La inocencia perdida. Artículo.


La historia bíblica de Saúl es una de las grandes tragedias de toda la literatura. La historia de Saúl da ocasión a que Hamlet se parezca a un personaje de Disney. Hamlet, al menos, tenía poderosas razones para la amargura que le cercaba. A Saúl, dado el comienzo que tuvo, le tenía que haber resultado mejor, mucho mejor.

Su historia empieza con el anuncio de que en todo Israel nadie rivalizaba con él en altura, fortaleza, bondad y aceptación. Un líder natural, el primero entre iguales; su extraordinario modo de ser fue reconocido y proclamado por el pueblo. Lo nombraron su rey. El comienzo de su historia es materia de cuento de hadas, y continúa de esta manera durante cierto tiempo.

Sin embargo, en un momento, las cosas empezaron a ir mal. Ese momento fue la llegada de David a escena: un hombre más joven, más agraciado, más dotado y más aclamado que él. Los celos se apoderan de él y la envidia empieza a envenenar el alma de Saúl. Mirando a David, observa sólo una popularidad que eclipsa la suya propia, no la bondad de otro hombre, ni siquiera lo que esa bondad ofrece a otros. Por el contrario, se vuelve amargado, intolerable, hostil, intenta matar a David y, por fin, muere por su propia mano, un hombre airado que ha caído lejos de la inocencia y bondad de su juventud.

¿Qué sucedió aquí? ¿Cómo se entiende que alguien que tiene tanto a favor suyo -bondad, talento, aplausos, poder, bendición- se vuelva un hombre amargado, intolerable que acaba quitándose su propia vida? ¿Cómo sucede esto? La finada Margaret Laurence, en una brillante y sombría novela, The Stone Angel (El ángel de piedra), ofrece una buena descripción de cómo sucede esto y cómo sucede de modo que resulta oculto para aquel que está experimentando la transición.

Su personaje principal, Hagar Shipley, es un estilo de “Saúl”. La historia de Hagar   empieza como la suya: es joven, inocente y llena de posibilidades. ¿Qué va a ser de semejante mujer joven, bella, brillante y talentosa? Tristemente, no mucho en realidad. Es arrastrada por todo: la edad adulta, un matrimonio infeliz y una profunda decepción irreconocida y callada que al fin la deja abandonada, fría, amargada y sin energía ni ambición. Lo que resulta tan singular como triste es que ni ella misma ve nada de esto. En su mente, subsiste la chica joven, inocente, bondadosa, popular y atractiva que estuvo una vez en la escuela secundaria. No se hace cargo de qué pequeño ha venido a ser su mundo, de qué pocos amigos verdaderos tiene, de qué poco admira algo o a alguien, ni tampoco en qué abandono físico ha caído.

Su despertar es súbito y cruel. Un día de invierno, andrajosamente vestida con un viejo abrigo con capucha, toca la campanilla de una casa donde ella despacha huevos. Un ocurrente chico responde, y Hagar logra oír que ese chico dice a su madre: ¡Esa horrible vieja de los huevos está a la puerta! El centavo cae.

Aturdida, se marcha de la casa y se dirige a un baño público donde enciende todas las luces y examina su rostro en un espejo. Lo que vuelve sus pensamientos al pasado es un rostro que ella no reconoce, alguien patéticamente en contradicción con quien ella se imagina ser. En realidad ve a la mujer horrible y anciana de los huevos que vio el chico en la puerta, más bien que a la mujer joven, agraciada, atractiva y de gran corazón que ella aún se imagina ser. “¿Cómo puede haber sucedido esto?”, se pregunta. ¿Cómo podemos nosotros, insensibles a nosotros mismos, convertirnos en alguien a quien no conocemos ni nos gusta?

De algún modo, esto nos pasa a todos. No es fácil envejecer, aceptar la caída de lo que soñamos para nosotros mismos, observar a los jóvenes tomar posesión y recibir la popularidad y aclamación que una vez fueron nuestras. Al igual que Saúl, podemos llenarnos de unos celos que no reconocemos, y como Hagar, podemos crecer amargados y feos sin darnos cuenta. Los demás por supuesto que lo notan.

