Dolor.

Nuestra cultura no nos da fácil permiso para llorar. Su característica subyacente es que pasamos rápidamente de la pérdida y el daño, mantenemos nuestras penas en silencio, permanecemos siempre fuertes y seguimos con la vida.
Pero el dolor es algo que es vital para nuestra salud, algo que nos debemos. Sin dolor, nuestra única elección es crecer duramente ante el contratiempo, el rechazo y la pérdida. Y éstos siempre se dejarán sentir.
Tenemos muchas cosas por las que llorar en la vida: siempre estamos perdiendo a personas y cosas. Los seres queridos mueren, las relaciones se acaban, los amigos se alejan, un matrimonio se va al desastre, un amor que queremos pero que no nos puede tener obsesionados, un sueño acaba en decepción, nuestros hijos crecen lejos de nosotros, los empleos se pierden,  y así un día se pierden también nuestra juventud y nuestra salud. Más allá de todas estas muchas pérdidas que buscan nuestra pena, está la necesidad de lamentarse por la simple insuficiencia de nuestras vidas, la perfecta sinfonía y consumación que nunca pudimos tener. Como la hija de Jefté, todos nosotros tenemos que llorar nuestra inconsumación. 
¿Cómo? ¿Cómo nos lamentamos de modo que nuestro lamento no sea una  insana auto-indulgencia sino un proceso que nos reconstruya la vida y el ánimo?
Hay una simple fórmula, y la fórmula es diferente para cada uno. La lamentación, como el amor, tiene que respetar nuestra única reticencia, aquello con lo que estamos cómodos y con lo que no. Pero algunas cosas son las mismas para todos nosotros.
Primero, existe la necesidad de aceptar y conocer nuestra pérdida y nuestra pena con las que nos dejan. La negación de una u otra, pérdida o pena, nunca es favorable. La frustración y desamparo con que nos encontramos deben ser aceptadas, y aceptadas con el conocimiento también de que no hay lugar donde poner el dolor, excepto -como dice Rilke- devolverlo a la tierra misma, a la pesadez de los océanos desde los que viene por fin el agua salada que fabrica nuestras lágrimas. Nuestras lágrimas nos conectan siempre a los océanos que nos engendraron.
Luego, el dolor es un proceso que requiere tiempo, a veces mucho tiempo, mejor que algo que podemos ejecutar rápidamente por una simple decisión. No podemos querer simplemente que nuestras emociones recuperen la salud. Necesitan sanar, y la curación es un proceso organizado. ¿Qué está implicado?
En muchas instancias existe la necesidad de darnos permiso para estar enojados, para enfadarnos por un tiempo, para dejarnos sentir el desánimo, la pérdida, la injusticia y la ira. La pérdida puede ser más amarga, y esa amargura necesita ser aceptada con honradez, pero también con el coraje y la disciplina para no dejarle que nos haga embestir a otros. Y para que eso suceda, para que nosotros no echemos la culpa y embistamos a otros, necesitamos ayuda. Todo dolor puede ser soportado si puede ser compartido, y así necesitamos que la gente nos escuche y comparta nuestro dolor sin tratar de fijarlo. El orgullo es nuestro enemigo aquí. Necesitamos la humildad de permitir a otros ver nuestra herida.
Finalmente, no lo menos, necesitamos paciencia, constancia de ánimo, perseverancia. El dolor no puede ser superado rápidamente. La sanación del alma, como la sanación del cuerpo, es un proceso organizado con su propio horario no negociable de desarrollo. Pero esto puede ser una prueba mayor de nuestra paciencia y esperanza. Podemos pasar por largos periodos de tiniebla y aflicción donde nada puede parezca estar cambiando, la pesadez y la parálisis permanecen y nos dejan con el sentimiento de que las cosas nunca mejorarán, que nunca volveremos a encontrar la claridad del corazón. Pero la aflicción y el dolor exigen paciencia, paciencia para mantener el rumbo con la pesadez y el desamparo. El Libro de la Lamentaciones nos dice que a veces todo lo que podemos hacer es colocar nuestras bocas en el polvo y esperar. La sanación está en esperar.
Henri Nouwen fue un hombre muy familiarizado con el dolor y la pérdida. Alma muy sensible, a veces sufrió depresiones y obsesiones que le dejaron paralizado emocionalmente y tratando de hallar ayuda profesional. En una de esas ocasiones, mientras estaba atravesando por una mayor depresión, escribió su libro profundamente perspicaz, La voz interior del amor. Allí nos da este consejo: ”El gran desafío es vivir enteramente tus heridas en vez de pensarlas. Es mejor llorar que inquietarse, mejor sentir tus heridas profundamente que entenderlas, mejor dejarlas entrar en tu silencio que hablar de ellas. La elección que afrontas constantemente es si estás llevando tus males a tu cabeza o a tu corazón. En tu cabeza puedes analizarlas, encontrar  sus causas y consecuencias, e inventar palabras para hablar y escribir sobre ellas. Pero ninguna curación final es posible que venga de ese origen. Necesitas dejar que tus heridas entren en tu corazón. Entonces puedes vivir a través de ellas y descubrir que no te destruirán. Tu corazón es más grande que tus heridas”.
Somos más grandes que nuestras heridas. La vida es más grande que la muerte. La bondad de Dios es más grande que toda pérdida. Pero llorar nuestras pérdidas es el camino para apropiarnos de esas verdades.

