San Pedro y San Pablo. Tan diferentes en su origen, en su camino, en su manera de ver las cosas... y los dos son pilares de la Iglesia

Comentario al Evangelio de hoy 
Querido amigo/a:
Hoy es una fiesta grande. Celebramos la vida de dos personas, dos personajes, que son dos “grandes” del cristianismo: San Pedro y San Pablo. Tan diferentes en su origen, en su camino, en su manera de ver las cosas... y los dos son pilares de la Iglesia...
Pedro... pescador, llano, del pueblo. La misma impulsividad para confesarle –“Tú eres el Mesías”- que para rechazar sus caminos de cruz. La misma generosidad para dejarle la barca que para ofrecerse a dar la vida por él. La misma sinceridad para intentar salvar el pellejo negándole que para llorar amargamente por haberle negado... Jesús le llamó “piedra”, pero también “satanás”. Al final, esa mirada que lo comprende todo y nada condena le rehabilitó, le levantó y le puso en su sitio: ni tan arriba, ni tan abajo. Y desde ahí, como hermano de sus hermanos, pudo seguir caminando, sirviendo a la Iglesia, hablando, discutiendo, haciendo las obras de Jesús, luchando, entregándose...
Pablo... judío donde los haya. Fariseo y perseguidor de la Iglesia en sus orígenes. Lo tenía todo muy claro... hasta que Dios le tocó el corazón y los ojos y todo quedó patas arriba. Tardó un tiempo en re-colocarse. Pero cuando lo hizo, abrazó el nuevo camino con el mismo ardor que el anterior. Predicó a unos y a otros. Escribió a muchos. Hizo equipo con otros. Discutió y concilió. Suscitó y acompañó la fe de muchas comunidades. Y cuando le tocó dar la vida, no se la guardó...
Pedro y Pablo. Tan distintos... Al final, la vida les unificó: en su amor a Cristo, en su celo por llevar a otros la Buena Noticia, en su muerte violenta a causa de la fe.
Hoy también hay muchos cristianos/as que caminan, caen, se levantan... que combaten su combate y corren hacia la meta. Con distintos acentos. Unidos en la diversidad, comulgando en lo importante.
Seguro que tú también eres uno de ellos. Por eso, hoy también es tu día.

Fuente:


De armas y pacifismo. Artículo de Ron Rolheiser

 

Los Evangelios nos cuentan que, después de la muerte del rey Herodes, un ángel se apareció en sueños a José en Egipto y le dijo: “Levántate. Toma al Niño y a su Madre y vete a la tierra de Israel, porque ya han muerto aquellos que atentaban contra la vida del Niño” (Mt. 2, 19-20). El ángel, al parecer, habló prematuramente; el Niño Jesús estaba todavía en peligro, está aún en peligro, está amenazado de muerte y todavía le siguen la pista, aun hoy día. 


Dios todavía se halla vulnerable e indefenso en nuestro mundo y está siempre bajo amenaza. Todas formas de violencia, de agresión, de intimidación, de acoso, de desfile del ego, de la obtención de ventajas, aún están tratando de matar al niño. Y el Niño es amenazado también de formas menos evidentes, a saber: Siempre que hacemos la vista gorda sobre los que se hallan indefensos y expuestos a la guerra, la pobreza y la injusticia económica, continuamos matando al Niño. Tal vez Herodes esté muerto, pero tiene muchos amigos. El niño está por siempre amenazado.

Muchos de nosotros estamos familiarizados con la historia de los monjes trapenses de Argelia que fueron martirizados por terroristas en 1996. Algunos meses antes de ser tomados cautivos y ejecutados, habían sido visitados por los terroristas; irónicamente, la víspera de Navidad, justo mientras se estaban preparando para celebrar la Eucaristía de Nochebuena. Los terroristas, bien pertrechados con armas, se marcharon después de un tenso callejón sin salida en donde los monjes no accederían a darles las provisiones médicas que estaban demandando. Pero los monjes  fueron zarandeados de mala manera. ¿Cuál fue su respuesta? Marcharon inmediatamente a su capilla y cantaron la misa de Navidad, poniendo especial énfasis en cómo Jesús entró radicalmente  vulnerable e indefenso en este mundo, y estuvo inmediatamente bajo amenaza. Su calculada y eventual respuesta honró esta inmediata reacción: Viviendo bajo la amenaza de muerte, rehuyeron armarse o aceptar protección militar, creyendo que había una infranqueable incongruencia entre lo que ellos habían votado y la presencia de armas dentro del monasterio. Además, después de este inicial encuentro con terroristas armados, su abad, Christian de Cherge, introdujo un especial mantra en su oración diaria: ¡Desármame, Señor, desármame! Viviendo bajo la amenaza de armas, él instó diariamente por permanecer desarmados, físicamente indefensos contra el posible ataque, para ser como un niño recién nacido,  como el recién nacido Jesús, expuesto e indefenso ante la amenaza de violencia.

