Celebrando cincuenta años de ordenación. Artículo.

Hace cincuenta años, en un nublado y frío día otoñal, en el gimnasio de la escuela secundaria pública local, fui ordenado sacerdote. Más importante que el cielo gris, otra cosa marcó el acontecimiento. Esta fue una emotiva temporada para mi familia y para mí. Nuestros padres habían muerto (siendo aún jóvenes) exactamente un año y medio antes de esto, y nosotros aún estábamos algún tanto sensibles de corazón. En este marco, fui ordenado sacerdote.

En las pocas palabras permitidas en una reducida columna, ¿qué prefiero decir cuando conmemoro el quincuagésimo aniversario de ese día? Haré mías las palabras del novelista Morris West, que empieza su autobiografía de esta manera: Cuando llegas a la edad de setenta y cinco años, sólo deberían quedar tres palabras en tu vocabulario: ¡gracias, gracias y gracias! Acabo de cumplir setenta y cinco años, y  reflexionando sobre los cincuenta de sacerdocio, afloran a mi mente muchos pensamientos y sentimientos; después de todo, la vida tiene sus estaciones. Pero el sentimiento que domina sobre todos los demás es el de gratitud: ¡gracias, gracias y gracias! Gracias a Dios, a la gracia, a la iglesia, a mi familia, a los Oblatos, a los muchos amigos que me han amado y ayudado, a las admirables escuelas en las que he enseñado y a los miles de personas con las que me he encontrado en esos cincuenta años de ministerio.

Mi llamada inicial al sacerdocio y a la congregación Oblata no fue cuestión de romance. No ingresé en la vida religiosa y en el seminario porque me atrajeran. Al contrario. Esto no era lo que yo deseaba. Pero, me sentí llamado, fuerte y claramente, y a la tierna edad de diecisiete años tomé la decisión de ingresar en la vida religiosa. Hoy, puede ser que la gente cuestione el criterio y la libertad de tal decisión a la edad de diecisiete años, pero mirando hacia atrás después de todos estos años, puedo decir honradamente que esta es la decisión más clara, pura y generosa que he tomado hasta ahora en mi vida. No tengo la menor pesadumbre. No habría escogido esta vida a no ser por una fuerte llamada que inicialmente intenté resistir; y, conociéndome como me conozco, es con mucho la elección más vital que probablemente podía haber hecho. Digo esto porque, conociéndome y conociendo mis heridas, conozco también que yo no habría sido aproximadamente tan generativo (ni tan feliz) en ningún otro estado de vida. Fomento algunas profundas heridas, no morales sino heridas del corazón, y esas mismas heridas han sido, por la gracia de Dios, una fuente de riqueza en mi ministerio.

Además, he sido bendecido en los ministerios que me han asignado. De seminarista, soñaba con ser párroco, pero eso nunca iba a ser. Inmediatamente después de la ordenación, fui enviado a hacer estudios de posgrado en teología y después enseñé teología en varios seminarios y escuelas de teología durante la mayor parte de estos cincuenta años, excepto durante doce años que presté mi servicio como superior provincial de mi comunidad Oblata local y en el Consejo General Oblato de Roma. ¡Me encantaba enseñar! Estaba destinado a ser maestro religioso y escritor religioso; y así, mi ministerio, todo él, ha sido de gran satisfacción. Mi esperanza estriba en que haya sido generativo para los demás.

También, he sido bendecido por las comunidades Oblatas en las que viví. Mi ministerio normalmente me supuso vivir en comunidades Oblatas grandes a través de estos cincuenta años; estimo que he vivido en comunidad con más de trescientos hombres diferentes. Esa fue una rica experiencia. Igualmente, siempre he vivido en comunidades sanas, vigorosas, atentas, solidarias e intelectualmente desafiantes que me proporcionaban la familia espiritual y humana que necesitaba. A veces, había tensiones, pero esas tensiones nunca eran no vivificantes. La comunidad religiosa es única, sui generis. No es familia en el sentido emocional y psicosexual, sino familia que está enraizada en algo más profundo que la biología y la atracción: la fe.