No es que no ganemos algo cuando sucede esto. Normalmente, crecemos más astutos,  más inteligentes al modo del mundo y permanecemos siendo gente de buen corazón y generosos. Con todo, tendemos a ser más intratables de lo que éramos antes, a quejarnos demasiado, a sentirnos demasiado pesarosos por nosotros mismos y a darnos más a maldecir que a bendecir a los que nos han reemplazado: los jóvenes, los populares, los aclamados.

Y así, la penúltima tarea espiritual y humana de la segunda mitad de la vida es dejar esa celotipia y fealdad, y retornar de nuevo al amor, a la inocencia y a la bondad de nuestra juventud con el fin de revirginizar, mudarnos hacia una segunda ingenuidad y empezar de nuevo a admirar algo.

Al comienzo del libro del Apocalipsis, Juan, dando a entender que habla de parte de Dios, tiene un consejo para nosotros, al menos para aquellos de nosotros que estamos más allá de la flor de la juventud: “He visto qué duro trabajas. Reconozco tu generosidad y todo el buen trabajo que realizas, pero tengo esto contra ti: ¡Ahora tienes en ti menos amor que cuando eras joven! ¡Vuelve y fíjate desde dónde has caído!”

Podríamos desear oír esto de parte de la escritura antes de que lo oigamos casualmente de alguna joven diciendo a su madre que una persona abatida, amargada y vieja está a la puerta. Ron Roheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - 

Entrega amor y ternura a quienes te rodean.

 

Calendario de Cuaresma.
Gracias a Patricia y Nacho en 
Odres Nuevos

#OdresNuevos #Cuaresma

Una lección de parte del inadaptado. Artículo.

Hace más de medio siglo, Flannery O’Connor escribió un cuento, A good man is hard to find (“Un hombre bueno es difícil de encontrar”). Uno de los principales personajes del cuento es una anciana, una persona difícil, terca y no particularmente feliz. Viajando a Florida con su familia, está protestando y quejándose constantemente. Entonces, por algún descuido suyo, sufren un accidente de tráfico y, mientras su coche está parado, un preso fugado (el inadaptado) se encuentra casualmente con ellos y ejecuta a la familia entera. Justo antes de que dispare contra ella, la infeliz anciana, temiendo por su vida, extiende la mano y toca al inadaptado, y tiene un momento tranquilo con él. Después de matarla, dice: Habría sido una buena mujer, si hubiera habido alguien allí para dispararle cada minuto de su vida.

Sospecho que todos seríamos mejores personas si hubiera alguien allí para dispararnos cada minuto de nuestra vida. Al menos, sé que yo lo sería porque, en una ocasión, tuve a alguien allí para dispararme y eso me hizo mejor persona, al menos durante el tiempo en el que la amenaza se mantuvo. He aquí mi historia:

Hace doce años me diagnosticaron cáncer. El pronóstico inicial fue bueno (cirugía y quimioterapia, y el cáncer debería detenerse). Durante cierto tiempo fue así. En  cambio, tres años después,  hizo una inoportuna reaparición. Esta vez, el pronóstico no fue bueno. Mi oncólogo, en el que tengo puesta mi confianza, comunicó que la situación era grave. Se probaría de nuevo la quimioterapia; pero me aseguró que, salvo en caso excepcional, este tratamiento no sería efectivo por mucho tiempo y sería más para proyectos paliativos que para cualquier verdadera esperanza de mejoría o  curación. Sintió que su deber era comunicar ese mensaje con toda claridad. Yo tenía enfrente al disparador. ¡Te quedan unos treinta meses de vida!

Como podéis adivinar, esto no fue fácil de asumir ni encauzar. Luché fuertemente para hacer las paces con ello. Finalmente, por medio de la oración, escribí un credo para mí indicando cómo trataría de vivir esos dos años. He aquí el credo:

Voy a hacer lo posible por estar tan sano cuanto pueda durante el mayor tiempo posible.

Voy a hacer lo posible por ser tan prolífico durante todo tiempo que pueda.

Voy a hacer cada día y cada actividad tan preciosos y agradables como sea posible.

Voy a hacer lo posible por ser tan bondadoso, cercano y caritativo como sea posible.