Pero eso no es algo fácil de imitar, dado que especialmente hoy casi todo  en nuestro mundo nos señala hacia su contrario, a saber, a armarnos, a responder a toda amenaza, arma por arma, a hacer frente a toda posible  amenaza con la resistencia armada. Son los tiempos: Como Christian de Cherge y su comunidad de monjes, nosotros también vivimos bajo la amenaza del terrorismo y la violencia generalizada. Y nuestra paranoia se acrecienta mientras, diariamente, nuestras nuevas informaciones nos dan imágenes de disparos terroristas, bombardeos, decapitaciones, tiroteos masivos, violencia callejera y violencia doméstica. Vivimos en tiempos de violencia. Comprensiblemente, hay una cierta comezón por armarnos.

Así, ¿qué realista es renunciar a armarnos? ¿Qué realista es orar por estar desarmados?

La Cristiandad siempre ha defendido la justificada auto-defensa y la justa guerra. Incluso más allá de esto, ninguna sociedad prudente elegiría nunca desarmar su fuerza policial y militar, y estas, necesariamente, llevan pistolas y otras armas. En verdad podría decirse que aquellos que arguyen a favor de un pacifismo radical pueden hacerlo solamente porque están  ya protegidos por la policía y soldados con armas. No es demasiado difícil decir que, excepto por las armas que nos protegen, todos nosotros quedamos indefensos ante los criminales y psicópatas de este mundo. Pero eso necesita algún matiz.

Entre otras cosas, aún hay un caso poderoso que ser hecho por permanecer personalmente desarmado. El antiguo cardenal de Chicago, Francis George, arguyó de esta manera: Necesitamos pacifistas del mismo modo que necesitamos célibes religiosos con votos, esto es, necesitamos personas inspiradas en el evangelio para dar un particular -a veces singular- testimonio de lo que el Evangelio finalmente señala, a saber, un lugar más allá de nuestra imaginación corriente, un cielo en el que nos relacionaremos unos con otros en una intimidad que aún no podemos imaginar y donde no habrá armas. En el cielo, estaremos totalmente indefensos ante unos y otros. No habrá armas en el cielo.

Esta realidad está ya figurada en el Cristo recién nacido, indefenso y vulnerable, y ya tan amenazado.

Está también figurada en los pacifistas de nuestros días; de Dorothy Day a Martin Luther King, de Madre Teresa a Christian de Cherge, de Daniel Berrigan a Larry Rosebaugh, hemos sido agraciados por el testimonio de personas inspiradas en el Evangelio, las cuales, ante la amenaza y violencia físicas, eligieron arriesgar sus vidas antes que empuñar un arma. Los tiempos están forzándonos también a escoger: ¿Nos armamos o no?

Porque esos que buscan la vida del niño aún están a nuestro alrededor, gente paranoica, como el rey Herodes, que matan indiscriminadamente por miedo a que un niño indefenso pudiera amenazar pronto su trono y su privilegio.

Ron Rolheiser (Trad. Benjamin Elcano, cmf) - Lunes, 27 de junio de 2016

La lucha por amar a nuestro prójimo

 