Ha habido luchas, desde luego, en especial con los problemas emocionales acerca del celibato y viviendo una soledad que (como Merton dijo una vez) Dios mismo condenó. ¡No es bueno que alguien esté solo! Es aquí también donde mi comunidad religiosa Oblata ha sido un áncora. El celibato con votos puede ser vivido y puede ser fructífero, aunque no sin el apoyo de la comunidad.

Dejadme concluir con un comentario que oí una vez de un sacerdote que estaba celebrando su octogésimo quinto cumpleaños y sexagésimo aniversario de su ordenación. Preguntado cómo se sentía sobre todo ello, dijo: “¡No siempre fue fácil! Hubo algunos momentos de amargura y soledad. Todos los que había en mi curso de ordenación abandonaron el sacerdocio, todos ellos, y yo también estuve tentado de hacerlo. Pero me mantuve y, ahora, mirando atrás después de sesenta años, ¡estoy completamente feliz con la manera como se desarrolló mi vida!”

Eso compendia mis sentimientos también después de los cincuenta años: Estoy completamente feliz con la manera como se desarrolló mi vida; y profunda, profundamente agradecido. Ron Rolheriser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - 

Convocatoria de Asamblea parroquial, sábado 26 de noviembre

ASAMBLEA PARROQUIAL

Sábado, 26 de noviembre 2022.
Salón de Actos. De 11:00 a 14:00 h.

11:00 h. Invocación al Espíritu.
11:15 h. El camino recorrido. Aportaciones recibidas.
11:30 h. Reflexión personal y en pequeños grupos.
12:00 h. Descanso.
12:15 h. Diálogo, discernimiento y toma de decisiones.
13:15 h. Eucaristía parroquial.

Programa completo y detallado (PDF) 

Materiales para la reflexión  /  Enlace para la participación



Cómo orar cuando no sentimos ganas. Artículo.

Si sólo oráramos cuando sintiéramos ganas, no oraríamos mucho.

El entusiasmo, los buenos sentimientos y el fervor no sostendrán durante mucho tiempo la vida de oración de uno, por más que haya buena voluntad y firme intención. Nuestros corazones y mentes son complejos y promiscuos, potros salvajes que retozan a su propio ritmo, con la oración frecuentemente  sin estar en su agenda. El renombrado místico Juan de la cruz enseña que, después de un periodo inicial de fervor en la oración, pasaremos la mayor parte de nuestros años luchando por orar discursivamente tratando con el aburrimiento y la distracción. Así, la cuestión radica en cómo oramos en esos momentos en que nos sentimos cansados, distraídos, aburridos, desinteresados y alimentando mil cosas más en nuestras cabezas y en nuestros corazones. ¿Cómo oramos cuando poco en nuestro interior quiere orar? Especialmente, ¿cómo oramos en esos momentos en los que tenemos un verdadero hastío para orar?

Los monjes tienen secretos dignos de ser conocidos. El primer secreto que necesitamos aprender de ellos es que el lugar central del ritual es sustentar una vida de oración. Los monjes oran mucho y con regularidad, pero nunca tratan de sustentar  su oración sobre la base de los sentimientos. La sustentan a través del ritual. Los monjes oran juntos ritualmente siete u ocho veces al día. Se reúnen en la capilla y rezan los oficios rituales de la iglesia (Maitines, Laudes, Prima, Tercia, Sexta, Vísperas, Completas) o celebran la Eucaristía juntos. No siempre van allá porque sienten gana, vienen porque se sienten llamados a orar, y luego, con sus corazones y mentes quizás menos que entusiasmados con la oración, oran a través de la parte más profunda de sí mismos, su intención y su voluntad.

En la regla que san Benito escribió para la vida monástica, hay una frase citada frecuentemente. La vida de un monje, escribe, es para estar regulada por la campana monástica. Cuando la campana monástica suena, el monje se dispone inmediatamente a dejar cualquier cosa que está haciendo e ir a lo que sea que le esté llamando, no porque lo quiera, sino porque es la hora, y esa hora no es nuestra hora, es la hora de Dios. Ese es un secreto valioso, principalmente en cuanto se aplica a la oración. Necesitamos acudir a la oración regularmente, no porque lo queramos, sino porque es la hora; y cuando no podemos orar con nuestros corazones y mentes, todavía podemos orar por medio de nuestras voluntades y por medio de nuestros cuerpos.