Jesús me habla hoy, y me dice:

No atesores tesoros en la tierra,
donde la polilla y la carcoma los roen,
donde acumular solo te va a servir
para tener miedo a perder,
donde los ladrones abren boquetes y los roban,
y tú sufres encerrándote
en una jaula de oro para protegerlos. 

Tú atesora tesoros en el cielo,
que es el aire libre,
y es la intemperie de los caminos,
en el corazón de los amigos,
y en el corazón del mismo Padre Dios.
Porque allí no hay polilla ni ladrones,
no hay ambición ni miedo.
Y donde está tu tesoro, allí estará tu corazón. 

Tú mira con ojos limpios, porque tu ojo es la medida de la vida. 
Si tu ojo está sano, tu cuerpo entero tendrá luz. 
Si tu ojo está enfermo, y no aprendes a mirar en lo profundo,
serás ciego, aun sin saberlo. Abre los ojos, ya.


(Rezandovoy, adaptación de Mt 6, 19-23)

¿Tienes derecho a quejarte?

Si tienes una comida en el refrigerador, ropa para cubrirte, un techo que te proteja y una cama donde dormir, eres más rico que el 75% de la humanidad.

Si tienes dinero en el banco y en la billetera y aún te sobran unas monedas, estás entre el 8% más rico en el mundo.

Si te despertaste esta mañana con más salud que enfermedad, eres más afortunado que el millón de personas que no sobrevivirá esta semana.

Si nunca has experimentado el peligro de la guerra, la soledad de la prisión, la agonía de la tortura o los dolores del hambre, estás mejor que 500 millones de seres humanos.

Si en los últimos días pudiste ir a la iglesia sin miedo de ser hostigado, arrestado, torturado o asesinado, eres más afortunado que tres mil millones de habitantes de la tierra.

Si tus padres viven y aún están casados, eres un ser raro en el mundo.

Si puedes levantar la cabeza y sonreír, eres bendito porque la mayoría, aunque podría, no lo hace.

Si puedes leer este mensaje eres doblemente feliz, pues sabes que alguien pensó en ti y, además, no eres uno de los 2 mil millones de personas que no saben leer.

Cuenta tus bendiciones y no olvides lo afortunado que eres.

¡ DALE GRACIAS A DIOS ! 
(Fuente)

