que nuestras palabras no tengan lo que necesitan
para ser apoyadas. ¿Qué se quiere decir con eso?
Los Evangelios non dicen que una de las cosas que distinguía a Jesús de
los otros predicadores religiosos de su tiempo era que hablaba con a utoridad, mientras que ellos no. ¿Qué les da autoridad a las palabras? ¿Qué les da poder transformativo?
Como sabemos, hay diferentes clases de poder. Hay un poder que nace de
la fuerza y energía. Vemos esto, por ejemplo, en el cuerpo de un atleta
dotado que se mueve con autoridad. Hay poder también en el carisma, en
un orador dotado o una estrella de rock. También ellos hablan con una
cierta autoridad y poder. Pero aún hay otra clase de poder y autoridad,
una muy diferente de la del atleta y la estrella de rock. Es el poder de
un bebé, el paradójico poder de la vulnerabilidad, la inocencia y la
debilidad. La debilidad es a veces el verdadero poder. Si pones a un
atleta, una estrella de rock y un bebé en la misma habitación, ¿quién es
entre ellos el más poderoso? ¿Quién tiene la mayor autoridad?
Cualquiera que sea el poder del atleta o de la estrella de rock, el bebé
tiene más poder para cambiar los corazones.
Los textos del Evangelio que nos dicen que Jesús hablaba con “autoridad”
nunca sugieren que hablara con “gran energía” ni “poderoso carisma”. Al
describir la autoridad de Jesús usan la palabra “exousia”, una palabra
griega para la que no tenemos una equivalente inglesa. ¿Qué es
“exousia”? No tenemos un término por ella, pero tenemos un concepto:
“Exousia” podría ser descrita como la combinación de la vulnerabilidad,
inocencia y debilidad que un bebé trae a una habitación. Su misma
debilidad, inocencia y vulnerabilidad tienen una única autoridad y poder
para tocar vuestra conciencia. Con toda razón la gente vigila su
lenguaje estando en torno a un bebé. Su presencia misma es purificadora.
Pero hay un par de otros elementos que también afianzan la autoridad con
la que Jesús hablaba. Su vulnerabilidad e inocencia dio a sus palabras
un poder especial, sí; pero otros dos elementos hicieron también sus
palabras poderosas: sus palabras se cimentaban siempre en la integridad
de su vida. También, la gente reconoció que su autoridad no venía de sí
mismo sino de algo (Alguien) superior, al que él servía. No había
discrepancia entre sus palabras y su vida. Además, sus palabras eran
poderosas porque no venían solamente de él, venían por él de Alguien superior a él, Alguien cuya autoridad no podía ser desafiada: Dios.
Veis este estilo de autoridad, por ejemplo, en personas como Madre
Teresa y Jean Vanier. Sus palabras tenían una autoridad especial. Madre
Teresa podía encontrarse con alguien por primera vez y pedirle ir con
ella a India y trabajar con ella. Jean Vanier era capaz de hacer lo
mismo. Un amigo mío cuenta cómo al encontrarse con Vanier por primera
vez, en su primera conversación misma, Vanier le invitó a hacerse
sacerdote misionero. Ese pensamiento nunca se le había cruzado por la
cabeza. Hoy es misionero.
¿Qué les da a algunas personas ese poder especial? “Exousia”, una vida
generosa y un apoyo en una autoridad que viene de arriba. Lo que veis en
personas como Madre Teresa y Jean Vanier es la debilidad de un bebé,
combinado con una vida generosa cimentada en una autoridad más allá de
ellos. Cuando dichas personas hablan, como la de Jesús, sus palabras
tienen verdadero poder para calmar los corazones, curarlos, cambiarlos
y, metafórica y realmente, expulsar demonios fuera de ellos.
Pero no siempre tenemos que mirar a los gigantes espirituales como Madre
Teresa y Jean Varnier para ver esto. La mayoría de nosotros no hemos
sido influidos tan personalmente por Madre Teresa ni Jean Varnier, pero
nos han hablado con autoridad personas de nuestro entorno. En mi caso,
fueron mi padre y mi madre quienes me hablaron con esa clase de
autoridad. También algunas de las monjas ursulinas que me enseñaron en
el colegio, y algunos de mis tíos y tías que tuvieron el poder de
pedirme el sacrificio porque hablaban con “exousia”, y con una
integridad y una fe que yo no podía cuestionar ni negar. Me pidieron que
considerara hacerme sacerdote, y me hice.
