Las tentaciones de la persona buena. Artículo.

Muchos de nosotros estamos familiarizados con una frase de T.S. Eliot frecuentemente citada: La última tentación es la traición más grave: realizar la acción correcta por razón equivocada. Esta -sugiere él- es la tentación de la persona buena. ¿Cuál es la tentación?

En el evangelio de Juan, Jesús dirige esta pregunta a sus oyentes: “¿Cómo podéis creer vosotros que recibís gloria los unos de los otros y no buscáis la gloria que viene sólo de Dios?” ¿Qué desafía Jesús aquí? Esto: podemos hacer todas las cosas correctamente, ser obstinadamente fieles, mantener toda clase de compromiso y hasta aceptar el martirio, pero ¿por qué? ¿Para ser respetados? ¿Para ser admirados? ¿Para ganar la aprobación? ¿Para ganarnos permanentemente un buen nombre?

¿No son estas razones suficientemente buenas y nobles?

Lo son. Sin embargo, como sugiere T. S. en Asesinato en la catedral, una tentación puede presentarse como una gracia, y ese puede ser el caso en términos de ser virtuoso. Ilustra esto por medio de las luchas de su personaje principal, Thomas Beckett. Beckett fue arzobispo de Canterbury desde 1162 hasta que fue asesinado en su propia catedral en 1170. Según lo presenta Eliot, Beckett hace todas las cosas bien: es altruista, radicalmente fiel, mantiene todo compromiso y está dispuesto a aceptar el martirio. Sin embargo -como destaca Eliot- estas pueden ser “las tentaciones de la persona buena” y puede llevar cierto tiempo (y una madurez más profunda) distinguir entre ciertas tentaciones y la gracia. De aquí que Eliot acuñase estos versos, ahora famosos:

Ahora mi camino está franco; ahora el significado es fácil:
la tentación no volverá a venir de esta manera.
La última tentación es la traición más grave:
realizar la obra buena por razón equivocada…
Para los que sirven a una causa más admirable
haced que la causa les sirva.

Los que sirven a una causa más admirable pueden hacer fácilmente que la causa les sirva, ciegos a su propia motivación.

¡No todos lo sabemos! Aquellos de nosotros que trabajamos en el ministerio, en la enseñanza, en la administración, en los medios, en las artes, y aquellos de nosotros que somos habitualmente buenos samaritanos ayudando dondequiera, ¿qué es lo que en definitiva dirige nuestra energía mientras hacemos todo este bien?

Bueno, la motivación es rara vez directamente simple. Somos criaturas complejas, con frecuencia torturadas de motivación. He aquí una pequeña parábola acerca de la motivación, procedente de la tradición sufí, que sugiere que no tenemos una sola motivación sino múltiples motivaciones. La parábola dice así:

Había un hombre santo, un gurú, famoso por su sabiduría, que vivía cerca de la cumbre de una montaña. Un día, se personaron tres hombres en su puerta solicitando consejo. Preguntó al primero: “¿Subiste a esta montaña para verme porque soy famoso o porque estás de verdad interesado en conseguir algo de mi sabiduría?” El hombre respondió: “Para ser sincero, vine a verte motivado por tu fama, aunque, desde luego, también estoy interesado en recibir algún consejo”. El gurú lo despidió: “Aún no estás preparado para aprender”. Se dirigió al segundo y le hizo la misma pregunta: “¿Cuál es la verdadera razón por la que subiste a esta montaña para verme”? La respuesta de este fue diferente. “No es tu fama lo que atrajo aquí”, dijo, “No estoy interesado en eso. Quiero aprender de ti”. Sorprendentemente, el gurú también lo despidió, diciéndole que aún no estaba preparado para aprender. Se dirigió al tercero: “¿Subiste a esta montaña para verme porque soy famoso o porque de verdad buscas algún consejo? El hombre respondió: “Para ser honrado, es por ambas razones, y probablemente por un buen número de otras razones de las que no soy consciente. Quería verte porque eres famoso y de verdad quiero aprender de ti, y no estoy aún seguro de cuál de ellas es la verdadera razón por la que vine a verte” “Tú estás dispuesto a aprender”, dijo el hombre santo.