¡Sí, nuestros cuerpos! Tendemos a olvidar que no somos ángeles desencarnados, puro corazón y mente. Somos también un cuerpo. Así, cuando corazón y mente luchan por ocuparse en la oración, aún podemos orar siempre con nuestros cuerpos. Clásicamente, hemos tratado de hacer esto a través de ciertos gestos y posturas físicas (hacer la señal de la cruz, arrodillarse, elevar las manos, juntar las manos, genuflexión, postración) y nunca deberíamos subestimar o denigrar la importancia de estos gestos corporales. Dicho sencillamente, cuando no podemos orar de ninguna otra manera, todavía podemos orar por medio de nuestros cuerpos. (Y, ¿quién va a decir que un sincero gesto corporal es inferior como oración a un gesto del corazón o de la mente?). Personalmente, admiro mucho un gesto particular corporal: inclinar la cabeza hacia el suelo, que los musulmanes practican en su oración. Hacer eso es sentir que tu cuerpo dice a Dios: “Al margen de todo lo que haya en mi mente y en mi corazón, ahora mismo me someto a tu omnipotencia, tu santidad, tu amor”. Cuando quiera que hago  una oración meditativa, normalmente la acabo con este gesto.

A veces, los escritores espirituales, catequistas y liturgistas nos han frustrado al no dejar claro que la oración tiene diferentes etapas, y que la afectividad, el entusiasmo, el fervor son solamente una etapa, la etapa neófita, sin más. Como han enseñado universalmente los grandes doctores y místicos de espiritualidad, la oración, como el amor, pasa por tres fases. Primero, viene el fervor y el entusiasmo; después viene el decrecimiento del fervor junto con la aridez y el hastío, y finalmente, viene el perfeccionamiento, una fácil y cierta sensación de estar en casa en la oración, que no depende de la afectividad ni del fervor sino del compromiso de estar presente, al margen del sentimiento afectivo.

Dietrich Bonhoeffer solía decir esto a una pareja cuando estaba oficiando su matrimonio: Hoy estáis muy enamorados y creéis que vuestro amor sustentará vuestro matrimonio. No lo hará. Dejad que vuestro matrimonio (que es un contenedor del ritual) sustente vuestro amor. Lo mismo se puede decir sobre la oración. El fervor y el entusiasmo no sostendrán vuestra oración, pero el ritual sí. Cuando luchamos por orar con nuestras mentes y nuestros corazones, aún podemos orar siempre por medio de nuestras voluntades y nuestros cuerpos. Presentarse puede ser suficiente oración.

En un libro reciente, Dearest Sister Wendy (Queridísima Hermana Wendy), Robert Ellsberg cita un comentario  hecho por Michael Leach, que decía esto en relación a lo que estaba experimentando al tener que cuidar durante largo tiempo de su esposa, que sufría de Alzheimer. Enamorarse es la parte fácil; aprender a amar es la parte dura; vivir en amor es la mejor parte. Esto es verdad también para la oración. Ron Roheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - 

Escribir tu propio obituario. Artículo.

Durante la vida se te presenta un momento en el que es hora de dejar de escribir tu currículo y empezar a escribir tu obituario. No estoy seguro de  quién  acuñó esa frase por primera vez, pero contiene sabiduría.

¿Qué diferencia hay entre un currículo y un obituario? Bueno, el primero detalla tus éxitos, el segundo expresa cómo quieres ser recordado y qué clase de oxígeno y bendición quieres dejar tras de ti. Pero ¿cómo escribes exactamente un obituario de modo que no sea, en efecto, solo otra versión de tu currículo? He aquí una sugerencia.