Lo que mueve al mundo es frecuentemente la poderosa energía y carisma de
los altamente talentosos; pero el corazón es movido por una diferente
clase de autoridad. Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) -
Este 21 de febrero se estrena en cines Corazón Ardiente. La primera película sobre el Sagrado Corazón de Jesús. La película nos descubre la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, como su historia, cómo ha influido en el mundo, testimonios preciosos para la familia y nos descubre una profunda unión entre el Sagrado Corazón y la Eucaristía. No os perdáis esta película que te cambiará el Corazón. Es una película que debemos compartir, pues es muy necesario que el Sagrado Corazón vuelva a los hogares del mundo entero.
Este jueves, día 20 de febrero, al cumplirse los 100 años de la muerte de Santa Jacinta Martos, nos convocan desde Fátima a un ROSARIO MUNDIAL por la paz, por las familias, por la vida, por las vocaciones y por la conversión del mundo.
En la parroquia nos unimos a esta llamada con un Rosario ante el Santísimo y que tendrá lugar a las 9 de la noche.
Hace treinta años, John Jungblut escribió un pequeño folleto titulado On Hallowing Our Diminisment.
Es un opúsculo que sugiere maneras como podríamos forjar las
humillaciones y adversidades que nos cercan por las circunstancias, la
edad y los accidentes, de modo que, a pesar de la humillación que traen,
podamos colocarlos bajo un cierto dosel, de manera que quitemos su
vergüenza y nos devolvamos algo de la dignidad perdida.
Todos sufrimos adversidades. Ciertas cosas nos llegan por la genética,
la historia, las circunstancias, la sociedad en la que vivimos o por los
deterioros del envejecimiento o los accidentes que, vistos desde casi
todos los ángulos, son no sólo amargamente injustos sino pueden también
despojarnos aparentemente de nuestra dignidad y dejarnos humillados. Por
ejemplo, ¿cómo afronta uno un defecto corporal que la sociedad juzga
antiestético? ¿Cómo afronta uno el hecho de ser discriminado
negativamente? ¿Cómo afronta uno un accidente que le deja parcial o
totalmente paralizado? ¿Cómo afronta uno el debilitamiento que viene con
la vejez? ¿Cómo afronta uno el hecho de que un ser querido fue violado o
matado simplemente por el color de su piel? ¿Cómo afronta uno el
suicidio de un ser querido? ¿Cómo colocamos estas cosas bajo algún dosel
de dignidad y sentido, de modo que lo que es una terrible injusticia no
sea una permanente fuente de indignidad y vergüenza? ¿Cómo trata
santamente uno sus adversidades?
Soren Kierkegaard ofrece este consejo. Él, que a veces fue ridiculizado
públicamente a lo largo de su vida, incluso con caricaturas de periódico
que hacían mofa de su aspecto físico (sus “flacas piernas”), ofrece
este consejo: Ante algo como esto -dice él- no es cuestión de negarlo,
encubrirlo totalmente ni ensayar diversas distracciones y tónicos para
amortiguarlo o mantener su nitidez a raya. Más bien debemos hacernos
genuinamente conscientes de ello “trayéndolo a completa claridad”.
Haciendo esto, lo tratamos santamente. Lo sacamos del dominio de la
vergüenza y le damos una cierta dignidad. ¿Cómo hacerlo?
Imaginaos esto como un ejemplo paradigmático: Una joven está caminando
sola por un camino desierto y es apresada violentamente por un grupo de
borrachos que la violan y matan, y abandonan su cuerpo en la cuneta. Su
conmocionada y horrorizada familia y comunidad hacen como aconseja
Kierkegaard. No tratan de negar lo que sucedió, ni lo encubren, ni
intentan diferentes distracciones y tónicos para amortiguar su pena. Por
el contrario, lo traen a “completa claridad”. ¿Cómo?
Recogen su cuerpo, lo lavan, la visten con sus mejores vestidos y
entonces tienen un velatorio de tres días que culmina en un gran funeral
al que asisten cientos de personas. Y su ritual hecho en su honor no
acaba ahí. Después del funeral, se reúnen en un parque cerca de donde
vivía ella y, después de algunas horas de testimonio que honra lo que
era, cambian el nombre del parque por el de ella.
Lo que hacen, desde luego, no la devuelve a la vida, no borra de ninguna
manera la horrible injusticia de su muerte, no trae a sus asesinos a la
justicia ni cambia fundamentalmente las condiciones sociales que
ayudaron a causar su muerte violenta. Pero sí le restablece, de una
importante manera, algo de la dignidad que fue tan horriblemente
arrancada de ella. Tanto ella como su muerte están tratadas santamente.
