En verdad, en verdad os digo: yo soy la puerta de las ovejas.
Domingo 4º de Pascua
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¿Qué es en realidad la desesperación? Artículo.
Pero hay sueños que no pueden ser
y hay tormentas que no podemos soslayar.
Tuve un sueño: que mi vida sería
tan diferente de este infierno que estoy viviendo,
tan diferente, ahora, de lo que parecía…
Ahora, la vida ha matado
el sueño con el que yo soñé.
Recientemente, mientras concedía una entrevista sobre el suicidio, me preguntaron si consideraba el suicidio un acto de desesperación. Respondí inequívocamente de forma negativa, al menos en la mayoría de los suicidios, y formulé esta pregunta a cambio: ¿Qué es en realidad la desesperación? ¿Qué significa desesperarse?
Desesperación viene de una palabra latina que significa “estar sin esperanza”. Los diccionarios generalmente definen “desesperarse” como un verbo que significa abandonar la esperanza o desalentarse ante una situación difícil. No tengo la menor dificultad con esa definición. Con lo que tengo dificultad y lo que opino que necesita ser radicalmente reexaminado es cómo ha sido entendido esto, tanto en nuestras iglesias como en la sociedad, esto es, como el mayor fracaso moral y religioso, el sumo pecado contra Dios y contra nosotros mismos. La desesperación ha sido entendida demasiado frecuentemente como el único pecado imperdonable, el estado absolutamente peor en el que uno puede morir. En resumen, la desesperación ha sido entendida como lo peor que una persona podría hacer.
Esto -creo yo- necesita una revisión, no sólo en términos de cómo entendemos nuestra condición humana, sino especialmente en cómo entendemos a Dios. Cuando alguien está tan maltratado en el espíritu por las circunstancias, la injusticia, la crueldad, la enfermedad, el dolor, un accidente o por el pecado de otra persona como para ser incapaz de encontrar semillas de esperanza en sí mismo, ¿es esto en realidad una elección moral? ¿Es esto un fracaso moral? ¿Es esto en realidad el peor de todos los pecados, la mayor blasfemia imperdonable? Tristemente, esa ha sido con frecuencia nuestra visión.
Existe un antiguo dicho de que Dios no nos envía más de lo que podemos soportar. Yo acepto eso. Dios nunca nos envía más de lo que podemos soportar, pero la circunstancia, el accidente, la opresión y la naturaleza lo hacen a veces insoportable. Hay una sana iconoclasia en el título del libro de Kate Bowler Everything Happens For a Reason: And Other Lies I’ve Loved (Todo sucede por una razón: Y otras mentiras que he amado). Debemos ser cuidadosos en cómo entendemos las expresiones piadosas, tales como “Dios nunca nos envía más de lo que podemos soportar”.
Los Salmos nos dicen que Dios está particularmente cercano a los afligidos en el espíritu y que Dios los salvará. Jesús convierte esto en lo central para su enseñanza y ministerio. No sólo hace que tenga un especial afecto por aquellos que están quebrantados en el espíritu; identifica su presencia con su quebrantamiento (Mt 25) y nos asegura que entrarán en el reino de los Cielos antes que los ricos, los fuertes y los poderosos. Para Jesús, los quebrantados son los pequeños especialmente queridos por Dios.
Dada esa verdad, ¿creemos en realidad que Dios enviará al infierno a alguien que muera afligido en el espíritu, aparentemente sin esperanza? ¿Creemos en realidad que Dios enviaría a Fantine al infierno? ¿Qué clase de Dios haría esto? ¿Qué clase de Dios miraría a una persona tan afligida en la vida como para perder toda esperanza y vería esto como el mayor insulto a su amor y misericordia? ¿Qué clase de Dios miraría a una persona afligida en el espíritu y lo vería como blasfemando de su condición humana? Ciertamente, no el Dios en el que Jesús nos enseñó a creer.
Lo mismo vale para la manera como necesitamos mirar esto desde la perspectiva de la comprensión y empatía humanas. ¿Qué clase de persona se fija en el quebrantamiento de otra persona y lo considera pecado y blasfemia horribles? ¿Qué clase de persona echa la culpa moral sobre alguien que por una serie de trágicas circunstancias se halla muriendo en un mar de frustración, dolor y sueños rotos? ¿Qué clase de persona vería Los Miserables y sospecharía que Fantine iba al infierno?
En el evangelio de Marcos, exactamente antes de morir en la cruz, Jesús clama: Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado? Después entrega su espíritu a su Padre. En nuestra comprensión clásica de este texto, generalmente explicamos de este modo lo que sucedió allí: Jesús fue tentado de desesperación, pero encontró la fuerza para resistir y, al contrario, en esperanza, se entregó a la misericordia de Dios. Sospecho que, al final, esto es lo que la mayoría de la gente que muere (aparentemente habiendo abandonado la esperanza) hace igualmente, esto es, afligidos en el espíritu, se entregan a lo desconocido, que es el abrazo de Dios.