  1. S. Eliot presenta a su personaje principal en Asesinato en la catedral como un hombre que hace todas las cosas bien, es reconocido por su bondad, pero es alguien que aún tiene que examinarse sobre su verdadera motivación para hacer lo que hace. Lo que Eliot destaca es algo que debería darnos a todos los que estamos tratando de ser personas buenas, virtuosas y fieles: pausa para la reflexión, escrutinio y oración. ¿Cuál es nuestra verdadera motivación? ¿Cuánto se trata de ayudar a otros y cuánto se trata de nosotros mismos, de lograr respeto, admiración, un buen nombre y tener un buen sentimiento de nosotros mismos?

Esta es una pregunta difícil y quizá ni tan siquiera justa, pero necesaria; una pregunta que, si es dirigida, puede ayudarnos en nuestra búsqueda por un nivel de madurez más profundo. A fin de cuentas, ¿estamos haciendo cosas buenas por lo que supone para los demás o por lo que supone para nosotros?

Mientras permanecemos algún tanto desarmados y comprometidos ante esta cuestión, podemos recibir algún consuelo en el mensaje contenido en la parábola sufí. A este lado de la eternidad, nuestras motivaciones son patológicamente complejas y mixtas. Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - 

Fiesta de Santiago. Patrón de España.

Fiesta de Santiago

Apóstol / Siguió a Jesús / Resucitó el Señor
Evangelizador de España / Protomártir de los Apóstoles
Traslado de sus restos

Rivalizando con nuestras propias almas. Artículo.

Tenemos muchas fotografías de Teresa de Lisieux. A su hermana Celine le gustaba usar una cámara y tomó muchas fotos de Teresa, pero hay algo interesante que notar en esas fotos. La carmelita británica Ruth Burrows hizo en una ocasión un estudio de esas fotos y comentó que, en todas ellas, Teresa siempre está de alguna manera sola, para ella misma, aun cuando esté en una foto de grupo.

He aquí la anomalía. Teresa era una persona cercana, amistosa, con buenas capacidades sociales, que era amada por muchos. Y aun así, en casi todas las fotografías de ella, incluso cuando figura junto con miembros de la familia a los que amaba profundamente, hay siempre una cierta soledad, un aislamiento que es evidente. Con todo, la soledad que exhibe ahí no es el aislamiento de alguien en desavenencia con la familia y la comunidad, sino una cierta distancia de alma, algo que podría ser llamado soledad moral. ¿Qué es esto? ¿Pueden nuestras almas estar solas aun cuando nosotros estamos bañados en amistad, amor y familia?

Sí, es verdad para todos nosotros, fue verdad para Teresa de Lisieux y fue verdad para Jesús.

Mirando las narraciones del Evangelio que describen la pasión y muerte de Jesús, vemos que lo que enfatizan no es el sufrimiento físico de Jesús. Aunque esos sufrimientos deben haber sido horríficos, los evangelios nunca se centran en ellos. Lo que destacan es el sufrimiento emotivo de Jesús, su aislamiento, su soledad de alma, mientras sobrellevaba su sufrimiento y muerte. Señalan cómo en su hora de mayor indigencia, mientras se encontraba solo, abandonado, traicionado, incomprendido, humillado y en efecto unanimidad-menos-uno, estaba sufriendo más en el alma que en el cuerpo.

El Evangelio de Lucas nos dice que su agonía tuvo lugar en un jardín. Esto también es revelador. Jesús tuvo agonías en otros lugares: en el templo, en el desierto y en su ciudad natal, pero la más dura tuvo lugar en un jardín. ¿Por qué un jardín? Como sabemos, en la literatura arquetípica los jardines no son para cultivar vegetales, sino para el deleite. El jardín arquetípico es el lugar mítico del deleite, donde los amantes se encuentran, donde los amigos beben vino estando juntos, y donde Adán y Eva estaban desnudos, inocentes, y no lo sabían. El Jesús que suda sangre en el jardín de Getsemaní no es Jesús el Maestro, Jesús el Mago, Jesús el Sanador ni Jesús el Hacedor de milagros. En el jardín, es Jesús el Amante, aquel que se deleita en el amor y que sufre en el amor; y es a este jardín de sufrimiento, de intimidad y de deleite al que nos llama.