Voy a hacer lo posible por aceptar el amor de los demás de un modo más profundo de lo que lo he hecho hasta ahora.

Voy a hacer lo posible por vivir una “vida más enteramente reconciliada”. Nunca más espacio para las heridas del pasado.

Voy a hacer lo posible por mantener intacto mi sentido del humor.

Voy a hacer lo posible por ser tan intrépido y audaz como pueda.

Voy a hacer lo posible, siempre, por no fijarme nunca en lo que esté perdiendo, sino más bien mirar lo maravillosa y plena que ha sido y es mi vida.

Y voy a colocar diariamente todo esto a los pies de Dios por medio de la oración.

Durante algunos meses, recé ese credo intensamente cada día, tratando de vivir cada uno de sus propósitos. Con todo, los tratamientos de quimioterapia fueron, sorprendentemente, muy efectivos. Pasados cinco meses de tratamientos, todos los indicios de cáncer habían desaparecido, de nuevo yo estaba sano, y mi oncólogo estaba optimista de que, quizás, su diagnosis había sido demasiado cruel y que, con algo de quimio de mantenimiento, podría gozar de muchos más años de vida. Y, en verdad, lo hice durante los siete años siguientes.

Sin embargo, durante esos siete años de mejoría, sintiéndome sano y optimista, sin que hubiera nadie que me disparara cada día, ahora rezaba mi credo con menos frecuencia y con menos intensidad. E incluso, aunque sus desafíos estaban ahora más arraigados en mí, mis viejos hábitos de tomar la vida por supuesta, de rezar la oración de san Agustín (“¡Hazme un cristiano mejor, Señor, pero aún no!”), de perder la perspectiva, de impaciencia, de autocompasión, de alimentar ofensas y de no apreciar plenamente las riquezas de la vida, empezaron de nuevo a filtrase en mi vida.

El “disparador” reapareció hace dos años con otro episodio de cáncer. Inicialmente, el diagnóstico fue cruel (treinta meses y quimioterapia durante el resto de mi vida) y el credo ocupó de nuevo un lugar central en mi vida. A pesar de eso, un nuevo tratamiento ofreció inesperadamente un futuro mucho más largo y, sin nadie que me disparara cada día, el credo empezó de nuevo a perder su fuera, y mis viejos hábitos de impaciencia, ingratitud y autocompasión empezaron de nuevo a marcar mis días.

 Estoy profundamente agradecido por todos los años posteriores al cáncer que Dios y la medicina moderna me han dado. El cáncer ha sido un regalo que me ha enseñado muchas cosas. Tener mi vida repartida en fragmentos de seis meses me hace apreciar la vida, a los demás, la salud, la naturaleza, las simples alegrías de la vida y mi trabajo como nunca lo hice antes. ¡Soy mejor persona cuando hay alguien allí para dispararme cada día! Ron Roheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - 

Nuestro sobrecargado planeta. Artículo.

Crear la raza humana puede que sea el error más grande que la evolución cometió. Douglas Abrams escribe esto en The book of hope (“El libro de la esperanza”), un libro del que es coautor con Jane Goodall. Aun cuando esa es una visión más bien desesperante, al fin, este libro es un  libro de esperanza, aun no sin lanzar un aviso espantoso: Actualmente existen más de ocho mil millones de habitantes en este planeta y ya estamos agotando los limitados recursos de la naturaleza más aprisa de lo que la naturaleza puede reponerlos. De aquí a menos de treinta años, probablemente seremos diez mil millones y, si continuamos como de costumbre, eso podría suponer el fin de la tierra según la conocemos.

¿Qué necesitamos realizar para dar un giro a esto? Goodall y Abrams sugieren cuatro cosas:

Primera: debemos mitigar la pobreza. Cuando la gente está hambrienta y desesperada, sus pensamientos no están en la visión de conjunto, o sea, en el futuro a largo plazo y el bien general de todos los humanos y el planeta. Es comprensible que sus pensamientos estarán enfocados  en la supervivencia y no habrá la menor duda en talar el último árbol con el fin de cultivar alimentos o pescar ese último pez que aún está vivo. La desesperación y el interés por la visión de conjunto generalmente no van juntos.

