La pornografía y lo sagrado. Artículo de Ron Rolheiser.

Los antiguos griegos tenían dioses y diosas para todo, incluso una diosa de la Vergüenza llamada Aidos. La vergüenza, para ellos, significaba mucho más de lo que normalmente significa para nosotros. En su mentalidad, vergüenza suponía modestia, respeto y una cierta reticencia necesaria ante cosas que debían permanecer privadas y ocultas. La diosa de la vergüenza te instruía sobre cuándo apartar los ojos de cosas demasiado íntimas para ser vistas. La vergüenza, según la entendían, contenía una modestia y reverencia que se suponía que  sentías en presencia de algo sagrado o cuando recibías un reglo o hacías el amor.

Tenían un mito intrigante que aseguraba esto: Afrodita, la diosa del Amor, nace del mar; pero, en cuanto se eleva sobre las olas con su deslumbrante belleza, su desnudez es protegida por tres deidades: Aidos, la diosa de la vergüenza; Eros, el dios del amor; y Horai, la diosa de la decencia. Las tres protegen su desnudo cuerpo con amor, decencia y vergüenza. Para los antiguos griegos, esta era una verdad religiosa que enseñaba que, sin estas tres deidades de protección, no se debería ver el cuerpo desnudo. Cuando la desnudez (de cualquier clase) no está protegida por estas deidades, está expuesta y deshonrada injustamente.

Refiero este mito para presentar un alegato en contra de la pornografía, ya que hoy es aceptada demasiado ingenuamente en la cultura, y su verdadero daño no está generalmente reconocido.

Permitidme empezar así. Primero, la pornografía de internet es hoy, con mucho, la mayor adicción del mundo entero. Ningún analista ni crítico creíble negará eso. Como todas adicciones, es también mortal. Sin embargo, vemos más y más que la sociedad se vuelve despreocupada e incluso indiferente a ella. La pornografía está por todas partes, frecuentemente se considera inofensiva, y no es extraño ver que las comedias de situación convencionales de la televisión hablan de la colección pornográfica de alguien como podían hablar de su colección de aviones de juguete. Más aún, tenemos más gente que desafía positivamente a aquellos que hablan claro contra la pornografía. Yo he tenido compañeros, teólogos cristianos, que han dicho: “¡Por qué somos tan estrictos respecto a ver sexo! El sexo es la cosa más bella que Dios nos dejó, ¿por qué no se puede ver?”

¿Por qué no se puede ver? Podríamos empezar con la afirmación de Carl Jung de que una de nuestras mayores ingenuidades es que creemos que la energía es amiga y que siempre la podemos controlar. No lo es. La energía es imperialista, quiere dominarnos y controlarnos. Una vez que nos atrapa, puede resultar duro liberarnos de ella. Esa es una de las razones por las que la pornografía es tan peligrosa. Su energía atrapa como una posesión diabólica.

Pero la pornografía no es sólo peligrosa, también está equivocada, malamente equivocada. Esos que declaran que el sexo es bello y que no debería haber nada malo en verlo, tienen, de hecho, razón a medias; el sexo es bello… pero su energía y desnudez son tan poderosas que no debería ser visto, al menos no sin la asistencia de las deidades del amor, la decencia y la vergüenza.

Como cristianos, no creemos en un panteón de dioses y diosas, creemos en un solo Dios; pero ese Dios contiene a todos los otros dioses, incluso a Afrodita, Aidos, Eros y Horai (Belleza, Vergüenza, Amor y Decencia). Además, ese Dios está siempre defendido de nuestra mirada, cubierto, escondido, para no acercarnos, excepto con reverencia y por una razón. Nuestra fe nos dice que nadie puede mirar a Dios y vivir.

Por eso la pornografía está equivocada. No está equivocada porque el sexo no sea bello, sino más bien porque el sexo es tan poderoso como para cargar algo de la auténtica energía y poder de lo divino. Por eso también la pornografía es tan poderosamente adictiva, y tan dañina. El sexo es bello, pero su desnuda belleza, como el desnudo cuerpo de Afrodita surgiendo del mar, sólo puede ser contemplada cuando está decorosamente asistida por el amor y la decencia, y protegida por la vergüenza.