“La idolatría más perjudicial no es el becerro de oro sino la enemistad contra el otro”. El renombrado antropólogo René Girard escribió eso, y su verdad no se admite fácilmente. A casi todos nosotros nos gusta creer que somos maduros y de gran corazón, y que amamos a nuestros prójimos y estamos libres de enemistad hacia otros. Pero, ¿es esto así?
En nuestros momentos más honrados -más exactamente quizás- en nuestros momentos más humildes, creo que todos nosotros admitimos que en realidad no amamos a otros de la manera que Jesús pidió. No ponemos la otra mejilla. De hecho, no amamos a nuestros enemigos. No deseamos el bien a aquellos que nos desean el mal. No bendecimos a lo que nos maldicen. Y no perdonamos de verdad a aquellos que matan a nuestros seres queridos. Somos decentes, personas de buen corazón, pero personas cuyo cielo está aún demasiado afirmado sobre la necesidad de una vindicación emocional ante alguien o algo que se opone a nosotros. Podemos ser honrados, podemos ser justos, pero aún no amamos como Jesús nos pidió que hiciéramos, esto es, de modo que nuestro amor se extienda a aquellos que nos aman y a aquellos que nos odian. Aún luchamos, extremada y mayormente en vano, por desear a nuestros enemigos el bien.
Pero para la mayoría de nosotros a quienes gusta creernos maduros, esa batalla permanece escondida, principalmente de nosotros mismos. Tendemos a sentir que amamos y perdonamos porque, esencialmente, somos bienintencionados, sinceros y capaces de creer y decir todas las cosas correctas; pero hay otra parte de nosotros que no es tan noble. El jesuita irlandés Michael Paul Gallagher (que murió recientemente y a quien se le echará en falta con cariño) expresa esto bien cuando escribe (En tiempo de descuento): “Probablemente, no odias a nadie, pero puedes estar paralizado por negativas diarias. Los mini-prejuicios y los juicios viscerales pueden producir una actitud de guerra no declarada. A través de las vallas de pinchos de alambre, vuelan balas invisibles”. Amar al otro como a uno mismo -afirma- es para la mayoría de nosotros una imposible ascensión cuesta arriba.
Así, ¿dónde nos deja eso? ¿Repartiendo una sentencia de vida mediocre e hipócrita? ¿Afirmando amar a nuestros enemigos pero no haciéndolo? ¿Cómo podemos profesar ser cristianos cuando, si somos honrados, debemos admitir que no estamos dando la medida de la prueba de fuego del discipulado cristiano, a saber, amar y perdonar a nuestros enemigos?
Quizás no seamos tan malos como pensamos que somos. Si aún estamos luchando, aún estamos sanos. Al hacernos -según parece- Dios nos descompuso en factores de complejidad humana, debilidad humana, y crecer en amor más profundo es un camino largo como la vida. Lo que puede parecer hipocresía desde fuera puede de hecho ser una peregrinación, la ruta de un Camino, cuando es visto con una luz más llena de paciencia y comprensión.
Tomás de Aquino, hablando sobre unión e intimidad, hace esta importante distinción. Distingue entre estar en unión con algo o alguien en realidad y estar en unión con ese alguien o algo a través del deseo. Esto tiene muchas aplicaciones pero, aplicadas en este caso; significa que a veces el corazón solamente puede ir a algún lugar a través del deseo más bien que en realidad. Nosotros podemos creer en las cosas correctas y querer las cosas correctas, y aun así no ser capaces de traer nuestros corazones de acuerdo con las leyes del juego. Un ejemplo de esto es lo que el viejo catecismo (en su único buen criterio) solía llamar “contrición imperfecta”, esto es, la noción de que, si tú has hecho algo malo que sabes que es malo y de lo que sabes que deberías sentirte arrepentido, pero de lo que de hecho no puedes sentir arrepentimiento, entonces si puedes desear poder sentir ese arrepentimiento, eso es suficiente contrición, no perfecta, pero suficiente. Es lo mejor que puedes hacer, y te pone en el lugar propio a nivel del deseo, no un lugar perfecto, pero sí mejor que su alternativa.
Y ese lugar “imperfecto” hace por nosotros más que simplemente proporcionar un patrón mínimo de contrición necesitado para el perdón. Más importantemente, otorga justa dignidad a aquel o aquello que hemos dañado.
Reflexionando sobre nuestra incapacidad para amar genuinamente a nuestro prójimo, Marilynne Robinson expone que, aun en nuestros fallos por cumplir lo que Jesús nos pide, si estamos luchando honradamente, hay algo de virtud. Arguye de este modo: Freud dijo que no podemos amar a nuestro prójimo como a nosotros mimos, y sin duda esto es cierto. Pero cuando aceptamos la realidad que subyace tras el mandamiento, ese prójimo  nuestro es tan digno de amor como nosotros mismos; entonces en nuestro verdadero intento de actuar con arreglo a la petición de Jesús, estamos conociendo que nuestro prójimo es digno de amor aun cuando, en este punto de nuestras vidas, seamos demasiado débiles para darlo.
Y ese es el punto crucial: Continuando la lucha, a pesar de nuestros fallos, por cumplir el gran mandamiento de amor que Jesús nos dio, conocemos la dignidad inherente de nuestros enemigos, conocemos que ellos son dignos de amor y conocemos nuestra propia negligencia. Eso es “imperfecto”, desde luego; pero -sospecho- Tomás de Aquino diría que es ¡un punto de partida!  

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - 

... si perdonáis a los demás sus culpas, también vuestro Padre del cielo os perdonará a vosotros...