Existe una costumbre en el Judaísmo en la que, como adulto, redactas tu testamento espiritual cada año. Originalmente, este testamento estaba más en línea con el tipo de testamento que hacemos de ordinario, en el que el enfoque está en las instrucciones del entierro, en quién y qué recibe cuando morimos, y en cómo atamos legal y prácticamente los inacabados detalles de nuestras vidas. A través del tiempo, sin embargo, esto evolucionó de modo que hoy este testamento está centrado más sobre una revisión de tu vida, destacar lo que ha sido más preciado en ella, la honrada expresión de faltas y disculpas, y la bendición, por su nombre, a aquellas personas a las que quieres dar un especial adiós. El testamento es revisado y renovado cada año para que esté siempre actualizado y sea leído en voz alta en tu funeral como las últimas palabras que quieres dejar tras de ti para tus seres queridos.

Este puede ser un ejercicio muy conveniente de hacer por cada uno de nosotros, aunque tal testamento no esté hecho en la oficina de un abogado, sino en oración, quizás con un director espiritual, un consejero o un confesor que nos ayude. Muy prácticamente, ¿qué podría ir en un testamento espiritual de este género?

Si estás buscando ayuda para hacer esto, recomiendo el trabajo y los escritos de Richard Groves, el cofundador del Sagrado arte del centro viviente. Groves ha estado  trabajando en el campo de espiritualidad de fin-de-vida durante más de treinta años y ofrece una guía muy útil  creando un testamento espiritual y renovándolo regularmente. Lo centra en tres preguntas.

Primera: ¿Qué quería Dios que yo hiciera en la vida? ¿Lo hice? Todos nosotros tenemos alguna sensación de tener una vocación, de tener un proyecto para estar en este mundo, de haber recibido alguna tarea que cumplir en la vida. Quizás podríamos estar solo vagamente conscientes de esto; pero, a cierto nivel del alma, todos nosotros sentimos algún deber y propósito. La primera tarea en un testamento espiritual es intentar luchar a brazo partido con eso. ¿Qué quería Dios que yo hiciera en esta vida? ¿Qué bien o mal he estado haciéndolo?

Segunda: ¿A quién necesito decir “lo siento”? ¿Cuáles son mis pesares? Así como otros nos han hecho daño, nosotros también hemos hecho daño a otros. A no ser que muramos muy jóvenes, todos hemos cometido errores, perjudicado a otros y hecho cosas que nos pesan. Un testamento espiritual significa dirigir este testamento con ardiente honradez y profunda contrición. Nunca somos más grandes de corazón, nobles, piadosos y merecedores de respeto que cuando estamos arrodillados reconociendo sinceramente nuestras debilidades, pidiendo perdón,  preguntando dónde necesitamos enmendarnos.

Tercera: ¿A quién, muy específicamente, por su nombre, quiero bendecir antes de morir y obsequiar con algo de oxígeno especial? Nos parecemos lo más posible a Dios (infundiendo divina energía en la vida) cuando admiramos a los demás, los afirmamos y les ofrecemos todo lo que podemos de nuestras propias vidas como una ayuda a ellos en lo suyos. Nuestra tarea es hacer esto para cada uno, pero no podemos hacer esto para cada uno, individualmente, por su nombre. En un testamento espiritual nos dan la ocasión de nombrar a esas personas a las que más queremos bendecir. Cuando el profeta Elías estaba muriendo, su siervo Eliseo le pidió que le dejara “una doble porción de su espíritu”. Cuando morimos, estamos llamados a dejar nuestro espíritu tras nosotros como sustento para todos; pero hay algunas personas, que queremos nombrar, a las que queremos dejar una doble porción. En este testamento, nombramos a esas personas.

En un libro admirablemente desafiante, The Four Things That Matter Most (Las cuatro cosas que más interesan), Ira Byock, un médico que trabaja con los moribundos, asegura que hay cuatro cosas que necesitamos decir a nuestros seres queridos antes de que muramos: “Por favor, perdóname”, “Te perdono”, “Gracias” y “Te amo”. Está en lo cierto; pero dadas las contingencias, tensiones, heridas, angustias y altibajos en nuestras relaciones, incluso con aquellos a quienes amamos de corazón, no siempre es fácil (o a veces incluso existencialmente posible) decir esas palabras claramente, sin ningún equívoco. Un testamento espiritual nos da la ocasión de decirlas desde un lugar que podemos crear, que es más allá de las tensiones que generalmente nublan nuestras relaciones y nos previenen de hablar claramente, de modo que en nuestro funeral, después del elogio, no tendremos ningún asunto inacabado con esos que hemos dejado tras nosotros.  Ron Roheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - 

El milagro de Calanda. La Virgen del Pilar, como intercesora, consigue devolver la pierna amputada después de 2 años...