Al final, todos los pecados son pecados de irreverencia, y esa irreverencia contiene siempre algo de indecencia, desacato y desvergüenza. La pornografía es un pecado de irreverencia. Metafóricamente, es permanecer en pie ante la zarza ardiendo, con nuestro calzado puesto, mientras vemos a Afrodita surgir desnuda del mar sin estar acompañada por el amor y la decencia, sin que esté la vergüenza protegiendo nuestros ojos de su desnudez.

Por eso el mundo del arte distingue entre desnudarse (being naked) y estar desnudo (being nude), y por qué el primero es degradante mientras que el segundo es bello. ¿La diferencia? Desnudarse es estar malsanamente expuesto, exhibido, mostrado, mirado de manera que viole la intimidad y la dignidad. Por el contrario, estar desnudo es tener tu desnudez decorosamente asistida por el amor y la decencia, y protegida por la vergüenza, de modo que tu misma vulnerabilidad ayude a revelar tu belleza.

La pornografía degrada tanto a los que consienten en ella como a los que se exponen  malsanamente a ella. Es un error no sólo desde el punto de vista humano sino también desde el punto de vista de la fe. Desde el punto de vista humano, el desnudo cuerpo de Afrodita  necesita tener escudos divinos. Desde el punto de vista de la fe, nosotros creemos que nadie puede mirar el rostro de Dios y vivir. Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - 

Suicidio y melancolía

Ya no entendemos la melancolía. Hoy agrupamos juntas todas formas de melancolía en un solo  manojo indiscriminado y lo llamamos “depresión”. Mientras los psiquiatras, los psicólogos y la profesión médica están haciendo mucho bien en favor del tratamiento de la depresión, algo importante se está perdiendo al mismo tiempo. La melancolía es mucho más que lo que denominamos “depresión”. Para bien o para mal, los antiguos vieron la melancolía como un don de Dios.

Antes de la moderna psicología y psiquiatría, la melancolía era vista precisamente como un don de lo divino. En la mitología griega, incluso tenía su propio dios, Saturno, y era considerada como un don rico pero mixto: por una parte, podía traer emociones aplastantes del alma tales como soledad insufrible, obsesiones paralizantes, pena inconsolable, tristeza cósmica y desesperación suicida; por otra parte, podía traer también profundidad, genio, creatividad, inspiración poética, compasión, visión mística y sabiduría.

Nada más. Hoy, la melancolía incluso ha perdido su nombre y ha venido a ser, en palabras del analista junguiano Lyn Cowan, “clinicalizada, patologizada y medicalizada”, de modo que lo que siempre han tomado los poetas, filósofos, cantantes de blues, artistas y místicos como fuente de profundidad, es visto ahora como una “enfermedad tratable” más bien que como una parte dolorosa del alma que no quiere tratamiento pero quiere sin embargo ser escuchada porque intuye la insoportable pesadez de las cosas, especialmente el tormento de la humana  finitud, inadecuación y mortalidad. Para Cowan, la preocupación de la moderna psicología con síntomas de depresión y su confianza en las drogas en el tratamiento de la depresión, muestran una “aterradora superficialidad frente al real sufrimiento humano”. Para ella, aparte de cualquier otra cosa que esto podría significar, renunciar a reconocer la profundidad y el significado de la melancolía es degradante para el paciente y perpetra una violencia contra un alma que ya está en tormento.

Y ese es el problema cuando tratamos del suicidio. El suicidio es normalmente el resultado de un alma atormentada, y, en casi todos los casos, ese tormento no es el resultado de un fracaso moral sino de una melancolía que abruma a una persona en un momento en que está demasiado sensible, demasiado débil, demasiado herida, demasiado estresada y demasiado deteriorada bioquímicamente para resistir su presión. El novelista ruso León Tolstoy, que al fin murió por suicidio, había escrito antes sobre las fuerzas melancólicas que a veces amenazan con abrumarlo. He aquí una de las anotaciones de su diario: “La fuerza que me arrastró de la vida era más plena, más poderosa y más general que cualquier mero deseo. Era una fuerza como mi vieja aspiración a vivir, sólo ella me impelía en dirección contraria. Era una aspiración de todo mi ser a quitarme la vida”.

