Santoral del mes de septiembre





La naturaleza de Dios – ¿Gozo o cruz?

Ron Rolheiser - 
Es sorprendente dónde puedes aprender una lección y capturar una ráfaga de lo divino. Recientemente, en una tienda de alimentación, fui testigo de este incidente:
Un joven, probablemente de unos 16 años de edad, junto con otras dos chicas de su misma edad, entraron en la tienda. La joven cogió una cesta de compra y comenzó a pasearse por los pasillos sin darse cuenta que otra segunda cesta se había quedado encajada en la que ella llevaba. En un cierto momento sucedió lo inevitable, la cesta que llevaba encajada se resbaló y chocó contra el suelo con un fuerte sonido, alarmándola a ella y a todos los que estábamos cerca. ¿Cuál fue su reacción? Rompió a reír, rezumando un cierto regusto alegre por la sorpresa. Para ella, la sorpresa de la cesta que se cayó no fue causa de irritación sino un regalo, algo gracioso que rompía la rutina.
Si esto me hubiera ocurrido a mí, dada la prisa con la que ando habitualmente y que me irrito fácilmente por cualquier cosa que perturbe mi agenda, probablemente hubiera respondido con un silencio denso antes que con una risotada.  Lo cual me hace pensar: Aquí hay una chica que probablemente no va a la Iglesia y a la que fácilmente no le interesan mucho los asuntos de la fe, pero quien, en este momento, está irradiando maravillosamente la energía de Dios, mientras que yo, un religioso consagrado, un sacerdote hecho y derecho, un ministro de la Iglesia y escritor de espiritualidad, en ese momento, con demasiada frecuencia irradio la antítesis de la energía de Dios, la irritación.
Pero ¿es verdad? ¿Realmente Dios rompe a reir por la caída de la cesta de la tienda de alimentación? ¿Dios nunca se irrita? ¿Cuál es la verdadera naturaleza de Dios?
Dios es el amor y el perdón incondicional que revela Jesús, pero Dios es también la energía que fundamenta todo lo que existe. Y esa energía, como es evidente en la creación y en la Escritura, en su raíz, es creativa, pródiga, robusta, alegre, festiva y exuberante. Si quieres saber cómo es  Dios, mira la natural exuberancia de los niños, mira la exuberancia de un cachorro, mira la fuerte y festiva energía de los jóvenes, y mira la risa espontanea de una quinceañera cuando se ve sorprendida por la caída de una cesta. Y para ver esta naturaleza pródiga de Dios solo debemos observar los miles y miles de planetas que nos rodean. La energía de Dios es prodiga y exuberante.
Entonces ¿qué pasa con la cruz?  ¿no es esta realidad la que revela la naturaleza de Dios más que ninguna otra? ¿no es esto lo que Dios nos muestra? ¿No es el sufrimiento el innato y necesario camino a la madurez y la santidad? ¿No hay una contradicción entre lo que Jesús revela sobre la naturaleza de Dios en su crucifixión y lo que la escritura y la naturaleza revelan de la exuberancia de Dios?
Aunque hay una clara paradoja en esto, no hay contradicción. Primero, vemos que la tensión entre la cruz y el gozo se ven en la persona y en las enseñanzas de Jesús. Jesús escandalizó a sus contemporáneos de dos maneras opuestas: en su capacidad de renunciar por propia voluntad a su vida y a las cosas de este mundo, e igualmente en su capacidad para disfrutar la vida y de las cosas buenas dadas por Dios. Sus contemporáneos no fueron capaces de acompañarle cuando cargaba con la cruz y tampoco cuando comió y bebió sin sentir culpa y sintió el exclusivo regalo y la gratitud cuando una mujer ungió sus pies con un caro perfume.
Más aún, la alegría y la exuberancia que constituye la raíz de la naturaleza de Dios no deben ser confundidas con las baladronadas que hacemos en fiestas, carnavales, o en el Mardi Gras. Lo que se experimenta aquí no es un gozo real, sino, en su lugar, el entumecimiento del cerebro y los sentidos inducido por un exceso frenético. Esta no es el gozo irradiado por Dios, ni tampoco la de la poderosa exuberancia que se asienta en nuestro interior esperando salir progresivamente. El carnaval es mayormente el intento de mantener a raya la depresión. Tal y como Charles Taylor señala agudamente, inventamos el carnaval porque nuestro gozo natural no encuentra suficientes caminos de salida en nuestras vidas ordinarias, de manera que ritualizamos ciertas ocasiones y momentos donde podemos, por un momento, encarceñar nuestra racionalidad y dejar salir nuestra exuberancia, tal y como se liberaría un animal enjaulado. Pero eso, aunque esto sirve como una cierta válvula de escape, no es el camino ideal para liberar nuestra exuberancia natural.
Cuando era un muchacho, mis padres a menudo me prevenían de la falsa alegría, la alegría de la fiesta salvaje, la falsa risa y la fiesta. Tenían este pequeño axioma: ¡Después de la risa vienen las lágrimas! Estaban en lo cierto, pero solo si se aplica a esa clase de alegría que tendemos a sacar en las fiestas para mantener a raya la depresión. La cruz, de cualquier manera, da la vuelta al axioma de mis padres y dice: “¡Después de las lágrimas viene la risa!”. Solo después de la cruz se da la alegría genuina. Solo después de la cruz, se expresará nuestra exuberancia , el genuino gozo que una vez sentimos cuando éramos pequeños, y solo entonces nuestra exuberancia irradiará verdaderamente la energía de Dios.
Jesus nos promete que si cargamos su cruz, Dios nos recompensará con una alegría que nadie nos podrá quitar.