Su nombre y su vida ahora hablarán para siempre de algo más allá de la
injusticia y la tragedia de su muerte.
Vemos ejemplos de esto a gran nivel en la manera como el mundo ha
tratado las muertes de personas como Martin Luther King, John F.
Kennedy, Bobby Kennedy, Malcolm X, Jamal Khashoggi y otros, que fueron
matados por odio. Hemos encontrado modos de tratarlos santamente para
que sus vidas y sus personas sean ahora recordadas de maneras que
eclipsen el modo de sus muertes. Y vemos esto también en cómo algunas
comunidades tratan las muertes de seres queridos que han sido disparados
insensatamente por miembros de una pandilla o por la policía, donde su
forma de muerte desmiente todo lo que es bueno. Lo mismo es verdad por
cómo algunas familias tratan las adversidades de sus seres queridos que
murieron por sobredosis de droga, suicidio o demencia. La indignidad de
su muerte es eclipsada por la propia claridad en torno a la misma
adversidad traída sobre su muerte. Su memoria es redimida. En
resumen, esa es la función de cualquier propio velatorio y cualquier
propio funeral. Al traer a claridad la misma indignidad que acontece a
alguno, restauramos su dignidad.
Esto es verdad no sólo para aquellos que mueren injustamente o de formas
que dejan a aquellos a quienes abandonaron detrás buscando modos de
devolverles algo de dignidad. Es también verdad para toda clase de
humillación e indignidad que nosotros, nosotros mismos, sufrimos en la
vida, desde las heridas de nuestra infancia, que pueden perseguirnos
para siempre, hasta las muchas humillaciones que sufrimos en la adultez.
No podemos cambiar lo que nos ha sucedido, pero podemos tratarlo
santamente al “traerlo a claridad” para que la indignidad sea eclipsada. Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) -
Reflexiones sobre su pintura: objetivos y constantes estéticas
Contrariamente
a la temática de sus colegas que estaban afanosamente ocupados en
idolatrar al hombre, entreteniéndose en la faceta humana, en llegar a la
perfección del «natural», a través de la anatomía física del cuerpo y
la presentación del «desnudo» como ideal de belleza del Renacimiento, el
Angélico enfoca sus conquistas estéticas desde el ángulo del hombre,
desde su interioridad, buscando en él el reflejo divino, empeñándose en
escudriñar sus sentimientos espirituales, dando así vida a un tipo de
«hombre-modelo», que acaso rara vez se encuentra en las condiciones de
la vida terrena, pero que debe proponerse a la imitación del pueblo
cristiano (Pío XII).
Dos
cosas faltan en el Angélico, comenta el P. Sertillanges; «el estudio de
la antigüedad pagana y el estudio de la anatomía». La primera creo que
no es cierta; en cambio sí la segunda, si se trata del estudio y examen
del «desnudo natural». Sólo habría que suponerlo en el período de
aprendizaje, no dentro del convento observante. Prefiere seguir la tradición de sus maestros toscanos
de envolver castamente el cuerpo, especialmente el desnudo femenino, en
amplios ropajes y telas estampadas, que dieran ocasión para jugar con
la soltura y caída de los pliegues entubados, ocultando de esta manera
las formas anatómicas.
Con su vida, fray Angélico se opone ya de
principio a los planteamientos de su contemporáneos que halagan con la
belleza anatómica de las formas humanas, con mezcla de frivolidad y a
veces de atrevida sensualidad. Se comprende que «tal hombre, como
puntualiza Hipólito Taine, no estudiase nada de anatomía ni el modelo
contemporáneo». Escorando premeditadamente el análisis del natural
anatómico, intenta por otras vías estilísticas profundizar en la vida
interior del hombre, retratando el alma por dentro, más que el cuerpo
humano por fuera. A pesar de todo, trata el cuerpo humano con elegancia y con dignidad,
especialmente en la figura divina de Cristo Crucificado. La serenidad y
majestad que sus pinceles imprimieron en su cuerpo desnudo supieron
poner el toque preciso y hasta anatómico del artista santo. En la
Lamentación sobre el Cristo muerto resalta la noble dignidad de un
cuerpo anatómicamente muerto, donde la horizontalidad de sus formas
pálidas contrasta con la verticalidad de los santos emplazados en su
entorno. Una vez más el Angélico utiliza el tema no como una narración
histórica sino como símbolo redentor de un Dios sacrificado en medio de
los hombres para su salvación.