Aún hay mucho que no comprendemos sobre el suicidio, y esa falta de comprensión no es sólo psicológica, es también moral. En resumen, nosotros generalmente culpamos a la víctima: Si tu alma está enferma, es culpa tuya. Mayormente, así es cómo se juzga a los que mueren por suicidio. Incluso aunque  públicamente  hemos andado un largo camino en tiempos recientes  a favor de la comprensión del suicidio y ahora aseguramos ser más abiertos y menos críticos moralmente, el estigma permanece. Todavía no hemos hecho las mismas paces con el derrumbamiento en la enfermedad mental como lo hemos hecho con el derrumbamiento en la salud física. No tenemos las mismas ansiedades psicológicas y morales cuando alguien muere de cáncer, ataque cerebral o ataque cardiaco como tenemos cuando alguien muere por suicidio. Los que mueren por suicidio son, en efecto, nuestros nuevos “leprosos”.

En tiempos pasados, cuando no había más solución para la lepra que aislar a la persona  de todos los demás, la víctima sufría doblemente: primeramente por la enfermedad y después (tal vez incluso más dolorosamente) por el aislamiento y el debilitante estigma. El paciente era declarado “inmundo” y tenía que asumir ese estigma. Pero los que sufrían de lepra aún tenía el consuelo de no ser juzgados psicológica ni moralmente. No eran juzgados de ser “inmundos” en esas áreas. Eran compadecidos.

Sin embargo, nosotros sólo sentimos compasión por aquellos a quienes no hemos desterrado, psicológica y moralmente. Por eso nosotros juzgamos en vez de sentir compasión por alguien que muere por suicidio. En cuanto a nosotros, la muerte por suicidio aún hace a las personas “inmundas” en cuanto las sitúa fuera de lo que estimamos como moral y psicológicamente aceptable. Sus muertes no son comentadas del mismo modo que otras muertes. Son juzgadas doblemente: psicológica (Si tu alma está enferma, es culpa tuya) y moralmente (Tu muerte es una traición). Morir por suicidio es peor que morir de lepra.

No estoy seguro de cómo podamos superar esto. Como dice Pascal, el corazón tiene sus razones. También las tiene dentro de nosotros el poderoso tabú que milita en contra del suicidio. Hay buenas razones por las que sentimos espontáneamente de la manera como sentimos sobre el suicidio. Pero, quizás una comprensión más profunda de la complejidad de las fuerzas que se hallan dentro de lo que ingenuamente designamos como “depresión” podría ayudarnos a entender que, en la mayoría de los casos,  el suicidio no puede ser juzgado  como un fracaso  moral ni psicológico, sino como una melancolía que ha vencido a un alma que sufre. Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - 

Te daré las llaves del reino de los cielos


Domingo 21º del tiempo ordinario

Gracias a: Rezando Voy. 

Santa María Reina

Dios te salve, Reina y Madre... Reina de los ángeles, Reina de los patriarcas, Reina de los profetas, Reina de los apóstoles, Reina de los mártires, Reina de los que viven su fe, Reina de los que se conservan castos, Reina de todos los santos, Reina concebida sin pecado original, Reina elevada al cielo, Reina del Santísimo Rosario, Reina de la familia, Reina de la paz...

María quiso ser Virgen. Y Dios aceptó su deseo y la enriqueció con la maternidad divina, sin perder la virginidad. María nunca pensó en ser Reina. Pero Dios la colocó por encima de todos los coros celestiales, y los hombres de todos los siglos la aclaman como «Reina y Madre» en la «Salve». Y en la letanía lauretana, el título de Reina es la más reiterada proclamación.

Las letanías de la Virgen dejan de ser invocaciones suplicantes para hacerse en el cielo clamores de triunfo. Madre del Salvador, Virgen Poderosa, Espejo de justicia, Rosa mística... Resuena el Avemaría. ¡Dios te salve, llena de gracia...! El final se ha suprimido para siempre, porque en la gloria ya no hay «pecadores, y «la hora de la muerte» pasó ya.

Dios Padre recibe a su hija. Dios Espíritu Santo acoge a su esposa. Dios Hijo dice: «Ven Madre mía. Niño era, y me alimentabas y vestías... Tuve hambre y me diste de comer. Sed, y la apagaste. Después vinieron treinta años de vida oculta en Nazaret, la vida pública, la Cruz... Para ti, como para mí, no faltaron penalidades para así entrar en la gloria del Padre». […]

Éxtasis de humildad en apoteosis de triunfo

Ahora se entreabre el cielo... Los desterrados de la tierra perciben a lo lejos la sinfonía suavísima de un rumor que se hace imponente. Enajenada de amor y gratitud a María, la Iglesia peregrina y crucificada se agrega jubilosa al coro de la gloria. Llena de ilusión y esperanza, exclama: «Los desterrados hijos de Eva, a ti suspiramos, en ti confiamos... Muéstranos a Jesús después de este destierro... Ruega por nosotros,..