Segunda: debemos reducir los insostenibles estilos de vida de la sociedad próspera. La madre tierra no es un recurso ilimitado ni puede seguir sustentando indefinidamente nuestro actual estilo de vida. Además,  esto es verdad no sólo por el manirroto estilo de vida de los ricos, sino por todos nosotros en la mayoría de los países. No hemos afrontado el hecho de que todo es limitado y de aquí que continuemos comprando en exceso, consumiendo en exceso, usando energía eléctrica en exceso, desperdiciando alimentos en exceso, usando gasolina en exceso y creando desperdicios en exceso. Esto un puede continuar por mucho más tiempo. Ya los millones de refugiados sin esperanza que hay en las fronteras de cualquier lugar y los dramáticos cambios de clima que tenemos por dondequiera nos están diciendo que debemos realizar cambios… y pronto. Nuestro planeta es grande, pero también finito, y no puede aguantar las ilimitadas demandas del consumo no examinado.

Tercera: debemos eliminar la corrupción y el autointerés económico. Sin buen gobierno ni liderazgo honrado que se enfoque en la visión de conjunto más bien que en sus propios autointereses, es imposible resolver nuestros enormes problemas sociales, económicos y medioambientales. Como un personaje de Barbara Kingsolver se burla en su reciente novela Unsheltered (“Desprotegidos”), el comercio libre tiene la misma moralidad que una célula cancerosa. El espíritu emprendedor que impulsa nuestras economías nos sirve bien de muchas formas y nos proporciona comodidades, libertades y oportunidades que pocos han tenido alguna vez en la historia. Sin embargo, eso por lo general es a la visión de conjunto lo que una célula cancerosa es  para el cuerpo: una simple célula que crece por sí sola sin ninguna conexión con la salud general del cuerpo. Como una célula cancerosa, el mercado libre (con algunas excepciones) no toma en cuenta la visión de conjunto ni la salud a largo plazo de la totalidad del cuerpo.

Cuarta, debemos afrontar los problemas causados por una población siempre creciente. Durante casi toda la historia, voces religiosas y morales literalmente han ordenado a la gente que tenga hijos. Crecer y multiplicarse. Este era un deber sagrado debido a Dios y a la raza humana. Con todo, durante un largo tiempo, esto se hizo necesario ante los temores de que la raza humana, como cualquier especie, se encontrara constantemente en peligro de ser extinguida. Verdaderamente, existía la constante amenaza de que esto pudiera suceder. Enfermedades, hambrunas, guerras, elevada mortalidad infantil, una vida de corta duración y toda suerte de desastres amenazaban constantemente a la especie humana. Los humanos, como cada especie, necesitaban asegurar que la especie perdurara. Eso tenía sentido, de todas maneras, hasta el presente siglo. Ahora, con el acechante panorama de diez mil millones de habitantes en este planeta, la amenaza de extinción proviene más de nuestro propio número que de alguna amenaza externa. El planeta sólo puede acoger a un número determinado de humanos a la vez. Desde luego, existen problemas del alma, problemas morales y problemas religiosos incluidos en cualquier conversación acerca de la limitación del crecimiento humano. A pesar de eso, aunque sean complejas estas situaciones, el crecimiento no examinado debe ser examinado ahora.

Abrams está equivocado. Crear la raza humana no fue un trágico error que la evolución cometió. Crear la persona humana no fue producto accidental y no deseado de la ciega evolución. Dios es el autor del proceso de la evolución, y Dios no comete errores. Desde el principio mismo, Dios tuvo la intención de que nosotros, personas humanas, emergiéramos del proceso. Más aún, Dios quiso que nosotros tuviéramos un papel muy especial en el proceso, a saber, ser en el proceso ese lugar  donde la naturaleza finalmente venga a ser consciente de sí misma y entonces pueda ayudar proactivamente a Dios a dirigir el proceso hacia una paz y unidad finales (el reino de Dios) que nos incluirá a todos nosotros y al planeta mismo.