Removiendo las humeantes cenizas de nuestra fe


Cualquiera que haya visto alguna vez un fuego sabe que, en un momento, las llamas decrecen y desaparecen en humeantes carbones que al fin se enfrían y se convierten en fría y gris ceniza. Pero hay un momento en ese proceso, antes de que se enfríen, en el que los carbones pueden ser removidos como para hacerlos romper en llamas de nuevo.
Esa es la imagen que usa san Pablo para animarnos a reavivar los fuegos de nuestra fe cuando parece que están mortecinos: “Os recuerdo que avivéis la llama del don de Dios que una vez se os dio”. Es una imagen muy significativa. Nuestra fe necesita a veces ser removida en sus raíces para hacerla de nuevo viva y afectiva. Pero ¿cómo hay que hacer eso? ¿Cómo avivamos de nuevo el fuego de nuestra fe?
Volvemos a encender nuestra fe al resituarnos en nuestras raíces. A pesar de que la fe es un don divino, a veces puede ser útil volver a andar un trayecto y examinar aquello que las fuerzas terrestres ayudaron a plantar la fe en nosotros.
¿Quién y qué ayudó a darnos la fe? Por supuesto, eso es una cuestión profundamente personal que cada uno de nosotros sólo puede responder  por sí mismo. En cuanto a mí, cuando trato de volver y tocar las raíces de mi fe, varias cosas me vienen a la mente.
Primeramente, la fe y testimonio de mis padres, la pieza decisiva. La fe fue lo más importante de sus vidas, y ellos hicieron todo lo que estuvo en su poder para asegurar que esto fuera también verdad para nosotros, sus hijos. Y sus vidas nunca desmintieron su fe. Eso fue un fuerte testimonio y un don de incalculable valor.
Luego, el testimonio de mi parroquia, una comunidad rural e inmigrante, lo suficientemente pequeña como para que todos conociéramos los gozos y los pesares de todos los demás y fuéramos capaces de compartirlos en la fe, aun cuando no siempre en total cercanía vecinal. Es preciso todo un pueblo para criar a un niño; en mi caso, fue una parroquia. Mientras crecía de niño, podía echar una ojeada alrededor de una iglesia y ver a casi toda la gente que conocía, amigos o no, todos arrodillados, unidos en una sola fe. Hoy eso en una rareza y no pequeño regalo.
Después vino la dedicación y el testimonio de fe de las hermanas Ursulinas, que entraron en nuestra comunidad rural a enseñar en nuestras escuelas públicas y fueron no sólo académicamente nuestras mejores maestras sino  también nos catequizaron. Para cuando llegué a mi adolescencia, yo ya había memorizado dos catecismos y tenía un sólido alcance intelectual de los principios de mi fe, un don cuya importancia reconocí sólo más tarde.
Finalmente, y de un modo que dejó profundas y permanentes raíces en mi alma, la voz del Dios de mi juventud. Durante mi juventud, la voz de Dios estuvo fuerte y clara dentro de mí. Se admite que algo de lo que tomé  entonces como voz de Dios era de hecho la voz del miedo, la timidez, el tribalismo y lo que los freudianos llaman el superego. Pero, admitido eso, la voz de Dios estaba allí también, ineludible y clara. Sé eso porque mucho de mi juvenil miedo, timidez, espeso tribalismo y superego hace tiempo que ha desaparecido, y la voz del Dios de mi juventud permanece aún en mi interior.
Sin embargo, ahora, a veces esa voz puede estar bastante silenciosa y puede sentirse simplemente como la voz de la ingenuidad de mi juventud -Santa Claus, el Conejito de Pascua y el niño Jesús- y algo que no es real por más  tiempo ni nunca fue real verdaderamente. Para mí, como para todos, versados en fe, a veces mi imaginación y mi afectividad simplemente se agotan, de modo que mis preocupaciones imposibilitan la presencia de Dios. Es entonces cuando necesito remover las brasas aparentemente mortecinas de mi fe haciendo un viaje de regreso para volver a cimentarme en la realidad de la fe de mis padres, en la realidad de lo que grabó a fuego mi alma en nuestra pequeña comunidad parroquial, en la realidad del testimonio y la catequesis de las hermanas Ursulinas que fueron mis maestras, y, no lo menos, en esa clara y profundamente moral voz divina que habló en mi interior y me condujo en mi juventud.
Esta clase de viaje -creo yo- puede ayudar a la mayoría de la gente, con una llamativa advertencia: El aparente silencio de Dios en nuestras vidas como adultos puede ser de hecho una modalidad más profunda de la presencia de Dios, más bien que un signo de una fe que se deteriora. La voz de  Dios parece frecuentemente clara en nuestra juventud, pero más tarde esa claridad cede a lo que los místicos llaman “las noches oscuras del alma”, donde la aparente ausencia de Dios no es una cuestión de pérdida de fe sino de un nuevo, más rico y menos imaginativo modo de la presencia de Dios en nuestras vidas. El fervor no siempre es signo de una fe profunda,  como tampoco la aparente ausencia de Dios es necesariamente un signo de fe debilitante. Dios debe ser esperado pacientemente, y llegará a nuestras  vidas sólo en los plazos de Dios, no en los nuestros.
Aun así, el consejo de san Pablo queda en pie: “Os recuerdo que remováis las llamas del don de Dios que una vez se os dio”.

Ojo por ojo

diente por diente,

golpe por golpe,
insulto por insulto,
ofensa por ofensa,
ultraje por ultraje,
decepción por decepción…
Así se va llenando
la memoria
y el equipaje
de agravios,
de rencor,
de deudas.

Mejor ofrecer,
contra el puño cerrado,
una mano abierta.
Ante el insulto, silencio
o, aún más, palabra de perdón.

Mejor no subirse
al tren del odio.
Mejor bajarse
de la espiral
de la venganza.
Mejor caminar
por la senda
de la concordia.

Amar a amigos y enemigos
A la manera de Dios.