Cesan los cánticos y la Virgen tararea rebosando gratitud estrofas de su himno predilecto: «Glorifica mi alma al Señor y salta de gozo mi espíritu en Dios, mi Salvador, porque hizo en mí cosas grandes el Todopoderoso». Es el éxtasis de la humildad en la apoteosis del triunfo.

Después de este destierro, muéstranos a Jesús

Jesús subió al cielo el día de la Ascensión, María es elevada a la gloria en su Asunción. Nosotros entraremos también el día de nuestro triunfo. Pensamos muy poco en esta recompensa eterna. El Evangelio para algunos es un quitalegrías. Acervo de múltiples prohibiciones que hipotecan la libertad.

Muchos más bríos sentiríamos al pensar en la felicidad futura para conformarnos con la voluntad de Dios Padre... Miremos no sólo el camino, sino la meta final. La ruta es pedregosa y empinada, pero el fin es esplendoroso. «Poco durará la batalla, pero el fin es eterno... Allí todo se nos hará poco lo que se ha padecido, o nonada en comparación de lo que se goza» (Santa Teresa).

»Canta y camina» (San Agustín). En el cielo está preparado tu trono. La palma está a punto. Un poco de paciencia todavía... Llegaremos al tránsito definitivo como hemos llegado al fin de tal año, que nos parecía tan largo. Salvaremos la última etapa como tantas otras dejadas atrás...

Pasará la gran tribulación de la tierra (cf. Ap 7, 14), Este mundo de dolores y muerte dará paso a un universo nuevo. «Nuevos cielos, nueva tierra» (2P 3, 13), en que Dios «será Todo en todos» (cf. 1Co 15, 28).

Canta mientras caminas, mirando a María... 'Hoy, la Virgen Inmaculada, limpia de todo afecto de tierra, llena de pensamientos de cielo, no volvió a la tierra. Siendo ya un cielo animado aquí, es llevada a los celestiales tabernáculos... ¿Cómo iba a morir aquélla de la que nació la Vida para todos? ¿Cómo iba a corromperse el cuerpo que albergó la Vida? Cristo, Verdad y Vida, dijo: Donde yo estoy, allí estará mi servidor. Luego, con mayor razón, la Virgen tenía que estar donde él estuviese" (San ,luan Damasceno).

La fiesta de María Reina fue instituida por el papa Pío XII. La reforma del Calendario Romano de Pablo VI decidió que se celebrara, con rango de memoria obligatoria, el 22 de agosto, octava de la Asunción de María en cuerpo y alma a los cielos.

Fiesta litúrgica instituida por el Papa Pío XII en 1954 al coronar a la Virgen en la Basílica de Santa María la Mayor, Roma (Italia), el 11 de Octubre de 1954. Tomás Morales, S. J. Fuente

Mis últimas palabras: No tengáis miedo. No temáis vivir ni morir. Especialmente, no tengáis miedo a Dios.

Dejar el falso temor

Recientemente, en una entrevista de radio, me preguntaron: “Si Vd. estuviera en el lecho de muerte, ¿qué querría dejar tras de sí como sus últimas palabras?” La pregunta me pilló momentáneamente de sorpresa. ¿Qué querría dejar yo como mis últimas palabras? No teniendo tiempo para para reflexionar mucho, señalé esto. Querría decir: “¡No tengáis miedo! ¡Vivid sin miedo! ¡No tengáis miedo a la muerte! ¡Inmensa mayoría, no tengáis miedo a Dios!”

Soy católico de cuna, nacido de padres admirables, catequizado por unos maestros muy entregados, y he tenido el privilegio de estudiar teología en algunas de las mejores aulas del mundo. Sin embargo, me costó cincuenta años desprenderme de algunos paralizantes temores religiosos y darme cuenta de que Dios es la única persona a la que no debes tener miedo. Me ha llevado la mayor parte de mi vida creer las palabras que salen de la boca de Dios más de trecientas veces en la escritura y son las palabras iniciales salidas de la boca de Jesús siempre que se encuentra con alguien por primera vez después de su resurrección: ¡No tengas miedo!