 

Una buena muerte

 

Ron Rolheiser
En la cultura católica romana dentro de la que crecí, se nos instruía para orar por una buena muerte. Para muchos católicos de aquel tiempo, esta fue una petición estándar dentro de su oración diaria: “Pido una buena muerte”.
Pero ¿Cómo puede alguien tener una buena muerte? ¿No es en sí mismo el proceso de muerte una verdadera locura? ¿Qué decir acerca del dolor implicado en el morir, en el dejar marchar la vida, en el decir nuestros últimos adiós? ¿Puede alguien tener una buena muerte?
Pero la manera de ver esta realidad era, por supuesto, religiosa. Una buena muerte significaba que uno moría en buenas circunstancias morales y religiosas. Significaba que no mueres en una situación moralmente comprometida, que no moriste fuera de la Iglesia, que no moriste con amargura e ira contra tu familia, y finalmente, que no moriste a causa del suicidio, las drogas, el alcohol, o implicado en alguna actividad criminal.
La imagen catequética de una buena muerte, muy a menudo, era una historia anecdótica de alguna persona que creció en una buena familia cristiana, honesta, llena de fe, casta, comprometida con la Iglesia, pero que en algún momento de su vida se había apartado del camino de Dios, de la observancia de los mandamientos, de manera que, en este momento, no pensando demasiado en Dios, ni participando en la Iglesia, hacía una sincera confesión, comulgaba y poco después fallecía a causa de una ataque al corazón o por un accidente. Pero la Gracia hacía su trabajo: después de años de deriva moral y religiosa, había vuelto al redil y moría con una buena muerte.
En efecto, todos nosotros conocemos historias que encajan con esta descripción; pero tristemente, también conocemos historias donde este no es el caso, donde ocurre lo opuesto, donde buena gente muere en el infortunio, tristeza y situaciones trágicas. Todos hemos perdido seres queridos por suicidio, alcoholismo, y otras maneras de morir que distan mucho del ideal. También conocemos personas, buena gente, que han muerto de situaciones moralmente comprometidas o quienes mueren en la amargura, sin dejar sus corazones ablandados por el perdón. ¿Tuvieron todos ellos una mala muerte?
Admitamos que murieron de manera desafortunada, pero si fue una buena o mala muerte no se juzga por el donde la muerte nos agarra, si era un momento bueno o malo. Hay personas que encajan en la imagen de una buena muerte, tal y como las describíamos previamente, donde la muerte les agarra en un momento bueno, hay otros cuya vida ha estado marcada por la honestidad, la bondad, y el amor, pero que tuvieron el infortunio de ser agarrados por la muerte en un momento de ira, debilidad, depresión, o quienes muriendo a causa de una adicción o por el suicidio. La muerte los agarró en un mal momento. ¿Tuvieron una mala muerte? ¿Quién puede juzgarlo?
¿Qué es una buena muerte? Me gusta la descripción de Ruth Burrows: Burrows, una monja carmelita, comparte la historia de una novicia con quien vivió. Esta hermana, nos dice Burrows, tenía un buen corazón, pero era una mujer débil. Había entrado en un convento contemplativo para orar, pero nunca pudo juntar la disciplina necesaria para dicha tarea. Y así vivió durante años en este estado: buen corazón pero mediocre. Al final de su vida se le diagnosticó une enfermedad terminal que la asustó lo necesario de manera que comenzó a hacer nuevos esfuerzos para convertirse en lo que supuestamente tendría que haber sido toda su vida, una mujer de oración. Pero después de medio siglo de malos hábitos, éstos no se cambian con facilidad. A pesar de los nuevos propósitos, la mujer nunca tuvo éxito en cambiar radicalmente su vida. Murió en la debilidad. Pero Burrows afirma, que murió de una buena muerte. Murió como una persona débil y pidiendo el perdón de Dios por una vida de debilidad.
Morir de una buena muerte, es morir con honestidad, sin considerar si las particulares circunstancias de nuestra muerte parecen propias de una buena religiosidad o no. Morir en las circunstancias correctas es, por supuesto, una maravillosa consolación para nuestras familias y seres queridos, lo mismo que morir en circunstancias tristes pueden romper su corazón.  Pero incluso muriendo en circunstancia que no parecen buenas, humanamente o religiosamente, esto no define necesariamente si fue una mala muerte. Morimos en una buena muerte cuando morimos en honestidad, sin consideración de la circunstancia o la debilidad concreta.
Y esta verdad ofrece una nueva oportunidad: las circunstancias de la muerte de alguien, cuando esas circunstancias, sean tristes o trágicas, no debería ser el prisma a través del cual vemos toda la vida de dicha persona. Lo que esto significa es que si alguien muere en una situación moralmente comprometida, en un momento o en una época de debilidad, lejos de su iglesia, en amargura, por suicidio, o por una adicción, la bondad y esencia de dicha vida no deberían juzgarse por las circunstancias de su muerte. La muerte agarra a esa persona en un mal momento, lo cual puede hacer que el funeral sea más reservado, pero no sirve para un juicio verdadero sobre la bondad de su corazón.