(José María R. Olaizola, sj) / imagen

Germana Cousin. Santa sin historia

Deforme, despreciada, maltratada, abandonada, humillada...
Esta santa «sin historia», como se la denomina, es otra de las doctoras en el modo admirable y heroico de asumir el anonadamiento espiritual y el perdón. Un ejemplo de vida oculta en Cristo. Pasó su existencia sin realce social ni intelectual. Deforme de nacimiento, despreciada, maltratada, abandonada de los suyos, humillada, y destinada a vivir con los animales, en ese calvario cotidiano, que llevada de su amor a Dios le ofrecía, se labró su morada eterna en el cielo. Y de eso se trata. Algunas pinceladas de su biografía se reconstruyeron en diciembre de 1644, casi medio siglo después de su muerte, cuando se abrió la tumba para enterrar a una parroquiana y hallaron su cuerpo incorrupto. Dos vecinos, que tenían ya cierta edad y habían sido contemporáneos de la joven, echaron mano de su memoria y dieron pistas para identificarla.
Había nacido en Pibrac, Francia, hacia 1579 porque se piensa que falleció en 1601 cuando tenía 22 años. Su deceso se produjo en completa soledad, como había vivido, en el establo y sobre un camastro de rudos sarmientos, acompañada del ganado que custodiaba. Era hija de Laurent Cousin, quien al enviudar de la madre de Germana, Marie Laroche, que falleció cuando aquélla tenía unos 5 años, contrajo matrimonio –era el cuarto para él– con Armande Rajols. Y ésta fue una auténtica madrastra para la pequeña; no tuvo ni un ápice de compasión con la niña. Germana había nacido con una pésima salud. Padecía escrófula y presentaba evidente deformidad en una de sus manos. Ante la pasividad de su padre, Armande la maltrató cruelmente ideando formas despiadadas para infligirle el mayor daño posible. Al final, la separó de su hogar, le vetó el acceso a sus hijos y la destinó al cuidado de las ovejas con las que conviviría hasta el final. Tenía 9 años cuando comenzaron a enviarla a pastorear en la montaña, seguramente con la idea de ir borrando el recuerdo de su existencia, o hacerla desaparecer bajo las fauces de los lobos. Arrinconada, considerada una nulidad para cualquier acción por sencilla que fuera, Germana tuvo dos ángeles tutelares: una iletrada sirvienta de su familia, Juana Aubian, y el párroco de la localidad, Guillermo Carné. La primera volcó en ella sus entrañas de piedad hasta donde le fue posible ya que, en cuanto vieron que podía medio valerse por sí misma, la enviaron al establo. El excelso patrimonio que Juana le legó fue hablarle del Dios misericordioso. A su vez el sacerdote, hombre sin duda virtuoso y clarividente, juzgó que se hallaba ante una elegida del cielo por los signos que apreciaba en ella: bondad, espíritu de mansedumbre, y una inocencia evangélica tal que infundía una alegría ciertamente sobrenatural. La mísera ración de comida, mendrugos de pan que le echaban a cierta distancia en prevención de un eventual contagio, la compartía con los indigentes. Ni siquiera esta muestra de compasión consintió la madrastra, y un día la persiguió para darle público escarmiento. Cuando en presencia del vecindario le arrebató violentamente el delantal donde guardaba su esquilmada provisión para los pobres, quedó impactada por el prodigio que se obró en ese mismo instante. Todos vieron cómo se desprendía del modesto mandil una cascada de flores silvestres bellísimas en una estación impropia para su nacimiento y en un entorno en el que no solían brotar, anegando el suelo con sus brillantes colores.
Laurent despertó un día de su cobarde letargo y ofreció a Germana volver al hogar. La joven agradeció la invitación paterna, pero eligió seguir en el cobertizo. Oraba cotidianamente por la conversión de Armande, que no terminó de conquistar esta gracia hasta poco antes de morir. El párroco acogió a la santa como catequista de los niños que entendían maravillosamente las verdades de la fe a través de los ejemplos que ponía. Era asidua a la misa, rezaba el rosario y no podía evitar que fueran haciéndose extensivos los hechos milagrosos obrados a través de ella, y que ya en vida le dieron fama de santidad. Uno de estos se produjo nada más morir el 15 de junio de 1601, y fue contemplado por varios religiosos que se hallaban de paso en Pibrac. Vieron doce formas blancas que se elevaban hacia el cielo dando escolta a una joven vestida de blanco; llevaba la frente ceñida con una corona de flores. Al descubrir que había fallecido, todos supusieron que era Germana que entraba en la eternidad. Fue enterrada en la iglesia, lugar en el que siguieron multiplicándose los milagros. Los partidarios de la Revolución intentaron destruir sus restos echándoles cal viva. Pero en el siglo XVIII volvieron a hallar su cuerpo incorrupto. Pío IX la beatificó el 7 de mayo de 1854, y la canonizó el 29 de junio de 1867
Fuente: http://www.evangeliodeldia.org/