Los humanos no fueron un error, aunque se reconoce que mucho de nuestra administración lo ha sido, porque  tendemos a  pensar en el mundo como algo de lo que podemos disponer como mío de cualquier modo que nos beneficie, más bien que como un jardín con recursos limitados, del que nos han rogado que cuidemos con amor.  Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano) - 

Por las parroquias – El Video del Papa 2 – Febrero 2023


“Las parroquias no son un club para pocos, que dan una cierta pertenencia social”. Esta es la visión de Francisco de las parroquias que explica en el video de febrero, realizado y producido por la Red Mundial de Oración del Papa. Una visión que no es nueva, sino que es la misma que ha tenido el cristianismo desde los orígenes. El Papa nos dice que las parroquias “tienen que volver a ser escuelas de servicio y generosidad, con sus puertas siempre abiertas a los excluidos. Y a los incluidos. A todos”. Tienen que ser “comunidades cercanas, sin burocracia, centradas en las personas”. Y termina su mensaje pidiéndonos que “seamos audaces” para conseguir que las parroquias sean así de nuevo.

“A veces pienso que deberíamos poner en las parroquias, en la puerta, un cartel que diga ‘Entrada libre’.
Las parroquias deben ser comunidades cercanas, sin burocracia, centradas en las personas y donde encontrar el regalo de los sacramentos.
Tienen que volver a ser escuelas de servicio y generosidad, con sus puertas siempre abiertas a los excluidos. Y a los incluidos. A todos. 
Las parroquias no son un club para pocos, que dan una cierta pertenencia social.
Por favor, seamos audaces.
Replanteémonos todos el estilo de nuestras comunidades parroquiales.
Oremos para que las parroquias, poniendo la comunión, la comunión de la gente, la comunión eclesial, en el centro, sean cada vez más comunidades de fe, de fraternidad y de acogida a los más necesitados”.

Enamorarse. Artículo.

¡Enamorarse! Usamos esta expresión para referirnos a muchas cosas: Te puedes enamorar de un bebé, de un equipo deportivo, de una ciudad, de un trabajo o de otra persona. Con todo, reservamos el primer analogado de esta expresión para una cosa: el enamoramiento emocional, ese sentimiento embriagador que percibimos por primera vez cuando nos encontramos con alguien a quien sentimos como un alma gemela.

Iris Murdoch escribió una vez que el mundo puede cambiar en quince segundos porque eso es lo rápidamente que puedes enamorarte de alguien. Tiene razón, y enamorarnos emocionalmente puede literalmente paralizarnos con un zarpazo tan fuerte que incluso parezca preferible la muerte a perder a aquel del que nos hemos enamorado. Incontables angustias, corazones rotos, depresiones, colapsos clínicos, suicidios, asesinatos y asesinatos-suicidios testifican esto. El enamoramiento emocional puede ser una adicción mortal, la cocaína más poderosa del planeta. ¿De dónde procede? ¿Del cielo o del infierno? ¿Cuál es su significado?

Definitivamente, Dios y la naturaleza son su autor, y eso nos dice que es una cosa buena. Estamos proyectados para que nos suceda esto. Además, es una cosa saludable, si se entiende con propiedad, en su poder embriagador y en su innata incapacidad para ser una fuerza sustentadora en el amor.

¿Qué sucede cuando nos enamoramos tan fuertemente de alguien? ¿Estamos en realidad enamorados de esa persona o estamos más bien enamorados de estar enamorados y de los sentimientos que esto nos acarrea? También, ¿estamos en realidad enamorados de esa persona o estamos enamorados de una imagen de él o ella que nos hemos creado, una imagen que proyecta cierta inclinación sobre esa otra?

Permitidme arriesgar algunas respuestas. Imaginaos a un hombre que se enamora profundamente de una mujer. Al principio, los sentimientos pueden ser irresistibles y pueden literalmente paralizarlo emocionalmente. Sin embargo, en todo esto, se reclama cierta pregunta: ¿De quién o de qué está en realidad enamorado? ¿De sus sentimientos? ¿Del arquetipo de feminidad que la mujer muestra? ¿De la imagen que él tiene de ella? ¿De ella misma?

En realidad, está enamorado de todas estas cosas. De sus sentimientos, de la imagen que él tiene de ella, de ella misma y del divino femenino del que ella es portadora. Todo eso se da de una pieza en su experiencia. A la vez, todo esto puede ser saludable en esta etapa del amor.