Santa María Virgen, reina



Comentario al Evangelio de hoy lunes, 22 de agosto de 2016

 Óscar Romano, cmf
A la paz de Dios:

A los seis meses… A los ocho días. Dios en hechuras humanas. Celebramos en este día la coronación de la Virgen María como Reina y Señora de todo lo creado. El cuarto misterio glorioso del rosario. La fiesta de hoy enlaza con lo celebrado hace justo una semana: la Asunción de la Virgen.

Tomo las palabras de Michel Quoist: “Mi mejor invento es mi madre”.

Mi mejor invento, dice Dios, es mi madre. Me faltaba una madre y me la hice. Hice Yo a mi madre antes que ella me hiciese. Así era más seguro. Ahora sí que soy hombre como todos los hombres. Ya no tengo nada que envidiarles, porque tengo una madre, una madre de veras. Sí, eso me faltaba.

Mi madre se llama María, dice Dios. Su alma es absolutamente pura y llena de gracia. Su cuerpo es virginal y habitado de una luz tan espléndida, que cuando Yo estaba en el mundo no me cansaba nunca de mirarla. ¡Qué bonita es mi madre! Tanto, que dejando las maravillas del cielo nunca me sentí desterrado junto a ella. Y fíjense si sabré Yo lo que es ser llevado por los ángeles..., pues bien: eso no es nada junto a los brazos de una madre, créanme.

Mi madre ha muerto, dice Dios. Cuando me fui al cielo Yo la echaba de menos. Y ella a Mí. Ahora me la he traído a casa, con su alma, con su cuerpo, bien entera. Yo no podía portarme de otro modo. Debía hacerlo así. Era lo lógico. ¿Cómo iban a secarse los dedos que habían tocado a Dios? ¿Cómo iban a cerrarse los ojos que Lo vieron? Y los labios que lo besaron ¿creen que podrían marchitarse?

No, aquel cuerpo purísimo, que dio a Dios un cuerpo, no podía pudrirse en la tierra. ¿O no soy Yo el que manda? ¿De qué iba a sírveme, si no, el ser Dios? Además, dice Dios, también lo hice por mis hermanos los hombres: para que tengan una madre en el cielo, una madre de veras, como las suyas, en cuerpo y alma. La mía.