Los evangelios enfatizan que lo que sufrió Jesús más profundamente en su crucifixión no fue el dolor de ser azotado ni el de tener clavos que taladraban sus manos, sino una profunda soledad de alma que hace pequeño aun el dolor físico más intenso. Jesús no era un atleta físico, sino moral, batallando en la arena con el alma.

¿Qué es la soledad moral?

Encontré esta expresión por primera vez en los escritos de Robert Coles, que lo usó para describir a Simone Weil. Lo que sugiere es que en el interior de cada uno de nosotros hay un espacio profundo, un centro virginal, donde se mantiene y se guarda todo lo que es tierno, sagrado, estimado y precioso. Es ahí donde somos lo más genuinamente nosotros mismos, lo más genuinamente sinceros, lo más genuinamente inocentes. Es donde recordamos inconscientemente que una vez, mucho antes de la conciencia, fuimos acariciados por manos mucho más delicadas que las nuestras. Es donde aún sentimos el primordial beso de Dios.

En este lugar, más que en ningún otro, tenemos miedo a la rudeza, la irreverencia, ser avergonzados, ridiculizados, violados, engañados. En este lugar somos profundamente vulnerables y, por tanto, también escrupulosamente cuidadosos en cuanto a los que admitimos en este espacio, aun cuando nuestro anhelo más profundo es precisamente que alguien comparta ese lugar con nosotros. Más de lo que suspiramos por alguien con quien acostarnos sexualmente, suspiramos por alguien con quien acostarnos ahí, moralmente, un alma gemela. Nuestro anhelo más profundo es la consumación moral.

Pero esto no es fácil de encontrar. La perfecta pareja moral es rara, aun en un buen matrimonio o amistad. Y así, afrontamos constantemente una doble tentación: Resolver la tensión aceptando ciertas compensaciones, tónicos, que nos ayuden a superar la noche o, quizá peor, porque es demasiado vivir con el dolor, rindiéndonos a la amargura, ira y cinismo, ennegreciendo así el gran sueño. De cualquier modo, nos depreciamos y nos arreglamos con lo segundo mejor.

¿Qué hay que aprender de la lucha de Jesús con la soledad moral? Esto: él rehuyó tanto el camino de tónicos compensatorios como el de cinismo que endurece el alma. Contuvo el curso y llevó la tensión a término.

Nuestra propia soledad moral puede ser tiránica. Pero eso no es una licencia ni invitación para empezar a aligerarnos de compromisos, responsabilidades, morales y cualquier otra cosa que empleemos para tratar de encontrar esa evasiva alma gemela por la que suspiramos tan profundamente. Lo que Jesús (y personas como Teresa de Lisieux y Simone Weil) pone de modelo es cómo impulsar esa tensión idealmente, cómo llevar nuestra soledad a un alto nivel y cómo poner resistencia -no importa el dolor- a llamar a lo segundo mejor por cualquier otro nombre que lo segundo mejorRon Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - 

Nuestra Señora del Carmen, patrona del purgatorio.