Predicación por la imagen
En
su personal tratamiento de los temas y protagonistas descuella su
profunda religiosidad. La pertenencia a la Orden Dominicana, iniciada y
continuada en conventos de rigurosa observancia, motivaron seguramente
su iconografía. Los juicios críticos sobre su obra apuntan en esta
línea. Su Santidad Pío XII, en la apertura de la Exposición del
Angélico, se expresó en estos términos: «Mas esto no significa que su
profunda religiosidad, su ascesis, alimentada con virtudes sólidas, con
plegaria y contemplaciones, no haya producido en él un influjo
determinado en orden a dar a la expresión artística ese poder de
lenguaje con que llega directamente a los espíritus y, como se ha dicho
muchas veces, el poder de transformar en oración su arte».
Su
aportación pictórica, a pesar de las connotaciones con otros maestros,
se define por su personalidad religiosa, por su lirismo teológico
transcendente, y por la carga espiritual que inyecta a sus protagonistas.
Su lenguaje plástico contiene un proceso de maduración asequible al
pueblo cristiano, pues todo lo narra con sencillez y trasparencia
evangélicas. Su producción artística, en los diversos períodos de su
vida, está marcada por esta dimensión didáctico-religiosa.
Sus composiciones sacras (cristológicas, mariológicas, angélicas, santorales y dominicanas) destacan por una rigurosa técnica artística,
no exenta de anomalías típicas de los primitivos italianos, y por el
toque de gracia de la luz y luminosidad de sus figuras. Son escenas que
presentan una concepción unitaria, presidida por mesurado equilibrio en
que los santos que la interpretan no se exhiben sino que asisten
calladamente, sin pronunciar palabra que altere la serenidad del
misterio del que todos son partícipes (Coronación de la Virgen, en San
Marcos, celda n. 9; Crucifixión, en la Sala Capitular).
A veces
los santos comentan en silencio, o se miran con serena piedad para no
turbar el orden y ritmo de la escena (Coronación del Louvre, Sagrada
Conversación, Retablo de la SS. Trinidad, Descendimiento de la Cruz,
Retablo de Bosco al Fratt). Sus personajes no se agitan exteriormente;
están quietamente dominados por su calma interna; a lo sumo gesticulan
con mesura sus manos ante la tragedia que presencian. En los rostros de
todos los personajes se trasluce la paz interior de sus almas; y en la
compostura externa se les aprecia tranquilidad anímica, fruto espiritual
de la posesión de la «gratia Christi» en unos y de la «gloria Dei» en
otros.
Dentro de este lirismo poético-religioso
no caben emociones dramáticas, expresiones amargas, estados emocionales
perturbados, estridencias psicológicas, exaltaciones desorbitadas,
excitaciones pasionales: lo que predomina es la bonanza espiritual
originada por una intensa vida interior.
En las composiciones de
carácter sacrificial o martirial (Crucifixiones, Martirios) impone al
lenguaje plástico su método adecuado. El drama de la Crucifixión se
comunica a los asistentes, que lo evidencian en una emoción contenida, y
lo superan asumiendo el dolor como realidad humana, sin gesticulaciones
grandilocuentes a lo Giotto, con aceptación resignada de algo que era
necesario a consecuencia del pecado del hombre, y dispuesto por voluntad
divina al aceptar el acto sacrificial de Cristo redentor en la Cruz.
Las posturas, ademanes y gestos de los participantes exteriorizan la
aceptación de ese plan divino. (Fuente: Domingo ITURGAIZ, Beato Angélico. Patrono espiritual de los artistas, en "Retablo de Artistas", Caleruega 1987) Más bibliografía:Domingo Iturgaiz, El Angélico. Pintor de Santo Domingo de Guzmán, Salamanca 2000. dominicos.org
"Con motivo de la Campaña contra el Hambre, que organiza Manos Unidas, los jóvenes de la parroquia, y el domingo unos cuantos niños, llevaron a cabo, como todo los años, la Operación Clavel, con el fin de recaudar fondos para la instalación de agua potable en varias aldeas del Congo".
Una vez, durante un partido de béisbol en la escuela secundaria, un árbitro tuvo una decisión muy injusta contra nuestro equipo. Todo nuestro equipo se indignó y todos nosotros empezamos a gritar airadamente al árbitro, maldiciéndolo, insultándolo, expresando nuestra ira a voz en grito. Pero uno de nuestros compañeros de equipo no siguió la misma conducta. En vez de gritar al árbitro, se mantuvo tratando de impedir que el resto de nosotros hiciéramos lo mismo. “¡Dejadlo!”, estuvo diciéndonos. “¡Dejadlo, que somos más grandes que esto!” ¿Más grandes que qué? No se estaba refiriendo a la inmadurez del árbitro, sino a la nuestra. Y nosotros no éramos “más grandes que esto”, al menos no entonces. Ciertamente, yo no lo era. No podía aguantar una injusticia. No era lo suficientemente grande.