Ser el discípulo amado

El Evangelio de Juan nos presenta una imagen muy expresiva y más bien misteriosa y terrena: Cuando Juan describe la escena de la Última Cena nos dice que, mientras estaban a la mesa, el discípulo amado tenía reclinada su cabeza en el pecho de Jesús.
La fuerza de esa imagen -creo yo- ha sido captada mejor por los artistas que por los teólogos y eruditos bíblicos. Los artistas y los iconografistas nos presentan generalmente la imagen de esta manera: El discípulo amado tiene su cabeza reclinada en el pecho de Jesús de tal manera que su oído está directamente sobre el corazón de Jesús, pero de modo que sus ojos están fijos hacia fuera, mirando al mundo.
¡Qué imagen más expresiva! Si pones tu oído justo al lado derecho del pecho de alguien, puedes oír los latidos del corazón de esa persona. El discípulo amado entonces  es el que está conectado a los latidos del corazón de Dios y mirando al mundo desde ese posición ventajosa.
Además, Juan nos da una serie de diferentes imágenes para acentuar las implicaciones de oír los latidos del corazón de Dios.
Primero, el discípulo amado permanece con la madre de Jesús al pie de la cruz mientras Jesús está muriendo. ¿Qué se encierra en esta imagen? En el Evangelio de Lucas, Jesús admite que a veces parece que las tinieblas se sobreponen a la gracia y Dios parece impotente: ¡A veces las tinieblas tienen su hora! Su muerte fue una de esas horas; y el discípulo amado, como la madre de Jesús, no pudo hacer otra cosa que permanecer en desamparo dentro y bajo esas tinieblas e injusticia. No había nada que hacer sino quedarse en desamparo. Pero al mantenerse allí, el discípulo amado permanece también en solidaridad con millones de pobres e inmolados de todo el mundo que no pueden hacer nada en contra de su situación. Cuando uno permanece en desamparo, cuando no hay nada que se pueda hacer, uno da voz silenciosa a la finitud humana, la oración más profunda posible en ese momento. Así, después, el discípulo amado acoge a la madre de Jesús en su casa, una imagen que no necesita mucha elaboración.
Sin embargo, una segunda imagen conectada con el discípulo amado reclinado sobre el pecho de Jesús necesita algo de elaboración: Cuando el discípulo amado se reclina sobre el pecho de Jesús, tiene lugar un interesante diálogo: Jesús dice a su discípulo que uno de ellos le va a traicionar. Pedro se vuelve al discípulo amado y le dice: “Pregúntale quién es ese”. Esto plantea el interrogante: ¿Por qué no pregunta Pedro mismo a Jesús quién lo va a entregar? Pedro no estaría sentado tan lejos de Jesús como para no poder hacerle la pregunta él mismo.
Además la pregunta de Pedro adquiere su verdadero significado cuando es vista en su contexto histórico. Los eruditos estiman que el Evangelio de Juan fue escrito en algún lugar entre los años 90-100 antes de Cristo. Para entonces, Pedro ya había sido papa y había sido martirizado. Lo que el Evangelio está sugiriendo aquí es que esa intimidad con Jesús sobrepuja todo lo demás, incluso el oficio eclesial, incluso ser papa. La oración de todos debe ir por mediación del discípulo amado. El papa no puede orar como papa sino sólo como discípulo amado (que puede ser, como cualquier otro cristiano). Puede ofrecer oraciones por el mundo y por la iglesia como papa, pero puede orar personalmente sólo como discípulo amado.
Finalmente, la opinión que hay en el Evangelio de Juan de que la intimidad con Jesús es más importante que el oficio eclesial tiene una aclaración de más alcance en la mañana de la Resurrección. María Magdalena viene corriendo de la tumba y dice a los apóstoles que la tumba está vacía. Pedro y el discípulo amado salen inmediatamente, corriendo hacia la tumba. Podemos adivinar fácilmente quién llegará primero. El discípulo amado fácilmente adelanta a Pedro, no porque quizás sea más joven sino porque el amor sobrepasa a la autoridad. El papa puede también llegar allá primero, si corre como discípulo amado más bien que como papa.
Se asume comúnmente que el discípulo amado era el evangelista mismo, Juan. Bueno, eso puede ser cierto, pero no es lo que el texto evangélico quiere que se deduzca. La identidad histórica del discípulo amado ha dejado deliberadamente una cuestión abierta, porque el Evangelio quiere que el concepto, ser el discípulo amado de Jesús, sea una designación que te señale y corresponda a ti, y señale y corresponda a todos cristianos del mundo, incluso -con total esperanza también- al papa mismo.
¿Quién es el discípulo amado? El discípulo amado es cualquier persona, mujer, hombre o niño que es suficientemente íntimo de Jesús como para estar conectado a los latidos del corazón de Dios y que entonces ve el mundo desde ese lugar de intimidad, ora desde ese lugar de intimidad,  sale en amor a buscar al Señor Resucitado y comprende el significado de la tumba abierta.
Las imágenes místicas, como mejor son iluminadas es con otras imágenes místicas. Con esto en la mente, te dejo con una imagen del padre del desierto del siglo IV, Evagrio Póntico:
Pecho del Señor, Reino de Dios. Quien descanse en él teólogo vendrá a ser.