Comentario al Evangelio de hoy 
Fernando Torres cmf.  / Fuente: http://www.ciudadredonda.org/
      En la historia del cristianismo a veces hemos caído en la tentación de hacer de la oración algo muy complicado, difícil. Algo que sólo es posible para personas muy puras y santas. Algo que precisa de mucho tiempo y dedicación. Algo, en definitiva, que no es accesible para las personas normales. Sobre todo, porque las personas normales se ven obligadas a pasar la mayor parte de su tiempo trabajando para poder sobrevivir. 
      La verdad es que Jesús nunca dijo a sus seguidores que tenían que pasar largas horas en oración para mantener la relación con Dios. Es cierto que en algún texto del Evangelio se dice que Jesús pasaba a veces las noches en oración. Pero nunca se lo pidió a sus discípulos. Incluso en el momento de la oración de Getsemaní, cuando tuvo que pasar por momentos muy difíciles, apenas riñó un poco a sus discípulos que se habían quedado dormidos mientras que él pensaba en lo que le esperaba. 
      La verdad es que, cuando sus discípulos le pidieron que les enseñase una oración, Jesús  les enseñó una oración muy sencilla y breve, la que se ha dado en llamar por las palabras con que comienza: el padrenuestro. Es tan breve que por mucho que nos empeñemos en rezarla muy despacio, apenas nos durará unos segundos. Siempre menos de un minuto. 
      También es verdad que en esas pocas frases se dice lo más importante: que Dios es nuestro padre y que nos podemos dirigir a él con confianza. Que deseamos que venga su reino a nuestras vidas porque ésa y no otra es su voluntad para todos nosotros. Que confiamos en él para que nos dé lo que necesitamos cada día y que nos comprometemos a perdonar y amar como él nos ama. ¿Qué más nos hace falta?
      Quizá lo que nos quiere decir Jesús es que le interesa mucho más vernos amándonos, perdonándonos, construyendo juntos el reino de justicia y fraternidad de donde nadie quede excluido, que dedicando larguísimas horas a la oración, en silencio y meditación. Porque a lo que él vino, y a lo que nos ha llamado a nosotros, es a construir el reino y no a evadirnos en el silencio y la paz de la eterna contemplación. Porque el amor se hace amando y no pensando en él. Así que la oración es buena en tanto en cuanto nos lleva a amar.

Cursillos prematrimoniales del mes de junio


El próximo lunes 20 de junio, hasta el viernes 24 dará comienzo el "Cursillo  Prematrimonial," en la Parroquia del Corazón de María de Oviedo, con el fin de ayudar a la formación de los Novios que se preparan para recibir el Sacramento del Matrimonio.

Horario de 20:00 h a 21:15h.


Inscripciones en el teléfono 985230496.

No habrá cursillo en los meses de julio y agosto.

Germana Cousin. Santa sin historia


Deforme, despreciada, maltratada, abandonada, humillada...
Esta santa «sin historia», como se la denomina, es otra de las doctoras en el modo admirable y heroico de asumir el anonadamiento espiritual y el perdón. Un ejemplo de vida oculta en Cristo. Pasó su existencia sin realce social ni intelectual. Deforme de nacimiento, despreciada, maltratada, abandonada de los suyos, humillada, y destinada a vivir con los animales, en ese calvario cotidiano, que llevada de su amor a Dios le ofrecía, se labró su morada eterna en el cielo. Y de eso se trata. Algunas pinceladas de su biografía se reconstruyeron en diciembre de 1644, casi medio siglo después de su muerte, cuando se abrió la tumba para enterrar a una parroquiana y hallaron su cuerpo incorrupto. Dos vecinos, que tenían ya cierta edad y habían sido contemporáneos de la joven, echaron mano de su memoria y dieron pistas para identificarla.

Había nacido en Pibrac, Francia, hacia 1579 porque se piensa que falleció en 1601 cuando tenía 22 años. Su deceso se produjo en completa soledad, como había vivido, en el establo y sobre un camastro de rudos sarmientos, acompañada del ganado que custodiaba. Era hija de Laurent Cousin, quien al enviudar de la madre de Germana, Marie Laroche, que falleció cuando aquélla tenía unos 5 años, contrajo matrimonio –era el cuarto para él– con Armande Rajols. Y ésta fue una auténtica madrastra para la pequeña; no tuvo ni un ápice de compasión con la niña. Germana había nacido con una pésima salud. Padecía escrófula y presentaba evidente deformidad en una de sus manos. Ante la pasividad de su padre, Armande la maltrató cruelmente ideando formas despiadadas para infligirle el mayor daño posible. Al final, la separó de su hogar, le vetó el acceso a sus hijos y la destinó al cuidado de las ovejas con las que conviviría hasta el final. Tenía 9 años cuando comenzaron a enviarla a pastorear en la montaña, seguramente con la idea de ir borrando el recuerdo de su existencia, o hacerla desaparecer bajo las fauces de los lobos. Arrinconada, considerada una nulidad para cualquier acción por sencilla que fuera, Germana tuvo dos ángeles tutelares: una iletrada sirvienta de su familia, Juana Aubian, y el párroco de la localidad, Guillermo Carné. La primera volcó en ella sus entrañas de piedad hasta donde le fue posible ya que, en cuanto vieron que podía medio valerse por sí misma, la enviaron al establo. El excelso patrimonio que Juana le legó fue hablarle del Dios misericordioso. A su vez el sacerdote, hombre sin duda virtuoso y clarividente, juzgó que se hallaba ante una elegida del cielo por los signos que apreciaba en ella: bondad, espíritu de mansedumbre, y una inocencia evangélica tal que infundía una alegría ciertamente sobrenatural. La mísera ración de comida, mendrugos de pan que le echaban a cierta distancia en prevención de un eventual contagio, la compartía con los indigentes. Ni siquiera esta muestra de compasión consintió la madrastra, y un día la persiguió para darle público escarmiento. Cuando en presencia del vecindario le arrebató violentamente el delantal donde guardaba su esquilmada provisión para los pobres, quedó impactada por el prodigio que se obró en ese mismo instante. Todos vieron cómo se desprendía del modesto mandil una cascada de flores silvestres bellísimas en una estación impropia para su nacimiento y en un entorno en el que no solían brotar, anegando el suelo con sus brillantes colores.