La devoción a la Virgen del Carmen está íntimamente ligada a las ánimas benditas del purgatorio, de donde María es Reina y protectora. Es por tanto una devoción muy llena de caridad fraterna, ya que honrando a la Madre del Carmen nos acercamos con cariño a todas esas almas, ya salvadas, que están en camino a la plenitud de la Gloria. Amando pues a las benditas ánimas, agradamos mucho a la Virgen María que las visita y seguramente acorta también su tiempo de llegada al Cielo. Pero vamos a repasar los fundamentos de todo esto:
¿Qué es el purgatorio?: Es el estado intermedio entre la tierra y el cielo, donde van las almas seguras ya de su salvación pero que no están del todo purificadas en sus corazones aunque ya han sido perdonadas por Dios de sus pecados. El purgatorio es un regalo de la misericordia divina, ya que ningún alma con impurezas puede ser del todo feliz en la eternidad junto a Dios.
¿Se puede dudar o negar la existencia del purgatorio?: No se puede dudar ni menos aún negar. Es Dogma de fe que, como todo dogma, tiene fundamento en la Biblia y concretamente en 2 Macabeos 12, 43-46. No es tema opinable sino que pertenece al depósito de la fe.
¿Quiénes van al purgatorio?: Creemos que la inmensa mayoría de las personas van al purgatorio, pues pocos son los que mueren perfectamente purificados, y por otro lado esperamos que sean pocos los que se condenen al infierno porque Dios en su infinito amor trata de suscitar la conversión hasta el último momento de la vida. No obstante no debemos jugar con la misericordia de Dios y asumir que Dios nos da una libertad que Él mismo respeta incluso para los que se obstinen en el pecado. Algunos santos con revelaciones particulares han “visto” el purgatorio con millones de almas y a la vez el infierno con algunas pero con un perfil común: eran pecadores obstinados y no creían en la existencia del infierno.
¿Qué es el “sufrimiento gozoso” del purgatorio?: El sufrimiento es de carácter moral, y consiste en revisar toda la vida personal dándose cuenta, desde la mirada de Dios, de la maldad de cada pecado que no ha sido del todo purificado en la conciencia. El purgatorio destruye la subjetividad moral y nos hace comprender el efecto del pecado delante del amor de Dios ofendido. Y también del efecto que causó en el prójimo. La imposibilidad de “volver” a la tierra a remediarlo, y sobre todo la visión del Corazón de Cristo ofendido, causan un tremendo dolor en el alma. El “tiempo” de estar en el purgatorio es decidido por cada alma al ver su pecado, y se acorta por las oraciones de los que vivimos en la tierra. El gozo del purgatorio es la seguridad de estar salvado, y las oraciones que llegan desde la tierra.
¿Cómo amar a las benditas ánimas?: Pues rezando por ellas, aplicando la Misa, comulgando en gracia de Dios tras haber confesado, ofreciendo por ellas los sufrimientos físicos que tengamos…., y de ese modo agradamos y honramos a la Virgen María Reina del Purgatorio en su advocación del Carmen.
Que grabemos en nuestros corazones una constante oración por las almas del purgatorio, y ellas nos devolverán con sus oraciones en un raudal de infinitas gracias que se intercambian entre el Cielo y la tierra. Fuente

Nuestros compañeros creyentes: amigos, no adversarios. Artículo.

La identidad denominativa se proyecta en mí profundamente. Nacido, bautizado y educado como católico romano, el Catolicismo Romano es mi segunda naturaleza, como una marca sobre mi piel. No tengo ningún pesar del congénito poder que esto tiene sobre mí, aun cuando ahora pienso en él más como un fundamento que como un punto final en mi camino de fe.

El Catolicismo Romano en el que fui educado me insertó en el misterio de Cristo: Jesús, la iglesia, los sacramentos, el Sermón de la Montaña. Por esto, no podría estar más agradecido. Eso también me enseñó a ser remiso en juzgar a alguien. Pero también me enseñó (con algunas tolerancias para los protestantes) que básicamente sólo los católicos romanos iríamos al cielo, que la Eucaristía católica romana es la única que actualiza la “presencia real” plena, y que el Catolicismo Romano es la única manera plenamente auténtica de ser cristiano. Además, los no cristianos (los no bautizados) no podían ir al cielo, a no ser por grave excepción. Sólo posteriormente aprendí que algunas otras denominaciones cristianas y religiones del mundo devolvieron el favor y vieron al Catolicismo Romano como desviación.