Para mí, ha resultado un viaje de cincuenta años creer eso, fiarme de ello. Durante la mayor parte de mi vida he vivido en un falso temor de Dios, y de  muchas otras cosas. Siendo niño pequeño, tenía un miedo particular de las tormentas con aparato eléctrico, que en mi joven mente demostraban qué cruel y amenazante podría ser Dios. Los truenos y relámpagos eran presagios que nos amonestaban, religiosamente, a ser temerosos. Alimenté los mismos temores sobre la muerte, preguntándome a dónde iban las almas después de la muerte, a veces mirando a un sombrío horizonte después de que el sol se hubiera puesto, y preguntándome si la gente que había muerto estaba fuera de allí en algún lugar, agobiada en esa  tiniebla sin fin, sufriendo aún por lo que no habían hecho bueno en la vida. Yo sabía que Dios era amor, pero ese amor mantenía una cruel, atemorizante y exigente justicia.

Aquellos temores anduvieron parcialmente secretos durante los años de mi adolescencia. Decidí entrar en la vida religiosa a la edad de diecisiete años, y a veces me he preguntado si esa decisión fue tomada libremente y no por falso temor. Sin embargo, mirando hacia atrás sobre ello, con cincuenta años de visión retrospectiva, sé que no fue el temor lo que me apremió, sino una genuina sensación de ser llamado, de saber, por influencia de mis padres y las monjas Ursulinas que me catequizaron, que la vida de uno no es propiedad personal, que uno es llamado a servir. Pero el temor religioso permaneció malsanamente fuerte dentro de mí.

Así pues, ¿qué me ayudó a dejar eso? Esto no sucede en un día ni en un año; es el efecto acumulativo de cincuenta años de pequeñas cosas conspirando juntas. Empezó con las muertes de mis padres cuando yo tenía veintidós años. Después de ver morir a mi madre y mi padre, ya no tuve más miedo a la muerte. Fue la primera vez que no tuve miedo de un cuerpo muerto, ya que estos cuerpos eran mi madre y mi padre, a los que no tenía miedo. Mis temores de Dios se aliviaron gradualmente cada vez que intenté encontrarme con Dios estando mi alma desnuda en oración y vine a darme cuenta de que tu cabello no se vuelve blanco cuando estás puesto por completo en presencia de Dios; en vez de eso, te vuelves confiado. Mis temores disminuyeron también cuando oficiaba para otros y aprendía lo que debería de ser la compasión divina, cuando estudié y enseñé teología, cuando dos diagnósticos de cáncer me obligaron a contemplar como real mi propia mortalidad, y cuando algunos compañeros, la familia y los amigos fueron modelos de cómo uno puede vivir más libremente.

Intelectualmente, algunas personas me ayudaron de modo especial: John Shea me ayudó a darme cuenta de que Dios no es una ley que haya que obedecer, sino una energía infinitamente empática que quiere que seamos felices; Robert Moore me ayudó a creer que Dios siempre nos mira complacido; Charles Taylor me ayudó a entender que Dios quiere que florezcamos; el amargo juicio crítico anti-religioso de ateos como Frederick Nietzsche me ayudó a ver dónde mi propio concepto de Dios y la religión necesitaba una masiva purificación; y un viejo hermano, un sacerdote misionero, mantuvo inquietante mi teología con irreverentes preguntas como: ¿qué clase de Dios querría que le tuviéramos miedo? Muchas pequeñas cosas conspiraron juntas.

¿Qué importancia tienen las últimas palabras? Pueden significar mucho o poco. Las últimas palabras que nos dirigió nuestro padre fueron “tened cuidado”, pero se refería a nuestro regreso a casa desde el hospital, con nieve y hielo. Las últimas palabras no siempre intentan dejar un mensaje; pueden estar orientadas a decir adiós o simplemente ser inaudibles suspiros de dolor y agotamiento; pero a veces pueden ser vuestro legado.

Dada la oportunidad de dejar a la familia y los amigos unas pocas palabras últimas, creo que, después de intentar decir primero un oportuno adiós, yo diría esto: No tengáis miedo. No temáis vivir ni morir. Especialmente, no tengáis miedo a Dios.