Laurent despertó un día de su cobarde letargo y ofreció a Germana volver al hogar. La joven agradeció la invitación paterna, pero eligió seguir en el cobertizo. Oraba cotidianamente por la conversión de Armande, que no terminó de conquistar esta gracia hasta poco antes de morir. El párroco acogió a la santa como catequista de los niños que entendían maravillosamente las verdades de la fe a través de los ejemplos que ponía. Era asidua a la misa, rezaba el rosario y no podía evitar que fueran haciéndose extensivos los hechos milagrosos obrados a través de ella, y que ya en vida le dieron fama de santidad. Uno de estos se produjo nada más morir el 15 de junio de 1601, y fue contemplado por varios religiosos que se hallaban de paso en Pibrac. Vieron doce formas blancas que se elevaban hacia el cielo dando escolta a una joven vestida de blanco; llevaba la frente ceñida con una corona de flores. Al descubrir que había fallecido, todos supusieron que era Germana que entraba en la eternidad. Fue enterrada en la iglesia, lugar en el que siguieron multiplicándose los milagros. Los partidarios de la Revolución intentaron destruir sus restos echándoles cal viva. Pero en el siglo XVIII volvieron a hallar su cuerpo incorrupto. Pío IX la beatificó el 7 de mayo de 1854, y la canonizó el 29 de junio de 1867.

Fuente: http://www.evangeliodeldia.org/

Sensibilidad y sufrimiento

 