Pero algo se me quedó de ese incidente, el desafío de “ser más grande” en las cosas que nos menosprecian. No siempre lo logro, pero soy mejor persona cuando lo hago, más grande de corazón, mientras que soy más mezquino y pequeño de corazón cuando no lo hago.
Pero como nuestro compañero de equipo nos desafió hace todos estos años, continuamos desafiados a “ser más grandes” que la mezquindad de un momento. Esa invitación se halla en el corazón mismo del desafío moral de Jesús en el Sermón de la Montaña. Allí nos invita a tener “una virtud que sea mayor que la de los escribas y los fariseos”. Y, en esa invitación, hay algo más escondido que lo que encontramos a primera vista, porque los escribas y fariseos eran gente muy virtuosa. Siempre se empeñaban en ser fieles a todos los preceptos de su fe y eran gente que creía y practicaba estricta justicia. ¡No daban decisiones injustas como los árbitros! Pero en toda esa bondad, aún les faltaba algo a lo que nos invita el Sermón de la Montaña: una acierta magnanimidad, tener corazones y mentes suficientemente grandes que puedan alzarse por encima de ser despreciados como para ser más grandes que un momento determinado.
Dejadme ofrecer este ejemplo de lo que eso puede significar: Juan Pablo II fue el primer papa en la historia que habló con claridad inequívoca contra la pena de muerte. Es importante advertir que no dijo que la pena de muerte fuera errónea. Bíblicamente, tenemos el derecho de practicarla. Juan Pablo admitió eso. Sin embargo, y esta es la lección, siguió diciendo que, mientras podemos en justicia practicar la pena de muerte, no deberíamos hacerlo, porque Jesús nos llama a algo más alto, a saber, perdonar a los pecadores y no ejecutarlos. Eso es magnanimidad, eso es más grande que el momento en el que somos atrapados.
Tomás de Aquino, en su sagacidad moral, hace una distinción que uno no oye frecuentemente ni en las enseñanzas de la iglesia ni en el sentido común. Tomás dice que una cierta cosa puede ser pecado para una persona y, en cambio, no para otra. En esencia, algo puede ser pecado para alguien que es de gran corazón, aunque no sea pecado para alguien que es mezquino y pequeño de corazón. He aquí un ejemplo: en un comentario maravillosamente desafiante, una vez Tomás escribió que es pecado retener una ayuda de alguien que lo merece genuinamente porque, al hacerlo, estamos reteniendo a esa persona algo de la comida que necesita para vivir .Pero al enseñar esto, Tomás aclara que esto es un pecado sólo para alguien que es de gran corazón, magnánimo, y a un cierto nivel de madurez. Alguien que es inmaduro, centrado en sí mismo y mezquino de corazón no está obligado a la misma norma moral y espiritual.
¿Cómo es posible esto: no es pecado un pecado, independientemente de la persona? No siempre. Tanto si algo es pecado o no como también la gravedad de un pecado, dependen de la profundidad y madurez en una relación. Imaginad esto: Un hombre y su esposa tienen tal relación profunda, sensible, solícita, respetuosa e íntima de modo que las menores expresiones de afecto o negligencia hablan en voz alta del uno al otro. Por ejemplo, cuando ellos se separan para andar caminos diferentes cada mañana, intercambian una expresión de afecto, como un ritual de separación. Ahora bien, si alguno de ellos descuidara esa expresión de afecto en una mañana ordinaria en la que no hubiera ninguna circunstancia especial, no sería una cuestión pequeña e incidental. Algo importante se estaría diciendo. Por el contrario, considerad otra pareja cuya relación no es estrecha, en la que hay poca atención, poco afecto, poco respeto y ninguna costumbre de expresar afecto al separarse. Tal negligencia no significaría nada. Ninguna desatención, ningún ánimo, ninguna ofensa, ningún pecado; sólo falta de atención como de ordinario. Sí, algunas cosas pueden ser pecado para una persona y no para otra.
Nosotros somos invitados por Jesús y por lo mejor que hay en nosotros a llegar a ser lo bastante grandes de corazón y mente para saber que es un pecado no dar una ayuda, saber que aunque bíblicamente podemos aplicar la pena de muerte no lo deberíamos hacer, y saber que somos mejores mujeres y hombres cuando somos más grandes que cualquier desatención que experimentamos en un determinado momento. Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) -