Bien. Hecho está. La tengo aquí conmigo, desde el día de su muerte. Su asunción, como dicen los hombres. La madre ha vuelto a encontrar a su Hijo, y el hijo a la madre, en cuerpo y alma, el uno junto al otro, eternamente.

Ah, si los hombres adivinasen la belleza de este misterio... Ellos la han reconocido al fin oficialmente. Mi representante en la tierra, el Papa, lo ha proclamado solemnemente. ¡Da gusto, dice Dios, ver que se aprecian los dones que uno hace! Aunque la verdad es que el buen pueblo cristiano ya había presentido ese misterio de amor de hijo y de hermano...

Y ahora que se aprovechen, dice Dios. En el cielo tienen una madre que les sigue con sus ojos, con sus ojos de carne. En el cielo tienen una madre que los ama con todo su corazón, con su corazón de carne. Y esa madre mía. Y me mira a Mí con los mismos ojos que a ellos, me ama con el mismo corazón.

Ah, si los hombres fueran pícaros... Bien se aprovecharían. ¿Cómo no se darán cuenta de que Yo a ella no puedo negarle nada? ¡Qué quieres! ¡Es mi madre! Yo lo quise así. Y bien... no me arrepiento. Uno junto al otro, cuerpo y alma, eternamente Madre e Hijo...

El final grande de la Virgen tiene un origen pequeño. Las cosas de Dios, ¡grandes!, siempre tienen principios pequeños: una pequeña ciudad, una mujer sencilla, prometida de un carpintero…

La presencia de Dios llena de luz la estancia y de alegría el corazón. ¡Alégrate! ¡El Señor está contigo! Y tras la sorpresa la tarea: serás madre, ¡serás Madre de Dios! María solo puede ofrecer su pequeñez. Justo lo que Dios quiere: el Todopoderoso elige al “tododébil”. Y todo como regalo: el Espíritu vendrá sobre ti y te cubrirá con su fuerza. ¡Que se cumpla! Y se cumplió. Bien cumplido.

Lo que ocurrió entonces se repite cuando hay un corazón generoso: alegría, asombro, tarea, duda, confirmación de la misión, respuesta entregada, cumplimiento.

Vuestro hermano y amigo

Óscar Romano

@scarRomano

Nuestro miedo al infierno


 

Ron Rolheiser15 de agosto de 2016 

El infierno no es la desagradable sorpresa que le espera a una persona básicamente feliz. El infierno solo puede ser el fruto maduro del orgullo y la autosuficiencia que, a lo largo del tiempo, ha retorcido el corazón tan hasta el fondo hasta llegar a considerar la felicidad como infelicidad, y mantiene un arrogante desdén por la gente feliz. Si eres esencialmente una persona de buen corazón a este lado de la eternidad, no debes tener miedo a que una desagradable sorpresa te espere en el otro lado porque en algún lugar a lo largo del camino, sin saberlo, perdiste el rumbo y tu vida se volvió terriblemente equivocada.

Desafortunadamente, para muchos de nosotros, la predicación y la catequesis de nuestra juventud nos inculcó la idea de que uno podría perderse trágicamente sin saberlo y sin posibilidad de retorno. Podrías vivir tu vida sinceramente, con una esencial honestidad, relacionándote justamente con los demás, intentando dar lo mejor en la debilidad, teniendo algunas rachas de felicidad, y al final morir y descubrir que algún pecado o error que hubieras cometido, quizás sin saberlo, te podría condenar al infierno y sin ninguna posibilidad de arrepentimiento. El último segundo antes de tu muerte era la última oportunidad para cambiar las cosas, sin segundas oportunidades después de la muerte, sin importar cuanto podrías querer entonces el arrepentimiento. ¡Como un árbol cae así caerá! Fuimos instruidos para temer la muerte y el después.

Pero, sea cual fuere la efectividad práctica de tal concepto, porque pudiera hacerle a uno vacilar ante la tentación por el miedo al infierno, es algo esencialmente erróneo y no debería ser enseñado en nombre del cristianismo. ¿Por qué? Porque esta idea desmiente a Dios y las profundas verdades que Jesús reveló. Jesús enseñó que hay un infierno y que éste es una posibilidad para cada uno. Pero el infierno del que Jesús habla no es un lugar o estado donde uno implora por una última oportunidad, un sólo minuto más de vida para hacer un acto de contrición, y Dios lo rechaza. El Dios a quien Jesus encarna y revela es un Dios que está siempre abierto al arrepentimiento, siempre abierto a la contrición, y siempre esperando por nuestro retorno de nuestros pródigos vagabundeos.