El nudo de amor. Un cuento sobre el amor y los sentimientos.

En una junta de padres de familia de cierta escuela, la directora resaltaba el apoyo que los padres deben darle a los hijos. También pedía que se hicieran presentes el máximo de tiempo posible. Ella entendía que, aunque la mayoría de los padres y madres de aquella comunidad fueran trabajadores, deberían encontrar un poco de tiempo para dedicar y entender a los niños.
Sin embargo, la directora se sorprendió cuando uno de los padres se levantó y explicó, en forma humilde, que él no tenia tiempo de hablar con su hijo durante la semana. Cuando salía para trabajar era muy temprano y su hijo todavía estaba durmiendo. Cuando regresaba del trabajo era muy tarde y el niño ya no estaba despierto. Explicó, además, que tenía que trabajar de esa forma para proveer el sustento de la familia.
Dijo también que el no tener tiempo para su hijo lo angustiaba mucho e intentaba redimirse yendo a besarlo todas las noches cuando llegaba a su casa y, para que su hijo supiera de su presencia, él hacía un nudo en la punta de la sabana que lo cubría. Eso sucedía religiosamente todas las noches cuando iba a besarlo. Cuando el hijo despertaba y veía el nudo, sabía, a través de él, que su papá había estado allí y lo había besado. El nudo era el medio de comunicación entre ellos.
La directora se emocionó con aquella singular historia y se sorprendió aún más cuando constató que el hijo de ese padre era uno de los mejores alumnos de la escuela.
El hecho nos hace reflexionar sobre las muchas formas en que las personas pueden hacerse presentes y comunicarse entre sí. Aquel padre encontró su forma, que era simple pero eficiente. Y lo más importante es que su hijo percibía, a través del nudo afectivo, lo que su papá le estaba diciendo.
Algunas veces nos preocupamos tanto con la forma de decir las cosas que nos olvidamos de lo principal, que es la comunicación a través del sentimiento.
Simples detalles como un beso y un nudo en la punta de una sábana, significaban, para aquel hijo, muchísimo más que regalos o disculpas vacías. Es válido que nos preocupemos por las personas, pero es más importante que ellas lo sepan, que puedan sentirlo.
Para que exista la comunicación es necesario que las personas "escuchen" el lenguaje de nuestro corazón, pues, en materia de afecto, los sentimientos siempre hablan más alto que las palabras. Es por ese motivo que un beso, revestido del más puro afecto, cura el dolor de cabeza, el raspón en la rodilla, el miedo a la oscuridad.
Las personas tal vez no entiendan el significado de muchas palabras, pero saben registrar un gesto de amor. Aunque ese gesto sea solamente un nudo.
Fuente

Memoria del Inmaculado Corazón de María


º
Nuestra parroquia del Corazón de María. Imagen central del altar.
He escuchado al papa Francisco contar una historia popular del sur de Italia referida a la Virgen de los mandarinos. Es la Virgen a la que tienen devoción los granujas, los ladrones... Cuentan que la Virgen los quiere y le rezan porque, cuando lleguen al cielo, como ella está mirando la cola de gente que llega... cuando los ve, les hace un gesto con la mano, como diciéndoles que no pasen, que se escondan. Y a la noche, cuando está todo oscuro y no está san Pedro, les abre la puerta. «Detrás de esta historia -dice Francisco- hay una verdad muy grande. Ahí se esconde una gran teología: una Madre cuida a su hijo hasta el fin, y trata de salvarle la vida siempre». (Pulsa en el enlace superior para leer todo el artículo)

