Nuestro miedo al infierno


 

Ron Rolheiser15 de agosto de 2016 

El infierno no es la desagradable sorpresa que le espera a una persona básicamente feliz. El infierno solo puede ser el fruto maduro del orgullo y la autosuficiencia que, a lo largo del tiempo, ha retorcido el corazón tan hasta el fondo hasta llegar a considerar la felicidad como infelicidad, y mantiene un arrogante desdén por la gente feliz. Si eres esencialmente una persona de buen corazón a este lado de la eternidad, no debes tener miedo a que una desagradable sorpresa te espere en el otro lado porque en algún lugar a lo largo del camino, sin saberlo, perdiste el rumbo y tu vida se volvió terriblemente equivocada.

Desafortunadamente, para muchos de nosotros, la predicación y la catequesis de nuestra juventud nos inculcó la idea de que uno podría perderse trágicamente sin saberlo y sin posibilidad de retorno. Podrías vivir tu vida sinceramente, con una esencial honestidad, relacionándote justamente con los demás, intentando dar lo mejor en la debilidad, teniendo algunas rachas de felicidad, y al final morir y descubrir que algún pecado o error que hubieras cometido, quizás sin saberlo, te podría condenar al infierno y sin ninguna posibilidad de arrepentimiento. El último segundo antes de tu muerte era la última oportunidad para cambiar las cosas, sin segundas oportunidades después de la muerte, sin importar cuanto podrías querer entonces el arrepentimiento. ¡Como un árbol cae así caerá! Fuimos instruidos para temer la muerte y el después.

Pero, sea cual fuere la efectividad práctica de tal concepto, porque pudiera hacerle a uno vacilar ante la tentación por el miedo al infierno, es algo esencialmente erróneo y no debería ser enseñado en nombre del cristianismo. ¿Por qué? Porque esta idea desmiente a Dios y las profundas verdades que Jesús reveló. Jesús enseñó que hay un infierno y que éste es una posibilidad para cada uno. Pero el infierno del que Jesús habla no es un lugar o estado donde uno implora por una última oportunidad, un sólo minuto más de vida para hacer un acto de contrición, y Dios lo rechaza. El Dios a quien Jesus encarna y revela es un Dios que está siempre abierto al arrepentimiento, siempre abierto a la contrición, y siempre esperando por nuestro retorno de nuestros pródigos vagabundeos.

Con Dios nunca gastamos nuestras oportunidades. ¿Podrías imaginar a Dios mirando a un hombre o una mujer arrepentidos y diciendo: “¡Lo siento, por tí, pero es demasiado tarde!¡Tuviste tu oportunidad! ¡No vengas pidiendo otra! Este no sería el Padre de Jesús.

E incluso, los evangelios pueden darnos esa impresión. Tenemos, por ejemplo, la famosa parábola del hombre rico que ignora al mendigo de su puerta, muere y acaba en el infierno, mientras que el mendigo, Lázaro, a quien ignoró, está ahora en el cielo, confortado en el seno de Abraham. Desde su tormento en el infierno, el hombre rico pide a Abraham que le envíe a Lázaro con algo de agua, pero Abraham responde que hay un abismo entre el cielo y el infierno y nadie puede cruzar de un lado al otro. Este texto, junto con las advertencias de Jesús sobre las puertas del banquete de bodas que se cierran de manera irrevocable, han dejado la comúnmente equivocada idea de que hay un punto de no retorno, que una vez en el infierno, es demasiado tarde para el arrepentimiento.

Pero esto no es lo que ni el texto ni Jesús enseña “al alertarnos sobre la urgencia del arrepentimiento”. El “inalcanzable abismo” aquí se refiere, entre otras cosas, a un abismo que permanece inalcanzable aquí en este mundo entre los ricos y los pobres. Y permanece inalcanzable por nuestra intransigencia, nuestros fallos en cambiar el corazón, nuestra falta de contrición, y no porque Dios pierda la paciencia y diga; “¡Suficiente!¡No más oportunidades!”. Permanece inalcanzable porque habitualmente estamos tan estancados en nuestros caminos que somos incapaces de un cambio y un genuino arrepentimiento.

En la parábola de Jesus del hombre rico y Lázaro se dibuja un antiguo cuento judío que ilustra esta incapacidad: en paralelo a la parábola, Dios oye al rico pedir desde el infierno por una segunda oportunidad y se la otorga. El rico, ahora lleno de nuevos propósitos, vuelve a la vida, va inmediatamente al mercado, llena su carro de comida, y mientras va hacia su casa se encuentra con Lázaro en el camino. Lázaro pide un poco de pan. El rico salta de su carro para dárselo, pero, según saca una enorme hogaza de pan de su carro, su vieja manera de ser comienza a reafirmarse de nuevo. Y comienza a pensar: “¡Este hombre no necesita toda la hogaza! ¡Porqué no le doy simplemente una parte! ¡Y porque habría darle pan tierno, le daré algo de pan duro!” ¡Inmediatamente se encuentra a si mismo de vuelta en el infierno! No puede aún llenar el vacío.


Kathleen Dowling Singh admite que haciendo una serie de contracciones mentales creamos nuestro propio miedo a la muerte. Esto también es verdadero en lo referente al más allá: haciendo una serie de desafortunadas contracciones teológicas creamos nuestro propio miedo al infierno.