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - 
Daniel Berrigan, en una de sus famosas frases ingeniosas, escribió una vez: ¡Antes de que te comprometas en serio con Jesús, considera primero en qué grado vas a dar una buena imagen en el madero (de la cruz)!
Al decir esto, estaba tratando de destacar algo que con frecuencia es  radicalmente malentendido desde casi todos los lados, a saber, cómo y por qué la auténtica religión trae sufrimiento a nuestras vidas.
Por una parte, todo lo más común es la idea de que, si tú acoges a Dios en tu vida, tendrás un camino más fácil a lo largo de la vida; Dios te librará de muchas de las enfermedades y sufrimientos que afligen a otros. A la inversa, muchos otros alimentan el sentimiento, si no la explícita creencia, de que Dios supone para nosotros sufrir, que hay una intrínseca conexión entre sufrimiento y profundidad, y que, cuanto más doloroso es algo, tanto mejor es para ti espiritualmente. Hay, por supuesto, algo de profunda verdad en esto; la profundidad espiritual está intrincadamente conectada al sufrimiento, como revela la Cruz de Jesús. Y la escritura asegura que Dios castiga a aquellos que se mueven junto a Él. Pero hay incontables maneras de malentender esto.
Jesús dijo que debemos cargar nuestra cruz cada día y seguirlo, y que seguirlo quiere decir precisamente aceptar un sufrimiento especial. Pero podríamos preguntar: ¿Por qué? ¿Por qué el sufrimiento debería entrar en nuestras vidas más profundamente porque tomemos a Jesús en serio? ¿No debería ser verdadero lo contrario? ¿Se opone de alguna manera la verdadera religión a nuestra natural vitalidad? ¿Es profundo el sufrimiento y superficial el gozo? ¿Y qué dice esto sobre Dios? ¿Es Dios masoquista? ¿Quiere y exige Dios nuestro sufrimiento? ¿Por qué una cierta afluencia de dolor es necesariamente concomitante con el hecho de tomar en serio a Dios?
El dolor fluirá en nosotros más profundamente cuando tomemos en serio a Dios, no porque Dios lo quiera o porque el dolor sea de alguna manera más bendecido que el gozo. Nada de eso. El sufrimiento y el dolor no son lo que Dios quiere; son términos negativos, para ser eliminados en el cielo. Pero, en la medida en que tomemos seriamente a Dios, fluirán más profundamente en nuestras vidas, porque, en una apertura más profunda a Dios, dejaremos de protegernos falsamente contra el dolor y pasaremos a ser mucho más  sensibles, de modo que la vida pueda fluir más libre y más profundamente en nosotros. En esa sensibilidad, dejaremos de manipular  inconscientemente todo como para mantenernos seguros y libres de dolor. Dicho simplemente, experimentaremos dolor más profundo en nuestras vidas porque, siendo más sensibles, estaremos experimentando todo más profundamente.
Lo contrario es también verdadero. Si alguien -como una burda expresión podría decirlo- es tan insensible como para ser tosco como un madero, su propia insensibilidad le inmunizará ciertamente contra muchos sufrimientos, y el dolor de otros raramente le estorbará su paz de mente. Por supuesto, tampoco experimentará el significado y el gozo muy profundamente;  ésa es la etiqueta de precio por la insensibilidad.
Hace algunos años, Michael Buckley, el jesuita californiano, predicó en la primera misa de un neo-sacerdote. En su homilía no preguntó al recién ordenado si era lo bastante fuerte para ser sacerdote, sino más bien si era lo bastante débil para ser sacerdote. Insistiendo en lo que se contenía en esa paradoja, Buckley ayuda a responder la cuestión de por qué moverse más cerca de Dios significa también moverse más cerca del sufrimiento: “¿Es este hombre lo bastante deficiente de modo que no puede evitar de su vida el dolor significativo, de modo que vive con una cierta cantidad de fracaso, de modo que siente lo que es ser un hombre ordinario? ¿Hay alguna historia de confusión, de auto-duda, de angustia interior? ¿Ha tenido que tratar con miedo, zanjado un negocio con frustraciones, o aceptado expectativas vanas?”
Buchley pasa entonces a hacer una comparación entre Sócrates y Jesús, como un estudio de excelencia humana; y destaca cómo Sócrates aparece, de muchas maneras, siendo persona más fuerte. Como Jesús, él también fue injustamente condenado a muerte; pero, a diferencia de Jesús, nunca entró en temor y temblor, ni sudó sangre por su inminente muerte. Había bebido el veneno con calma, y murió. Jesús, como sabemos, no sobrellevó su muerte con parecida calma.
El juicio superficial -sugiere Buckley-  es ver sus diferentes reacciones ante la muerte a la luz de sus diferentes muertes, la crucifixión mucho más horrible que tomar veneno. Pero eso -refiere Buckley- mientras contiene algo de verdad, es secundario, no la verdadera razón ¿Por qué Jesús luchó más profundamente con su muerte que Sócrates lo hizo con la suya? Por su extraordinaria sensibilidad. Jesús, simplemente, era menos capaz de protegerse contra el dolor. Sintió las cosas más profundamente; y, por consiguiente, estaba más expuesto al dolor físico y la fatiga, más sensible al rechazo humano y al desprecio, más afectado por el amor y el odio.
Sócrates fue un hombre grande y heroico, sin duda; pero, a diferencia de Jesús, que lloró sobre Jerusalén, él nunca lloró sobre Atenas, nunca expresó pesar ni dolor por la traición de los amigos. Fue fuerte, dueño de sí mismo, sosegado, nunca maltratado. Jesús, por su parte, fue menos capaz  de protegerse contra el dolor y la traición; y, consecuentemente, fue a veces ultrajado. 

...deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano...

...un anciano le decía a su joven nieto que en cada uno de nosotros habitan en lucha permanente dos lobos, uno malvado y sanguinario, y el otro manso y bondadoso. “Y ¿cuál de los dos vence, abuelo?”, preguntaba el pequeño indio. “Aquél al que alimentas”...