Con Dios nunca gastamos nuestras oportunidades. ¿Podrías imaginar a Dios mirando a un hombre o una mujer arrepentidos y diciendo: “¡Lo siento, por tí, pero es demasiado tarde!¡Tuviste tu oportunidad! ¡No vengas pidiendo otra! Este no sería el Padre de Jesús.

E incluso, los evangelios pueden darnos esa impresión. Tenemos, por ejemplo, la famosa parábola del hombre rico que ignora al mendigo de su puerta, muere y acaba en el infierno, mientras que el mendigo, Lázaro, a quien ignoró, está ahora en el cielo, confortado en el seno de Abraham. Desde su tormento en el infierno, el hombre rico pide a Abraham que le envíe a Lázaro con algo de agua, pero Abraham responde que hay un abismo entre el cielo y el infierno y nadie puede cruzar de un lado al otro. Este texto, junto con las advertencias de Jesús sobre las puertas del banquete de bodas que se cierran de manera irrevocable, han dejado la comúnmente equivocada idea de que hay un punto de no retorno, que una vez en el infierno, es demasiado tarde para el arrepentimiento.

Pero esto no es lo que ni el texto ni Jesús enseña “al alertarnos sobre la urgencia del arrepentimiento”. El “inalcanzable abismo” aquí se refiere, entre otras cosas, a un abismo que permanece inalcanzable aquí en este mundo entre los ricos y los pobres. Y permanece inalcanzable por nuestra intransigencia, nuestros fallos en cambiar el corazón, nuestra falta de contrición, y no porque Dios pierda la paciencia y diga; “¡Suficiente!¡No más oportunidades!”. Permanece inalcanzable porque habitualmente estamos tan estancados en nuestros caminos que somos incapaces de un cambio y un genuino arrepentimiento.

En la parábola de Jesus del hombre rico y Lázaro se dibuja un antiguo cuento judío que ilustra esta incapacidad: en paralelo a la parábola, Dios oye al rico pedir desde el infierno por una segunda oportunidad y se la otorga. El rico, ahora lleno de nuevos propósitos, vuelve a la vida, va inmediatamente al mercado, llena su carro de comida, y mientras va hacia su casa se encuentra con Lázaro en el camino. Lázaro pide un poco de pan. El rico salta de su carro para dárselo, pero, según saca una enorme hogaza de pan de su carro, su vieja manera de ser comienza a reafirmarse de nuevo. Y comienza a pensar: “¡Este hombre no necesita toda la hogaza! ¡Porqué no le doy simplemente una parte! ¡Y porque habría darle pan tierno, le daré algo de pan duro!” ¡Inmediatamente se encuentra a si mismo de vuelta en el infierno! No puede aún llenar el vacío.


Kathleen Dowling Singh admite que haciendo una serie de contracciones mentales creamos nuestro propio miedo a la muerte. Esto también es verdadero en lo referente al más allá: haciendo una serie de desafortunadas contracciones teológicas creamos nuestro propio miedo al infierno.

Suicidio y salud mental

 