Dios inventó el enamoramiento emocional, como también inventó las lunas de miel. No estamos destinados a ser atraídos unos a otros sólo por fríos análisis. Pero esta forma de enamoramiento es una etapa iniciativa en el amor (aunque placentera) que necesita ser entendida exactamente por lo que es: una etapa iniciativa, nada más, que nos invita a adentrarnos en algo más profundo. El enamoramiento emocional aún no es una etapa madura en el amor. A no ser que uno muera en su garra, como hicieron Romeo y Julieta, un día perderá su poder sobre nosotros y nos dejará desilusionados. Cuando Iris Murdoch dijo que somos capaces de enamorarnos en quince segundos, podría haber añadido también que, tristemente, somos capaces igualmente de  desenamorarnos en quince segundos. El enamoramiento emocional puede ser así de efímero, en su nacer y en su morir.

Así, enamorarse (de este modo emocional) viene cargado de ciertos peligros. Primero: existe la tendencia adolescente a identificar esto con el profundo amor mismo. Consecuentemente, cuando los poderosos sentimientos emocionales y psicosexuales se dejan ir, la persona concluye fácilmente que ya no está enamorada ni sigue  adelante. A continuación, más sutilmente, existe este peligro: cuando estamos en esta perturbadora etapa inicial del amor, nuestra imagen del otro lleva consigo cierta inclinación. ¿Qué se quiere decir con eso?

San Agustín acuñó este dicho que nunca deja de ser verdad: Nos has hecho para ti, Señor, y nuestros corazones están inquietos hasta que descansen en ti. De ahí que nada en la vida pueda ser en realidad suficiente para nosotros. Siempre estamos inquietos, siempre anhelando algo más. Con todo, en esta fase inicial del amor, cuando hemos caído en la garra del enamoramiento emocional, por algún tiempo el otro es suficiente para nosotros. Por eso Romeo y Julieta pudieron morir felices. En esta etapa del amor, fueron suficientes el uno para el otro.

Sin embargo, la amarga verdad es que el enamoramiento no dura. La otra persona -no importa lo maravillosa que en realidad pueda ser- no es Dios ni nunca puede ser  suficiente (y somos injustos con él o ella cuando esperamos inconscientemente que sean suficientes). Durante cierto tiempo son capaces de llevar esa inclinación por nosotros, pero esa ilusión de la inclinación se romperá finalmente y nos daremos cuenta de que esta es sólo persona, una persona, maravillosa quizás, pero finita, limitada y no divina. Ese percatarnos (que está destinado en definitiva a ser el fundamento para el amor maduro) puede, si no es entendido, arriesgar o irritar una relación. ¡Dios inventó el enamoramiento! En él logramos un pequeño anticipo del cielo, aunque, como la experiencia nos dice, eso conlleva sus peligros. Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano) - 

Mañana y mañana. Señor, hazme un cristiano bueno y casto, pero aún no. Artículo.

En su libro Confesiones, san Agustín describe cómo su conversión al Cristianismo comprometió dos diferentes momentos de gracia; el primero, que le persuadió intelectualmente de que el Cristianismo era lo correcto, y el segundo, que lo habilitó para vivir lo que creía. Hubo cerca de nueve años entre estas dos conversiones y fue en el transcurso aquellos nueve años cuando dijo su famosa oración: Señor, hazme un cristiano bueno y casto, pero aún no.

Es interesante que un contemporáneo suyo, Efraín de Siria (306-373 d. C.), escribiera una oración parecida: Oh, mi bienamado, cuánto falto diariamente y diariamente me arrepiento. Construyo durante una hora y en una hora derribo lo que he construido. Al anochecer digo: ‘mañana me arrepentiré’, pero al amanecer desperdicio, gozoso, el día. De nuevo, al anochecer digo: ‘permaneceré en vela toda la noche e imploraré al Señor que tenga piedad de mis pecados’. Pero cuando llega la noche, estoy rendido de sueño.