Comentario al Evangelio de hoy José M. Vegas cmf

Queridos hermanos,
Jesús ilustra hoy con ejemplos bien concretos lo que nos dijo ayer sobre llevar la ley a plenitud. No se trata de aligerar la ley, tampoco de hacerla más estricta, detallada o pesada. Se trata, en realidad, de un cambio de espíritu. O, mejor, de pasar de un ley escrita en papiros o en libros, a una ley escrita en el corazón. Jesús es, de hecho, el hombre de corazón nuevo, de corazón de carne, en la que Dios ha escrito su ley. Cuando se actúa según este espíritu, las exigencias de la ley no suenan como una voz extraña, ajena, constrictiva, que dice (tal vez, amenaza) “tú debes”, sino que es una inspiración interna (es verdad que no siempre cómoda o fácil, pero, en todo caso, no meramente exterior) por la que nos decimos a nosotros mismos “yo debo”. Vivir desde el corazón no significa vivir desde el puro sentimiento, sino desde el hombre interior que todos llevamos dentro, desde esa dimensión que es la autenticidad. Y cuando se vive desde el corazón uno no se limita uno a “cumplir” preceptos, ni a ese mínimo moral de abstenerse del mal. Desde el corazón, el ser humano va a la raíz de la cosas, se interesa por hacer el bien, por amor del bien mismo y no de intereses más o menos subjetivos, afina su mirada y va a esos pequeños detalles (las miradas, las palabras) de los que Jesús nos hablaba ayer. La ley llevada a su perfección significa adoptar la ley del amor como norma de nuestra vida. Vivir desde el corazón significa darse del todo y sin reservas. Por eso decimos que no se trata de “cumplir” más o menos, sino de experimentar una verdadera transformación, una “metanoia”, una conversión a la persona de Jesucristo, que es para nosotros ley. No hay ley que exija tanto como el amor, que llama a darse del todo y sin reservas; pero lo hace, no desde la fría exigencia de un deber desnudo, sino desde la misericordia y la disposición al perdón, pues el amor se hace cargo también de nuestras debilidades y límites.
Y es que la conversión de la que hablamos no se da de una vez y para siempre, sino en un proceso en el que no dejamos de experimentar los embates del hombre viejo que también vive en nosotros. Una vieja fábula de los indios americanos narraba cómo un anciano le decía a su joven nieto que en cada uno de nosotros habitan en lucha permanente dos lobos, uno malvado y sanguinario, y el otro manso y bondadoso. “Y ¿cuál de los dos vence, abuelo?”, preguntaba el pequeño indio. “Aquél al que alimentas”, respondía el anciano. Para alimentar al hombre interior, en lucha con el hombre viejo, Jesús nos propone el espíritu de perdón y reconciliación. Si nos negamos a, al menos, intentarla mientras estamos de camino, nos encerraremos a nosotros mismos en la cárcel de nuestro egoísmo y soberbia. 
El bautismo es el sacramento por el que nos hemos revestido de Cristo, hemos sido liberados, nos hemos reconciliado con Dios y hemos recibido la fuerza para tratar de reconciliarnos con los demás. La lluvia que pone fin a la sequía en el libro de los Reyes bien puede entenderse como un símbolo del bautismo. Mientras el perverso rey Ajab alimenta su vientre (su hombre viejo), Elías ora, y escruta los signos de la salvación divina, representada en la lluvia. Ajab es más poderoso, tiene más medios, pero Elías avanza más y más deprisa, porque su fuerza es la fe y se deja llevar por el Espíritu.
Cordialmente,
José M. Vegas cmf

El Video del Papa 6 – Solidaridad en las ciudades – Junio 2016

 Para que los ancianos marginados y las personas solitarias encuentren, incluso en las grandes ciudades, oportunidades de encuentro y solidaridad.