El que haga la voluntad de Dios, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre


Domingo X del tiempo ordinario 


Gracias a:


Rezando Voy

Sin carne, no es el Corazón de Jesús

Hoy celebra la Iglesia el Corazón de Jesús, su humanidad latiendo al ritmo de Dios. Sin desajustes. Sin arritmias. Puro compás. Eso que a nosotros, también humanos, nos resulta a veces tan costoso (latir al ritmo de Dios y no de otras cosas), es lo que ya Jesús ha realizado en su carne, para que nadie pueda decir: “¡es imposible!”. Puedes decir: “no sé si puedo, no sé si quiero…”, pero no podrás decir que es imposible. La plenitud que Él fue gestando día a día (no mágicamente) es la que se ha arraigado en nuestro propio corazón como fuerte raíz o fiel cimento. ¡No es imposible amar como Él, crecer como Él, tener sus mismos sentimientos y su sensibilidad!Es un corazón quebrado, traspasado. Algo que nunca hubiera ocurrido con un corazón de piedra. No queremos la plenitud de una roca de granito impasible. Seguimos a un corazón tan débil como fracasado. Traspasado.Quizá por eso el Corazón de Jesús sigue seduciendo a tantos hombres y mujeres débiles y fracasados como nosotros. ¿Acaso tú no te has sentido vencido en algún momento? ¿acaso nunca hubieras querido ser más fuerte  para que no te quebraran? Yo sí.Pero no es menos cierto que en esos momentos, si Dios quiere y nosotros nos dejamos hacer, descubrimos que “la gracia está en el fondo de la pena y la salud naciendo de la herida”. Y se obra el milagro de encontrar las personas más fuertes y dignas del mundo en medio de una fragilidad y pequeñez física y psíquica que sólo te empuja a arrodillarte y adorar.Eso sí: adorar desde el corazón y al corazón. Desde la carne y en ella, en la humanidad. Si no, el Corazón que adoras no será el Corazón de Jesús. Vuestra hermana en la fe, Rosa Ruiz RMI