Lo que describen Agustín y Efraín con semejante claridad (y no sin cierto golpe de humor) es una de las verdaderas dificultades a las que nos enfrentamos en nuestra lucha por crecer en la fe y en la madurez humana, o sea, la tendencia a ir por la vida diciendo: “¡Sí, necesito ser mejor. Necesito sobreponerme y trabajar por dominar mis malos hábitos, pero aún no es el momento!”

Consuela saber que algunos santos lucharon durante años con la mediocridad, la pereza y los malos hábitos, y que ellos, como nosotros, pudieron condescender durante años a esas cosas con el encogimiento de hombros: ¡Mañana comenzaré de nuevo! Durante unos pocos años, una de las expresiones de Agustín fue: “mañana y mañana”.

“¡Sí, pero aún no!” ¿Con qué frecuencia nos retrata esto? Quiero ser un buen cristiano y una buena persona. Quiero vivir más de la fe, ser menos perezoso, menos egoísta, más amable para con los demás, más contemplativo, menos condescendiente a la ira, a la amargura, a la paranoia y al juicio de los otros. Quiero dejar de acceder al chisme y a la calumnia. Quiero estar involucrado más de veras en la justicia. Quiero una mejor vida de oración. Quiero dedicar tiempo a las cosas, dedicar más tiempo a mi familia, oler las flores, conducir más despacio, tener más paciencia y ser menos precipitado. Tengo algunos malos hábitos que necesito cambiar, existen aún áreas de amargura en mí, estoy fallando en tantas cosas… Necesito cambiar de verdad, pero ahora no es el momento.

Primero. Ante todo necesito pasar por una relación particular, hacerme mayor,  cambiar de trabajo, casarme, descansar, estar sano, acabar la escuela, gozar de unas vacaciones necesarias, dejar que algunas heridas curen, sacar de la casa a los niños,  jubilarme, trasladarme a una nueva parroquia y largarme de esta situación; entonces afrontaré seriamente cambiar todo esto. ¡Señor, hazme una persona más madura y cristiana, pero aún no!

Definitivamente, esa no es una buena oración. Agustín nos dice que, durante años, cuando decía esta oración, era capaz de racionalizar su propia mediocridad. Con todo, un cataclismo empezó a obrar en su interior. Dios es infinitamente paciente para con nosotros, pero nuestra propia paciencia con nosotros mismos por fin se acaba y, en un momento, ya no podemos continuar como anteriormente.

En el libro 8º de las Confesiones, Agustín nos cuenta cómo un día, sentado en un jardín, quedó impactado con su propia inmadurez y mediocridad, y “una gran tormenta irrumpió en mi interior, descargando consigo un gran diluvio de lágrimas. … Me lancé debajo de una higuera y di paso a las lágrimas que ahora fluían de mis ojos. … En mi miseria continué llorando. ‘¿Hasta cuándo seguiré diciendo: mañana, mañana? ’”  “¿Por qué no ahora?”  Cuando se levantó del suelo, su vida había cambiado; nunca más concluyó una oración con ese pequeño rasgo: “pero aún no”.

Todos tenemos ciertos hábitos en nuestras vidas reconocidos como malos, pero que por diversos motivos (pereza, adicción, falta de fortaleza moral, fatiga, ira, paranoia, celotipia o presión de la familia o los amigos) somos reacios a abandonar. Sentimos nuestra mediocridad, pero nos consolamos en nuestra humanidad, sabiendo que todos (salvo los santos en toda regla) hacen frecuentemente esta advertencia: “¡Sí, Señor, pero aún no!”

Ciertamente, de hecho existe en esta oración un consuelo válido: que reconoce algo  importante en la infinita comprensión y misericordia de Dios. Dios -sospecho yo- rivaliza con nuestros fallos mejor de lo que rivalizamos nosotros con ellos, y otros rivalizan con nosotros. Con todo, como Agustín, aun cuando decimos: “mañana y mañana”, una tormenta continúa firmemente originándose en nuestro interior y, antes o después, nuestra propia mediocridad nos enfermará lo bastante para inclinarnos a decir: “¿Por qué no ahora?”

Cuando el salmista dice: “Cantad al Señor un cántico nuevo”, podríamos preguntarnos: “¿Cuál es el cántico viejo?” Es el que acaba con nosotros orando “¡Sí, Señor, pero aún no!”
Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano) -