 
Cuando era un muchacho soñaba con ser un atleta profesional, pero pronto tuve que aceptar el hecho de que no fui agraciado con el cuerpo de un atleta. Velocidad, fuerza, coordinación, instinto, visión, con las que tuve que arreglármelas en la vida ordinaria que se me había dado de esto, pero no era lo suficientemente fuerte físicamente como para ser un atleta.
Me llevó algunos años el estar en paz con esa realidad, pero incluso me llevó más tiempo, hasta la mediana edad, el reconocer y dar gracias a la vez por el hecho de que, aunque no hubiera sido bendecido con un cuerpo de atleta, se me había dado una robusta salud mental, y esto fue realmente una bendición inmerecida, más importante en mi vida que la de tener un cuerpo atlético. A menudo me he preguntado cómo sería el tener un cuerpo atlético, poseer esa velocidad, fuerza y gracia, pero nunca me preguntado cómo sería si no tuviera la fuerza, la elasticidad mental, aquella que sabe cómo dar la vuelta un globo, dividir una defensa, no tener miedo al contacto, encajar in golpe y no dejar que los rigores del juego de rompan en pedazos.
Y este reconocimiento fue comprado y pagado por algunos de los más dolorosos momentos de mi vida. Según fui envejeciendo, año tras año, comencé a ver como algunos de mis antiguos compañeros de clase, colegas, mentores, conocidos de todo tipo, y amigos queridos pedían su batalla con la salud mental y se hundían, lenta o rápidamente, en varias formas de depresión clínica, parálisis mental, angustia, demencia de varias clases, cambios oscuros de personalidad, suicidio, y, lo peor de todo, incluso caer en el asesinato.
Lentamente, dolorosamente, con vacilaciones, supe que no todos tenemos los circuitos internos que nos capacitan para la estabilidad y el permanecer a flote. Y también aprendí que la salud mental camina paralela a una salud física, frágil, y no siempre bajo el propio control. Por otra parte, tanto diabetes, artritis, cáncer, infarto, esclerosis lateral amiotrófica, y esclerosis múltiple pueden debilitarnos y matarnos, pero por otra las enfermedades mentales pueden sembrar un caos mortal dentro de uno mismo, causando todo tipo de debilidad, y no infrecuentemente también la muerte y el suicidio.
¿Cómo podríamos definir una robusta salud mental? La salud mental robusta no se debe confundir con la inteligencia o la brillantez. No es nada de eso. Realmente se trata de estabilidad, una capacidad para estar siempre anclado, equilibrado, a flote y con elasticidad para afrontar todo lo que la vida te lanza, uno y malo. En efecto puede que sea un bloqueo positivo de la creatividad y la brillantez. ¡Algunas personas, parece, que está demasiado asentadas y sanas como para ser realmente brillantes! Y la gente brillante como artistas, poetas, músicos con frecuencia luchan para permanecer sólidamente firmes. Brillantez y firmeza son generalmente dones muy diferentes. A través de los años que he escrito sobre el suicidio, he recibido muchas cartas, correos, y llamadas telefónicas con angustiosas preocupaciones sobre la comprensión de la salud mental. Una carta llegó para una mujer, una brillante psicoanalista, un poco preocupada por su propia estabilidad y que de su familia escribía: “¡Todos en mi familia son personas brillantes, pero ninguno de nosotros es muy estable!” Por supuesto, todos conocemos familia donde ocurre lo contrario.
En breve, necesitamos una mejor comprensión de la salud mental: quizás no sea cosa de doctores, psiquiatras y profesionales de la salud mental, donde ya existe un considerable conocimiento sobre la salud mental y donde la investigación de gran valor sigue adelante, sino dentro de la cultura en general, particularmente en lo que se refiere al suicidio.
Cuando vemos a alguien sufriendo de una discapacidad física o de enfermedades físicas, es fácil entender esa limitación y empatizar. Pero esto se basa en gran parte en el hecho de que podemos ver, físicamente ver, la discapacidad o la enfermedad. Podríamos parecer frustrados, indefensos, e incluso enfadados frente a lo que vemos, y que generalmente entendemos. ¡Lo captamos!! ¡La naturaleza le ha dado a esta persona una particular mano de cartas, nadie es culpable!
Pero esto no pasa con la salud mental. Aquí la discapacidad o la enfermedad no es tan manifiestamente compresible. Estos es verdad, de manera particular, cuando la destrucción de la salud mental de una persona concluye en el suicidio. Durante siglos, esto ha permanecido sin diagnóstico, no solo moralmente sino incluso religiosamente. Se requiere una mirada más profunda e intuitiva. Todavía no entendemos la fragilidad mental.
Nuestra salud física puede ser robusta o frágil, lo mismo que nuestra salud mental. En ambos casos, ¿cuán fuerte es nuestra dependencia de la mano de cartas que nos ha tocado jugar, de nuestra dotación genética o de las circunstancias que nos han dado forma? No elegimos nuestros cuerpos y nuestras mentes de un catálogo, y la naturaleza y la vida no siempre dan las cartas justamente.
Necesitamos entender mejor la salud mental y el desajuste mental. Psicológicamente y emocionalmente, no somos inmunes a toda clase de canceres, infartos, diabetes, esclerosis múltiples y esclerosis laterales amiotróficas. Y éstas también pueden ser terminales, como en el caso del suicidio.