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - 

Lo que siempre permanece

Un nuevo tiempo nos ha tocado vivir en un mundo diferente al que hemos conocido. Venía en estos días a mi mente el libro de Eclesiastés donde el Predicador, quizás viviendo en los últimos años de su vida, reflexiona sobre la fugacidad de las cosas y la fragilidad humana. En una de las frases más célebres del libro sentencia:

¿Qué es lo que fue? Lo mismo que será. ¿Qué es lo que ha sido hecho? Lo mismo que se hará; y nada hay nuevo debajo del sol. (Eclesiastés 1.9)

Durante los cuatro primeros siglos de la iglesia cristiana, los creyentes tuvieron que vivir, al menos, dos grandes epidemias que afectaron de una forma terrible al imperio romano, con un elevado número de muertos. Para hacernos una idea, la primera, probablemente la viruela, fue hacia el año 165 y se propagó a gran velocidad arrastrando a su paso a unos siete millones de vidas según sostienen algunos historiadores.

En medio de aquella pandemia la fe cristiana creció en número de seguidores, la iglesia fue un testimonio vivo de la esperanza y la ayuda mutua, impactando de una forma considerable en aquella sociedad, nada hay nuevo debajo del sol.

Al final de sus disertaciones, el predicador de Eclesiatés concluye:

El fin de todo el discurso oído es este: Teme a Dios, y guarda sus mandamientos; porque esto es el todo del hombre.

Porque Dios traerá toda obra a juicio, juntamente con toda cosa encubierta, sea buena o sea mala. (Eclesiastés 12.13–14).

 Por tanto, a diferencia de la mayoría de las cosas en la vida, la obediencia a los mandamientos (la Palabra) de Dios es de importancia vital porque un día moriremos y nuestro espíritu volverá a Dios.

 Un llamamiento en medio de la duda y lo poco previsible de la vida a transmitir esperanza y a volverse a la Palabra de Dios que permanece para siempre. Por Luis Fajardo. Fuente: sociedadbiblica.org

El mundo del mar – El Video del Papa 8 – Agosto 2020





“La vida del marinero, del pescador y la de sus familias es muy dura.
A veces está marcada por el trabajo forzado o por ser abandonados en puertos lejanos.
Además la competencia de la pesca industrial y la contaminación, hacen su trabajo todavía más complicado.
Sin la gente de mar muchas partes del mundo sufrirían hambre.
Recemos por todas las personas que trabajan y viven del mar, entre ellos los marineros, los pescadores y sus familias”.

No cerrar con llave nuestras puertas

En su libro El Secreto, Rene Fumoleau tiene un poema titulado Pecados. Fumoleau, un sacerdote misionero que estaba con el pueblo Dene en el norte de Canadá, pidió una vez a un grupo de  ancianos que dijeran lo que ellos consideraban el peor pecado de todos. Su respuesta:

Los diez Dene discutieron juntos;

y, después de cierto tiempo, Radisca me explicó:
“Lo tratamos, y todos coincidimos:
El peor pecado que un pueblo puede cometer
es cerrar con llave sus puertas”.

Quizás en el momento en que tuvo lugar este incidente y en ese particular poblado Dene, aún podríais dejar tranquilamente vuestras puertas sin cerrar con llave, pero ese es un aviso que suena extraño para la mayoría de nosotros, que estamos seguros sólo cuando echamos doble cerraja y los sistemas de seguridad electrónica aseguran nuestras puertas. Sin embargo, tienen razón estos ancianos Dene porque, al fin y al cabo, ellos están hablando de algo más profundo que el cerrojo de la seguridad de nuestra puerta exterior. ¿Qué significa en realidad cerrar vuestras puertas?

Como sabemos, hay muchas clases de puertas que cerramos y abrimos para permitir a otros entrar y salir. Jean-Paul Sartre, el afamado existencialista francés, escribió una vez: El infierno es la otra persona. Aunque esto puede ser considerado muy cierto emocionalmente en un día determinado, es la antítesis de cualquier verdad religiosa, particularmente de la verdad cristiana. En todas las grandes religiones del mundo, estar al final con otros es el cielo; acabar eternamente solo es el infierno.