Piedad, verdad y práctica pastoral

Recientemente, un estudiante que hace décadas había sido alumno mío me hizo este comentario: “Han pasado más de veinte años desde que asistí a tus clases, y he olvidado casi todo lo que enseñaste. Lo que sí recuerdo de tu clase es que suponías que nosotros siempre trataríamos de no hacer a Dios parecer estúpido”.
Espero que sea verdad. Espero que sea algo que la gente saque de mis clases y escritos, porque creo que la primera tarea de cualquier apologética cristiana es rescatar a Dios de la estupidez, arbitrariedad, estrechez, legalismo, rigidez, tribalismo y todo lo demás que es malo pero se asocia con Dios. Una sana teología de Dios debe suscribir todas nuestras apologéticas y prácticas pastorales. Cualquier cosa que hacemos en nombre de Dios debería reflejar a Dios.
No es casualidad que el ateísmo, el anticlericalismo y las muchas diatribas dirigidas hoy contra la iglesia y la religión puedan apuntar siempre a alguna mala teología o práctica de la iglesia en la que basar su escepticismo e ira. El ateísmo es siempre un parásito que se alimenta de la mala religión. Así también es gran parte de la negatividad hacia las iglesias, que es tan común hoy. Una actitud contra la iglesia se alimenta de la mala religión, y así nosotros, que creemos en Dios y en la iglesia, deberíamos estar examinándonos más que defendiéndonos.
Por otra parte, más importante que el criticismo de los ateos son las muchas personas a quienes sus iglesias han hecho daño. Un ingente número de personas hoy ya no va a la iglesia ni tiene una relación muy estrecha con sus iglesias, porque lo que han encontrado en sus iglesias no habla bien de Dios.
Digo esto en simpatía. No es fácil expresar a Dios adecuadamente; mucho menos, hacerlo bien. Pero debemos intentarlo, y así todas nuestras prácticas sacramentales y pastorales necesitan reflejar una sana teología de Dios, esto es, reflejar al Dios a quien Jesús encarnó y reveló. ¿Qué reveló Jesús sobre Dios?
Primero, que Dios no tiene favoritos y que debe haber total igualdad entre las razas, entre ricos y pobres, entre esclavos y libres y entre varón y mujer. Ninguna persona, raza, género ni nación es más favorecida que otras por Dios. Nadie es primero. Todos son privilegiados.
Después, Jesús enseñó que Dios es especialmente compasivo y comprensivo para con los débiles y los pecadores. Jesús escandalizó a sus contemporáneos religiosos al sentarse con pecadores públicos sin pedirles previamente que se arrepintieran. Acogía a todos con maneras que frecuentemente ofendían la religiosidad propia del tiempo y a veces iba contra la sensibilidad religiosa de sus contemporáneos, como deducimos de su conversación con la mujer samaritana o cuando cura a la hija de una mujer sirio-fenicia. Además, nos pide ser compasivos de la misma manera, e inmediatamente detalla lo que eso significa al decirnos que Dios ama a los pecadores y a los santos exactamente de la misma manera. Dios no tiene amor preferencial por los virtuosos.
Nos choca también el hecho de que Jesús nunca se defiende cuando es atacado. Además, es crítico con los que, a pesar de su sinceridad, tratan de bloquear el acceso a él. Acepta morir antes que defenderse. Nunca responde al odio con el odio, y muere amando y perdonando a los que le están matando.
Jesús también aclara que no necesariamente los que profesan  explícitamente a Dios y la religión son sus verdaderos seguidores, sino más bien los que, independientemente de su fe explícita o asistencia a la iglesia,  hacen la voluntad de Dios en la tierra.
Por fin, y principalmente, Jesús aclara que su mensaje es, antes que nada, buena noticia para los pobres, que cualquier predicación en su nombre que no sea buena noticia para los pobres no es su evangelio.
Necesitamos guardar estas cosas en la mente aun cuando reconocemos la validez e importancia de los debates que sigan entre y en nuestras iglesias sobre quién y qué contribuye al verdadero discipulado y al verdadero sacramento. Es importante preguntar qué se requiere para un verdadero sacramento y qué condiciones se requieren para un válido y lícito ministro de un sacramento. Es importante también preguntar quién debería ser admitido a la Eucaristía y es importante dar a conocer ciertas normas que deben seguirse en la preparación para el bautismo, la Eucaristía y el matrimonio.
Surgen difíciles cuestiones pastorales en torno a estos problemas, entre otros; y esto no está sugiriendo que deberían ser siempre resueltos de un modo que reflejen lo más inmediata y simplistamente la voluntad universal  de salvación por parte de Dios y su infinita comprensión y misericordia. Se admite que a veces el beneficio a largo plazo de vivir una dura verdad puede anular la necesidad de corto alcance de apartar más rápidamente el dolor y la angustia. Pero, aun así, una teología de Dios que refleje su compasión y su misericordia debería reflejarse siempre en toda decisión pastoral que hacemos. De otra manera, hacemos a Dios parecer estúpido, arbitrario, tribal, cruel y antitético a la práctica de la iglesia.
Marilynne Robinson dice que el Cristianismo es una gran narrativa que ser suscrita por cualquier cuento menor y que debería prohibir en particular su subordinación a la estrechez, el legalismo y la falta de compasión.

Santoral del mes de junio


1
S. Justino mártir, Nuestra Señora de la Luz y otros...
2
S. Marcelino y S. Pedro y otros...
3
S. Carlos Lwanga y compañeros y otros...
4
Stª. Noemí, Stª. Ruth y otros...
5
Beato Fernando de Portugal y otros...
6
S. Marcelino Champagnat y otros...
7
S. Isaac de Córdoba y otros...
8
S. Medardo y otros...
9
S. Efrén de Siria, Beata Ana María Taigi y otros...
10
S. Asterio de Petra y otros...
11
S. Bernabé apóstol y otros...
12
S. Onofre de Egipto y otros...
13
S. Fandila de Córdoba, S. Antonio de Padua y otros...
14
Stª. Digna de Córdoba, S. Félix de Córdoba, S. Eliseo, S. Anastasio de Córdoba.
15
Stª. Benilde de Córdoba, Stª. María Micaela del Santísimo Sacramento.
16
S. Juan Francisco Regis y otros...
17
Stª. Teresa de Portugal y otros...
18
S. Marcelino de Roma, S. Marcos de Roma y otros...
19
S. Romualdo, S. Protasio de Milán, S. Gervasio de Milán y otros...
20
Beato Tomás Whitbread y compañeros y otros...
21
S. Luis Gonzaga y otros...
22
Santo Tomás Moro y otros...
23
S. José Cafasso y otros...
24
S. Juan Bautista (Natividad) y otros...
25
S. Máximo de Turín y otros...
26
S. Josemaría Escrivá, S. Pelayo de Córdoba y otros...
27
S. Cirilo de Alejandría y otros...
28
S. Ireneo de Lyon y otros...
29
S. Pablo apóstol, S. Pedro apóstol y otros...
30
S. Ladislao de Hungría y otros...