Las cosas han cambiado para mí y para muchos otros. Continúo siendo firmemente católico romano, pero ahora estoy viviendo mi fe y mi Catolicismo Romano en comunión con anglicanos, episcopales, protestantes, evangélicos, creyentes judíos y musulmanes, todos los cuales son ahora para mí apreciados compañeros de fe. En esta etapa de mi vida, aprecio muy profundamente la verdad (que Efesios afirma) de que en definitiva hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo y un solo Dios que es Padre de todos, especialmente conforme llego a apreciar más y más que todos nosotros que compartimos este único Dios también compartimos las mismas angustias.

Hace varios años, me encontré con un grupo de teología en la Universidad de Yale. Los estudiantes procedían de cierta variedad de orígenes y denominaciones cristianas, pero compartían un objetivo común; todos se estaban preparando para alguna clase de ministerio, laico u ordenado, en su denominación particular. Aquello era una discusión abierta en la que me hacían preguntas. Dos cuestiones dominaban la discusión. La primera era práctica: “¿Cómo logras un trabajo en la iglesia?” La segunda atañía a nuestro asunto. Algunos estudiantes hicieron esta pregunta: “¿Puedo pertenecer a más de una denominación a la vez? ¿Puedo ser evangélico y católico romano al mismo tiempo? ¿Puedo ser a un mismo tiempo católico romano evangélico protestante si valoro aspectos de todas estas tres tradiciones de fe?”.

Yo me encontraba sin respuestas tajantes, y sus preguntas me dejaron con mis propias cuestiones con las que me estoy encontrando diariamente en el colegio donde enseño. El Colegio Oblato de Teología donde enseño tiene un programa de doctorado en espiritualidad que atrae a estudiantes de cierta variedad de denominaciones cristianas. Estos estudiantes están juntos en las mismas aulas, los mismos comedores y los mismos círculos sociales durante los años en que están estudiando aquí, todos en una institución romana católica. Muy rápidamente, en meses más bien que años, mientras estudian, oran, socializan y comparten unos con otros sus ideales y luchas comunes, desaparecen básicamente los problemas denominativos. A nadie le preocupa ya a qué denominación pertenece cualquier otro. No es que no lo tomen en serio y que haya alguna fusión genérica de las diferentes identidades denominativas. Eso no ha sucedido. Al contrario, en los diez años en que hemos tenido este programa, ni un solo estudiante se ha convertido a otra denominación.

Sin embargo, su visión de otras denominaciones y de su propia denominación ha cambiado; en esencia, se ha agrandado. Hay un respeto universal por las denominaciones de unos y otros, y más que eso. Mientras estos estudiantes se concentran en la espiritualidad, encuentran que esto puede llevarlos a un lugar donde cada uno puede apoyar afectivamente las denominaciones de los demás, aun cuando valoran más profundamente la suya propia.

La profunda lección es esta: hay un compañerismo y una intimidad en la fe que podemos tener unos con otros, y un apoyo que podemos darnos mutuamente, que se encuentra más allá de nuestras diferencias denominativas. Al estudiar juntos y compartir una fe común (una que está situada más allá de las diferencias denominativas) estamos dándonos cuenta de que aquello que es común a nosotros resulta infinitamente más grande (y más importante) que aquello que nos separa. También nos damos cuenta de que todos tenemos las mismas angustias.

Además, esto no es sólo una experiencia enrarecida que sucede en algunos colegios de teología. Más y más, esto está viniendo a ser la experiencia cristiana común.

Así pues, ¿por qué continuar sospechando el uno del otro? ¿Por qué estamos defendiendo nuestra propia especificidad denominativa más que moviéndonos proactivamente hacia la acogida de unos y otros en una fe común, especialmente porque esto puede ser hecho sin amenazar nuestras propias denominaciones y eclesiologías separadas?