En 1680 el canónigo Félix de Amada dio a la imprenta una colección de milagros obrados por intercesión de la Virgen del Pilar. Entre ellos, es universalmente conocido el llamado milagro de Calando, por su evidente superación de las fuerzas de la naturaleza y por su innegable verdad histórica. Tuvo lugar entre las diez y las once de la noche del jueves 29 de marzo de 1640, en la villa aragonesa de Calanda y en la persona del ¡oven de 23 años Miguel Juan Pellicer, al cual, debido a un accidente, hubo que amputársele la pierna derecha en octubre de 1637 en el hospital de Gracia, de Zaragoza, por el cirujano Juan Estanca, siendo enterrada por el practicante Juan Lorenzo García.

 Tras su convalecencia, durante dos años, fue mendigo en la puerta del templo de nuestra Señora del Pilar, de la que era muy devoto desde su niñez, por existir una ermita de esta advocación en Calando, y a la que se había encomendado antes y después de su operación, confesando y comulgando en su santuario.

 Vuelto a la casa de sus padres en Calanda a primeros de marzo de 1640, el citado día 29 de ese mes, habiéndose acostado en la misma habitación de sus padres, por haber un soldado alojado en su casa, lo encontraron éstos dormido media hora más tarde con dos piernas, notándosele en la restituida las mismas señales de un grano y unas cicatrices que tenía la amputada.

 A instancias del Ayuntamiento de Zaragoza, adonde acudió Miguel Juan tras su curación a dar gracias a la Virgen del Pilar, se incoó en el Arzobispado un proceso el 5 de junio de 1640, pronunciando sentencia afirmativa de calificación milagrosa el arzobispo Pedro Apaolaza, asesorado por nueve teólogos y canonistas, el 27 de abril de 1641. Se conserva íntegro el texto de este proceso con las declaraciones de los 25 testigos.

 El milagro se divulgó rápidamente por todas partes. El mismo papa Urbano VIII fue informado personalmente por el jesuíta aragonés F. Franco en 1642. Entre los milagros, que por definición son todos excepciones de la naturaleza, el de Calanda es a su vez excepcional; por eso las relaciones coetáneas lo calificaron de «milagro inaudito en todos los tiempos». (Por Tomás Domingo Pérez, en el Libro de la Virgen, C.B.C.)

Virgen santa del Pilar:

Desde este lugar sagrado

alienta a los mensajeros del Evangelio,

conforta a sus familiares

y acompaña maternalmente

nuestro camino hacia el Padre,

con Cristo, en el Espíritu Santo. Amén.

(Oración de Juan Pablo II ante el altar de la Pilarica.)

Morir solo en el desierto. Artículo.

Recientemente recibí una carta de una amiga, quien me contó que estaba temerosa de aceptar una cierta vocación porque la dejaría demasiado sola. Compartió este temor con su director espiritual, que le dijo simplemente: “¡Charles de Foucauld murió solo en el desierto!”  Esa respuesta fue suficiente para ella. Continuó adelante  con eso. ¿Es  suficiente esa respuesta para aquellos de nosotros que tenemos la misma duda, el miedo a estar solos?

El miedo a estar solo es saludable. Jean-Paul Sartre escribió, en famosa frase, que el infierno es la otra persona. Eso no podría estar más lejos de la verdad. El infierno es estar solo. Todas las religiones principales enseñan que el cielo será comunal, un encuentro extático a la vez de corazones, almas y (para los cristianos) cuerpos, en una unión de amor. No habrá solitarios en el cielo. Así, nuestro miedo de acabar solos es una saludable regañina de Dios y la naturaleza que nos recuerda perpetuamente las palabras que Dios dijo cuando creó a Eva: no es bueno para una persona estar sola. Los niños son buenos sabedores de eso y se ven inseguros cuando están solos. Esa es una de las razones por las que Jesús enseñó que van al cielo con más naturalidad que los adultos.