La bondad ordinaria y nuestro itinerario espiritual

 @Ron Rolheiser, OMI

El escritor de espiritualidad Tom Stella cuenta una historia de tres monjes en oración en la capilla de su monasterio. El primer monje se imagina a sí mismo siendo llevado al cielo por los ángeles. El segundo monje se imagina a sí mismo ya en el cielo, cantando las alabanzas de Dios con los ángeles y santos. El tercer monje no puede concentrarse en pensamientos santos, sino sólo puede pensar en la gran hamburguesa que  se ha comido justo antes de venir a la capilla. Esa noche, cuando el diablo estaba anotando su reportaje del día, escribió: “Hoy traté de tentar a tres monjes, pero sólo tuve éxito con dos de ellos”.
En esta historia hay más profundidad que la que inicialmente salta a la vista. Ojalá, hace años, hubiera comprendido yo cómo los ángeles y las grandes hamburguesas juegan un papel en nuestro itinerario espiritual. Ya ves, durante demasiados años, yo identifiqué búsqueda espiritual con sólo explícitos pensamientos religiosos, oraciones y acciones. Si yo estaba en la iglesia, era espiritual; mientras que si estaba gozando de una buena comida con los amigos, era meramente humano. Si yo estaba  rezando y podía concentrar mis pensamientos y sentimientos en algo santo o inspirador, sentía que estaba rezando y era, durante ese tiempo, espiritual y religioso; mientras que si estaba distraído, fatigado y demasiado somnoliento para concentrarme, sentía que había rezado pobremente. Cuando yo estaba haciendo explícitamente cosas religiosas o tomando decisiones morales más obvias, me sentía religioso, y todo lo demás era, a mi juicio, mero humanismo.
Aun cuando yo no era particularmente maniqueo ni negativo acerca de las cosas de este mundo, sin embargo las cosas buenas de la creación (de la vida, de la familia y la amistad, del cuerpo humano, de la sexualidad, de la comida y bebida) nunca fueron entendidas como espirituales, como religiosas. En mi mente, había una distinción bastante exacta entre cielo y tierra, lo santo y lo profano, lo divino y lo humano, lo espiritual y lo terreno. Esto era especialmente cierto para los aspectos más terrenos de la vida, a saber, la comida, la bebida, el sexo y los placeres corporales de cualquier clase. A lo más, éstas eran distracciones de lo espiritual; en el peor de los casos, eran tentaciones negativas que me ponían una zancadilla, obstáculos a la espiritualidad.
Pero, tropezando con bastante frecuencia, entendemos al fin: Traté de vivir como los dos primeros monjes, con mi mente en las cosas espirituales, pero el tercer monje quedó poniéndome la zancadilla, irónicamente no lo menos cuando estaba en la iglesia o en oración. Aun cuando estaba en la iglesia o en oración y tratando de encajar la mente y el corazón en cosas del espíritu, me encontraba siempre asaltado por cosas que, supuestamente, no tenían ningún lugar en la iglesia: recuerdos y planes de juntarme con los amigos, ansiedades sobre relaciones, ansiedades sobre tareas inacabadas, pensamientos sobre mis equipos de deporte favoritos, pensamientos de sabrosas comidas con pasta y vino, o chuletas a la parrilla y hamburguesas de panceta; y, lo más pagano de todo, fantasías sexuales que parecían la verdadera antítesis de todo lo que es espiritual.
Supuso algunos años y una mejor guía espiritual aprender que muchas de estas tensiones fueron declaradas verdaderas sobre la base de una pobre y deficiente comprensión de la espiritualidad cristiana y de la verdadera dinámica de la oración.
La primera comprensión deficiente tenía que ver con la falsa interpretación del propósito y designio de Dios al crearnos. Dios no diseñó nuestra naturaleza de una única manera, esto es, para ser sensitiva y para estar tan profundamente enraizada en las cosas de esta tierra, y después demandar que vivamos como si no fuéramos corpóreos y como si las cosas buenas de esta tierra fueran sólo ficción y obstáculos para la salvación, como opuestas a ser una parte integral de salvación. Además, la encarnación, el misterio de Dios que viene a ser corpóreo, sensitivo, que se hace presente en carne humana, enseña inequívocamente que nosotros encontramos la salvación no escapando del cuerpo y de las cosas de esta tierra sino entrando en ellas más profunda y correctamente. Jesús afirmó la resurrección de lo corpóreo, no la huída del alma.
El segundo malentendido tenía que ver con la dinámica de la oración. Inicialmente, en sus etapas tempranas, la oración se centra sobre el enfoque y concentración de lo sagrado, sobre la conversación con Dios, tratando de dejar aparte, por un tiempo, las cosas de este mundo para entrar en el reino de lo sagrado. Pero ésa es la primera etapa de la oración. Al final, cuando la oración profundiza y madura -en palabras de Juan de la Cruz- las cosas importantes  empiezan a suceder bajo la superficie, y sentarse en la capilla con Dios no es diferente que sentarse con alguien con quien te sientas regularmente. Si tú visitas a alguien diariamente, no tendrás cada día  conversaciones profundas e intensas; mayormente hablaréis sobre las cosas cotidianas, asuntos familiares, el tiempo, deportes, política, los últimos programas de TV, comida, etc.; y te encontrarás a ti mismo mirando a tu reloj ocasionalmente. Resulta lo mismo en nuestra relación con Dios. Si rezas con regularidad, diariamente, no tienes que atormentarte concentrando y manteniendo la conversación fija en cosas profundas y espirituales. Sólo tienes que estar allí, tranquilo con un amigo. Las cosas profundas están sucediendo bajo la superficie.
Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - 

Solemnidad del Inmaculado Corazón de María

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Nuestra parroquia del Corazón de María. Imagen central del altar.


He escuchado al papa Francisco contar una historia popular del sur de Italia referida a la Virgen de los mandarinos. Es la Virgen a la que tienen devoción los granujas, los ladrones... Cuentan que la Virgen los quiere y le rezan porque, cuando lleguen al cielo, como ella está mirando la cola de gente que llega... cuando los ve, les hace un gesto con la mano, como diciéndoles que no pasen, que se escondan. Y a la noche, cuando está todo oscuro y no está san Pedro, les abre la puerta. «Detrás de esta historia -dice Francisco- hay una verdad muy grande. Ahí se esconde una gran teología: una Madre cuida a su hijo hasta el fin, y trata de salvarle la vida siempre». (Pulsa en el enlace superior para leer todo el artículo)


«Un gran Profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo.»


Domingo X del Tiempo Ordinario



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