La invitación aquí no es a movernos hacia un sincretismo acrítico que se ciegue a las genuinas diferencias denominativas, sino más bien a empezar más y más a acoger a todos nuestros hermanos y hermanas en la fe, y no sólo a los de nuestra propia denominación. Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - 

Por los ancianos – El Video del Papa 07 – Julio 2022

“No podemos hablar de la familia sin hablar de la importancia que tienen los ancianos entre nosotros.
Nunca fuimos tan numerosos en la historia de la humanidad, pero no sabemos bien cómo vivir esta nueva etapa de la vida: para la vejez hay muchos planes de asistencia, pero pocos proyectos de existencia. 
Las personas mayores tenemos a menudo una sensibilidad especial para el cuidado, para la reflexión y el afecto. Somos, o podemos llegar a ser, maestros de la ternura. ¡Y cuánto! 
Necesitamos, en este mundo acostumbrado a la guerra, una verdadera revolución de la ternura.
En esto tenemos una gran responsabilidad hacia las nuevas generaciones.
Recordemos: los abuelos y los mayores son el pan que alimenta nuestras vidas, son la sabiduría escondida de un pueblo, por esto es preciso celebrarlos, y he establecido una jornada dedicada a ellos.
Recemos por los ancianos, que se conviertan en maestros de ternura para que su experiencia y su sabiduría ayude a los más jóvenes a mirar hacia el futuro con esperanza y responsabilidad”.

Gracia barata. Artículo.

Existe hoy una cierta tensión entre los cristianos: por una parte, aquellos que extenderían la misericordia de Dios por todas partes, aparentemente sin condiciones; y por otra, los que son más reticentes y discriminadores en dispensarla. La tensión brota lo más claramente en nuestros debates respecto a los que pueden recibir los sacramentos: ¿A quién se debe permitir recibir la Eucaristía? ¿A quién se debe permitir casarse por la iglesia? ¿A quién se debe permitir un funeral cristiano? ¿Cuándo debe un sacerdote negar la absolución en la confesión?

Sin embargo, esta tensión abarca mucho más que a quién se debe permitir la recepción de ciertos sacramentos. En definitiva, se trata de cómo entendemos la gracia y la misericordia de Dios. Un claro ejemplo de esto es hoy la creciente oposición que vemos en ciertos sectores a la persona y cercanía del papa Francisco. Para sus críticos, Francisco es blando y transigente. Para ellos, está dispensando gracia barata, haciendo a Dios y su misericordia tan accesibles como el más cercano grifo de agua. El abrazo de Dios para todos. No se pide ninguna condición. No se exige ningún arrepentimiento previo. Ninguna demanda de que primero haya un cambio en la vida de la persona. Gracia para todos. Sin ningún coste.

¿Qué hay que decir sobre esto? Si dispensamos la gracia y la misericordia de Dios tan indiscriminadamente, ¿no despoja esto al Cristianismo de mucha de su sal y levadura? ¿Podemos simplemente acoger y bendecir a todos sin condiciones morales? ¿No está destinado el Evangelio a la confrontación?

Bueno, la misma frase gracia barata es un oxímoron. No hay semejante cosa como la gracia barata. Toda gracia, por definición, es inmerecida, exactamente como toda gracia, por definición, se abstiene de pedir ciertas precondiciones que deben cumplirse en orden a ser ofrecida y recibida. La esencia misma de la gracia resulta que es un don, gratuito, inmerecido. Y, aunque por su naturaleza misma la gracia evoca con frecuencia una respuesta de amor y un cambio del corazón, no los demanda por sí misma.

No hay ejemplo más convincente de esto que la parábola de Jesús sobre el hijo pródigo y cómo ilustra la manera como la gracia se encuentra con la rebeldía. Conocemos la historia. El hijo pródigo abandona y rechaza a su padre, toma su herencia que no ha ganado, se marcha a un país extranjero (un lugar lejos de su padre) y derrocha el dinero en la búsqueda de placer. Cuando ha gastado todo, decide retornar a su padre, no porque súbitamente haya recuperado su amor por él, sino, aún egoísta, porque está hambriento. Y, ya sabemos lo que sucede. Cuando está aún lejos de la casa de su padre, este (sin duda suspirando por su retorno) corre a encontrarse con él y, antes de que su hijo tenga si quiera una oportunidad de pedir perdón, lo abraza incondicionalmente, lo vuelve a su casa y prepara una celebración especial para él. ¡Hablad sobre la gracia barata!