Pero, ¿estar solo es siempre malsano? ¿Qué podemos aprender de Charles de Foucauld, que eligió una vida que lo dejó morir solo en el desierto? ¿Qué podemos entender de una persona como Soren Kierkegaard, que renunció al matrimonio porque temía que este perjudicaría una vocación, ya que intuyó que estaba destinado a morir sólo? Sobre todo, ¿qué podemos aprender de Jesús, el mayor amante de todos, que muere solo en una cruz, clamando que había sido abandonado por todos, y luego, en esa agonía, rinde su soledad en un gran acto de abnegación en el que entrega su espíritu en completo amor?

En un libro reciente, The Empathy Diaries (Los diarios de la empatía), Sherry Turkle reflexiona, entre otras cosas, sobre el impacto que la tecnología de la información contemporánea y las redes sociales están teniendo sobre nosotros. Como científica del MIT (Instituto de Tecnología de Massachusetts) es una de las personas que ayudaron a desarrollar los ordenadores y la tecnología de la información tal como existen hoy, así que no es alguien con prejuicio generacional, romántico o religioso contra los ordenadores, teléfonos inteligentes y redes sociales. No obstante, está preocupada por lo que todo esto nos está haciendo hoy, particularmente a aquellos que se vuelven adictos  a las redes sociales y ya no pueden estar solos. “¡Comparto, luego existo!” Ella señala una dura verdad: Si no sabemos cómo estar solos, siempre estaremos solitarios.

Eso es cierto para todos nosotros, aunque no todos somos llamados por fe o temperamento al silencio monástico. Lo que Jesús modeló (y a lo que personas como Charles de Foucauld, Soren Kierkegard e incontables monjes, monjas y célibes se han sentido llamados) no es la ruta para todos. De hecho, no es la norma, ni religiosa ni antropológicamente. El matrimonio sí lo es. A Tomás Merton le preguntaron una vez cómo era ser célibe, y respondió diciendo que el celibato era el infierno. Vives en una soledad que Dios mismo condenó; pero eso no quiere decir que no pueda ser fructífero.

 En esencia, esa es la respuesta que mi amiga recibió de su director espiritual cuando ella le expresó su temor de empezar cierta vocación porque podría acabar sola. Si no puedes ser un Charles de Foucauld, estarás solo pero en un camino muy fructífero.

Puede haber incluso algo de aventura en abrazar rápidamente la soledad y el celibato. Hace algunos años, yo dirigía espiritualmente a un joven lleno de fe e idealista.  Lleno de vida y energías juveniles, sintió la misma poderosa sacudida de la sexualidad que sus compañeros, pero sintió además una fuerte atracción en otra dirección. Leía a Soren Kierkegard, Dorothy Day, Thomas Merton y Daniel Berrigan, y sintió una romántica atracción hacia el celibato y la soledad y retiro con los que entonces se encontraría.  Leía también los Evangelios, que dicen cómo Jesús murió solo en una cruz sin que ninguna persona humana lo tomara de su mano. Como Jesús, quería ser un profeta solitario y morir solo.

Existe algo de admirable idealismo en eso, aunque quizás también un cierto orgullo y elitismo insanos en querer ser el héroe solitario que es admirado por mantenerse estoicamente fuera del círculo de la intimidad normal. Además, como célibe de por vida (y con votos públicos durante más de cincuenta años) yo ofrecería esta palabra de cautela. Un romántico sueño de celibato, al margen de lo fuertemente que esté  enraizado en la fe, encontrará su prueba durante esas épocas y noches en que uno se ha enamorado, está cansado, se siente abrumado y tiene su sexualidad (y alma) gritando que no quiere morir solo en el desierto. Mantenerse en la soledad de Jesús, como dice Merton, es a veces un total infierno, bien que fructífero.

Morir solo en el desierto como Charles de Foucauld es suficiente respuesta. Ron Rolheriser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) -