Esa es una verdad basada en nuestra misma naturaleza. Como personas humanas somos constitutivamente sociales; lo cual quiere decir que estamos hechos de tal manera que, aun siendo siempre individuales, privados e idiosincrásicos, al mismo tiempo somos siempre sociales, comunitarios e interdependientes. Estamos programados para estar con otros, y no hay ningún significado o cumplimiento superior para ser encontrados solos. En verdad, nos necesitamos unos a otros simplemente para sobrevivir y permanecer cuerdos. Aún más, nos necesitamos unos a otros para el amor y la razón de vivir, porque sin estos no hay ningún sentido para nosotros. Acabar solitario es la muerte de la peor clase.

Esto debe ser destacado hoy porque, en la sociedad y en nuestras iglesias, demasiados de nosotros estamos cerrando un selecto número de nuestras puertas de unos modos que son destructivos y genuinamente no cristianos. ¿Cuál es nuestro problema?

Hace veinte años, Robert Putman contempló el derrumbamiento de la comunidad en nuestra cultura y la denominó con una sugestiva frase: Jugar a los bolos en solitario. Para Putman, nuestras familias, vecindarios y comunidades más amplias se están derrumbando a causa de un excesivo individualismo en la cultura. Más y más, estamos haciendo cosas solos, caminando en el espacio de nuestros propios ritmos idiosincrásicos más bien que en el espacio de nuestros ritmos de comunidad. Pocos impugnarían esta afirmación.

Sin embargo, aquello con lo que estamos luchando hoy va más allá del individualismo que Putman llama tan en broma. En el excesivo individualismo que Putman describe, acabamos jugando solos a  bolos, pero principalmente aún en la misma pista de bolos, separados unos de otros pero no encerrados. Nuestro problema resulta más profundo. Metafóricamente, estamos cerrándonos unos a otros fuera de nuestra común pista de bolos. ¿Qué se quiere decir aquí?

Más allá de un individualismo aislante, hoy estamos luchando en nuestras familias, comunidades, países e iglesias con un demonio de diferente condición, esto es, con puertas cerradas en amargura. Políticamente, en muchos de nuestros países ahora estamos tan polarizados que los diferentes bandos son incapaces incluso de tener entre sí una conversación respetuosa y civil.

El otro es “el infierno”. Esto es cierto también en nuestras familias, donde la conversación en la cena de Acción de Gracias o la Navidad tiene que evitar cuidadosamente todas las referencias a lo que está ocurriendo en el país, y sólo podemos relacionarnos en la misma mesa si mantenemos nuestros puntos de vista políticos bajo llave.

Tristemente, esto se refleja ahora en nuestras iglesias donde las  diferentes opiniones de teología, eclesiología y moralidad han conducido a una polarización de tal intensidad que cada grupo teológico y eclesial se sitúa ahora detrás de su propia puerta sólidamente cerrada. No hay ninguna apertura a lo que es otro, y todo verdadero diálogo ha sido reemplazado por la recíproca demonización. Esta falta de apertura es al fin a lo que los Dene se  refieren como el peor pecado de todos, nuestras puertas cerradas con llave. El infierno, entonces, es en realidad la otra persona. Sartre debe de estar sonriendo.

Es interesante cómo funciona el maligno. Los Evangelios nos dan dos distintas palabras por el maligno. Unas veces, el maligno es llamado “el diablo” (Diabolos); y otras, el maligno es llamado “satanás” (Satanas). Ambos describen el poder maligno que opera contra Dios, la bondad y el amor en una comunidad. El “Diablo” actúa dividiéndonos, a uno de otro, derrumbando la comunidad por medio de celos, orgullo y falsa libertad; mientras que “Satanás” actúa de manera inversa. Satanás nos une enfermizamente de manera que, como grupos, nos demonicemos unos a otros, llevemos a cabo crucifixiones y nos adhiramos febrilmente unos a otros por medio de estilos enfermizos de histeria e ideologías que contribuyan a ser el chivo expiatorio, el racismo, el sexismo y el odio grupal de todo género. De cualquier modo, tanto si es satanás como si es el diablo, acabamos detrás de las puertas cerradas con llave, donde esos que están fuera de nosotros son vistos como el infierno.

Así pues, es verdad, “el peor pecado que podemos cometer es cerrar con llave nuestras puertas”.

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) -