Observad a quiénes se contó esta parábola. Fue dirigida a un grupo de personas religiosas sinceras que estaban contrariadas precisamente porque sentían que al acoger y comer con pecadores (sin demandar primeramente precondiciones morales) Jesús estaba abaratando la gracia, haciendo demasiado accesibles el amor y la misericordia de Dios, por consiguiente menos valiosos. Observad también la reacción de muchos de los contemporáneos de Jesús cuando lo vieron comiendo con pecadores. Por ejemplo, cuando comió con Zaqueo, el recaudador de impuestos, los Evangelios nos dicen: “Todos los que lo vieron empezaron a murmurar”. Es interesante ver cómo persiste ese descontento.

¿Por qué? ¿Por qué esta ansiedad? ¿Qué sustenta nuestra “queja”? ¿El interés por la religión verdadera? Ciertamente no. Una raíz más profunda de esta ansiedad no es religiosa sino enraizada más bien en nuestra naturaleza y en nuestras heridas. Nuestra resistencia al don gratuito, a la cruda gratuidad, al amor incondicional, a la gracia inmerecida, proviene más bien de algo que hay en nuestro instintivo ADN que está endurecido por nuestras heridas. Una combinación de naturaleza y herida imprime en nosotros la creencia de que cualquier don, sobre todo el amor y el perdón, necesita ser merecido. ¡En esta vida no hay comida gratuita! ¡En la religión no hay gracia gratuita! Una conspiración entre nuestra naturaleza y nuestras heridas queda por siempre recordándonos que no somos merecedores de amor y que el amor debe ser merecido; no puede ser gratuito porque somos indignos.

Superar esa voz interior que está perpetuamente recordándonos que no somos merecedores de amor, es -creo yo- la mayor lucha (psicológica y espiritual) en nuestras vidas. Además, no os dejéis engañar por las protestas al contrario. La gente que irradia locuazmente lo dignos de amor que son y hacen protestas en ese sentido, en su mayoría están tratando de guardar a raya ese temor.

San Pablo escribió su Epístola a los Romanos como su mensaje postrero. Dedica sus siete primeros capítulos a afirmar simplemente una y otra vez que no podemos enderezar nuestras vidas. Somos moralmente incapaces. Con todo, su repetido énfasis de que no podemos enderezar nuestras vidas es de hecho una llamada de atención para lo que quiere dejarnos, a saber, no tenemos que enderezar nuestras vidas. Somos amados a pesar de nuestro pecado y nos dan todo libre de pago, gratuitamente, al margen de cualquier mérito por nuestra parte.

Nuestro desasosiego con la gracia inmerecida está enraizada más en una inseguridad humana que en cualquier genuino asunto religioso. Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - 

El suicidio y nuestros malentendidos. Artículo.

Margaret Atwood escribió una vez que en ocasiones una cosa necesita ser dicha, y dicha, y dicha de nuevo, hasta que ya no se necesite decirla más. Por eso escribo anualmente una columna sobre el suicidio, generalmente diciendo las mismas cosas una y otra vez. La esperanza es que, como una nota incluida en una botella y puesta a flote en el mar, mi pequeño mensaje podría encontrar a alguien que necesitase consuelo después de perder a un ser querido por suicidio.

¿Qué hay que decir, y decir de nuevo, sobre el suicidio? Cuatro cosas.

Primera, que es una enfermedad y tal vez la más incomprendida de todas ellas. Tendemos a pensar que, si una muerte es autoinfligida, resulta voluntaria de un modo que la muerte por enfermedad física o accidente no lo es. Para la mayoría de los suicidios, esto no es verdad. Una persona que muere por suicidio, muere como lo hace la víctima de una enfermedad terminal o un fatal accidente, no por su propia elección. Cuando la gente muere por ataques cardiacos, ataques cerebrales, cáncer, AIDS y accidentes, muere contra su voluntad. Lo mismo es verdad para el suicidio, excepto que, en el caso del suicidio, el golpe es emocional más bien que físico: un ataque emocional, un cáncer emocional, un derrumbe del sistema inmunitario emocional, una fatalidad emocional.

Esto no es una analogía. Hay diferentes clases de ataques cardíacos, ataques cerebrales, cánceres, derrumbes del sistema inmunitario y accidentes fatales. Sin embargo, todos ellos tienen el mismo efecto; todos ellos quitan la vida contra su propia voluntad. Quien muere por suicidio no necesariamente quiere morir. Sólo quiere poner fin a un dolor que ya no se puede soportar, semejante a alguien que salta a su muerte de entre un edificio en llamas porque sus ropas están ardiendo.

Segunda, no deberíamos preocuparnos indebidamente acerca de la salvación eterna de una víctima del suicidio, creyendo (como solíamos hacer) que el suicidio es el último acto de desesperación y algo que Dios no perdonará. Dios es infinitamente más comprensivo que nosotros, y las manos de Dios son infinitamente más seguras y más benignas que las nuestras. Imaginaos una amorosa madre que acaba de dar a luz, acogiendo a su hijo en su pecho por primera vez. Esa -creo yo- es la mejor imagen con que tenemos que describir cómo una víctima del suicidio (casi siempre, un alma excesivamente sensible) es recibida en la nueva vida. Dios es infinitamente comprensivo, cariñoso y amable. No debemos preocuparnos por el destino de nadie -cualquiera que sea la causa de la muerte- que abandona este mundo siendo honrado, hipersensible, gentil, forjado y emocionalmente aplastado. Dios tiene un amor especial por los abatidos y aplastados.

Con todo, conocer todo esto no quita necesariamente nuestro dolor (y enojo) al perder a alguien por suicidio; pero la fe y comprensión no suponen eliminar nuestro dolor sino más bien darnos esperanza, visión y apoyo mientras caminamos en nuestro dolor.

Tercera, no deberíamos torturarnos con la duda cuando perdemos a un ser querido por suicidio: “¿Qué podría haber hecho? ¿Dónde dejé plantada a esta persona? ¿Si únicamente hubiera estado allí? ¿Qué si…” Puede ser natural estar obsesionado con el pensamiento, “si únicamente hubiera estado allí en el momento preciso”. Difícilmente esto habría cambiado las cosas. Ciertamente, la mayoría de las veces no estábamos allí por la sencilla razón de que la persona que cayó víctima de esta enfermedad no quería que estuviéramos en su presencia. Ella escogió el momento, el lugar y los medios exactamente para que no estuviéramos allí. Tal vez sea más correcto decir que el suicidio es una enfermedad que elige a su víctima precisamente de modo que se excluya a otros y su atención. Esto no es una excusa para la insensibilidad, especialmente hacia aquellos que sufren de depresión peligrosa, pero debería ser un saludable freno contra la falsa culpa y la duda infructuosa.

Somos seres humanos, no Dios. La gente muere de enfermedad y accidentes todo el tiempo, y a veces todo el amor y atención del mundo no pueden impedir la muerte de un ser querido. El amor, a pesar de todo su poder, es a veces impotente ante una enfermedad terminal.

Cuarta, cuando perdemos a un ser querido por suicidio, una de nuestras tareas es trabajar por redimir la memoria de esa persona, a saber, poner la vida de esa persona en una perspectiva en que su memoria no quede manchada para siempre porque sea vista a través del prisma del suicidio.

Una respuesta humana idónea y de fe al suicidio no debería ser el horror, el temor por la salvación eterna de la víctima, la duda culpable sobre cómo abandonamos a esta persona y un tono acallado y guardado para siempre después, cuando hablamos de ella. El suicidio es ciertamente una manera horrible de morir, pero debemos entenderlo (al menos en la mayoría de los casos) como una debilidad, un mal, una enfermedad, un derrumbe en el sistema inmunitario emocional. Lo principal: debemos confiar en Dios, la bondad de Dios, la comprensión de Dios, el poder de Dios para descender a los infiernos y el poder de Dios para enmendar todas las cosas, incluso la muerte por suicidio. Ron Rolheriser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) -