Necesitamos ser mucho más comprensivos en los juicios que hacemos frente a la desesperación. ¡Hay tormentas que no podemos soslayar! Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano) -
Por una cultura de la no violencia – El Video del Papa 4 – Abril 2023
Luchando por dar a luz a la esperanza. Artículo.
En cualquier alumbramiento, una comadrona puede ser útil. Cuando un bebé nace, normalmente la cabeza activa su camino a través del canal del parto primeramente, abriendo el camino para que el cuerpo siga. Una buena comadrona puede ser muy útil en este momento, ayudando a facilitar ese paso a través del canal del parto, ayudando a asegurar que el bebé empiece a respirar y ayudando a la madre en el inmediato inicio de alimentar a esa nueva vida. Una comadrona puede significar a veces la diferencia entre la vida y la muerte, y siempre hace el parto más fácil y más garante.
La resurrección de Jesús alumbró la nueva vida a nuestro mundo y, en su infancia, esa vida tuvo que ser especialmente asistida por una comadrona, tanto en su emergencia como en las primeras respiraciones que inhaló en este mundo. La resurrección alumbró muchas cosas que debían ser asistidas; inicialmente por las mujeres a las que primero se apareció Jesús; luego por los apóstoles, que nos dejaron sus relatos presenciales de Jesús resucitado; después, por la primitiva iglesia; más tarde, por sus mártires; finalmente, por la fe vivida de incontables mujeres y hombres a lo largo de los siglos y, a veces, también por teólogos y escritores espirituales. Aún necesitamos atender por comadrona aquello que nació en la resurrección.
Y nacieron muchas cosas en ese acontecimiento; un acontecimiento tan radical como la creación original en la que dio a luz. La resurrección de Jesús fue el “día primero” por segunda vez, la segunda vez en que la luz se separó de las tinieblas. Por cierto, el mundo mide el tiempo por la resurrección. Estamos en el año 2023 después de suceder esto. (El Cristianismo nació con ocasión de este acontecimiento. Entonces empezó el tiempo nuevo. Pero los eruditos calcularon que Jesús tenía treinta y tres años cuando murió, y así añadieron treinta y tres años con el fin de empezar el tiempo nuevo con la fecha de su nacimiento).
Cosa llamativa en lo que la resurrección da a luz y que aún necesita ser asistida por comadrona es la esperanza. La resurrección alumbra a la esperanza. Las mujeres de los Evangelios que se encontraron por primera vez con Jesús resucitado fueron las primeras a quienes se les dio un verdadero motivo para la esperanza e igualmente las primeras en actuar como comadronas de ese nuevo nacimiento. Así también debemos hacerlo nosotros. Necesitamos llegar a ser comadronas de esperanza. Pero, ¿qué es la esperanza y cómo se alumbra en la resurrección?
La genuina esperanza nunca se debe confundir con las ilusiones ni con el optimismo temperamental. A diferencia de la esperanza, las ilusiones no están basadas en nada. Son puro deseo. El optimismo, por su parte, hunde sus raíces en un temperamento natural (“siempre veo el lado positivo de las cosas”) o en lo bueno o lo malo que las noticias de la noche nos dan en un día determinado. Y sabemos cómo puede cambiar eso de un día para otro. La esperanza tiene un fundamento diferente.
He aquí un ejemplo: A Pierre Teilhard de Chardin, científico profundamente lleno de fe, le desafió una vez cierto colega agnóstico después de hacer una presentación en la que intentó mostrar cómo la historia de la salvación encaja perfectamente con la visión que tiene la ciencia referente a los orígenes del universo y el proceso de la evolución. Teilhard continuó indicando, en línea con Efesios 1, 3-10, que el final de todo el proceso evolutivo será la unión de todas las cosas en una gran armonía final en Cristo. Un colega agnóstico le desafió a tal efecto: Eso que propones es un pequeño esquema maravillosamente optimista. Pero supón que destruimos el mundo con una bomba atómica. ¿Qué sucede entonces con tu optimista esquema? Teilhard respondió con estas palabras: Si destruimos el mundo con una bomba atómica, eso será un retraso, quizás de millones de años. Pero lo que propongo va a suceder, no porque yo lo desee ni porque sea optimista de que sucederá. Sucederá porque Dios lo prometió; y en la resurrección, Dios mostró que él tiene el poder de cumplir esa promesa.
Lo que experimentaron las primeras mujeres que se encontraron con Jesús resucitado fue la esperanza, la clase de esperanza que está basada en la promesa de Dios para reivindicar el bien sobre el mal y la vida sobre la muerte, sin que importen las circunstancias, sin que importe el obstáculo, sin que importe lo espantosas que podrían parecer las noticias en un determinado día, sin que importe la muerte misma y sin que importe si somos optimistas o pesimistas. Ellas fueron las primeras comadronas en ayudar a dar a luz a esa esperanza. Esa tarea es ahora nuestra. Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano) -
Derrochando la misericordia de Dios. Artículo.
Me llamó la atención porque menos de un año antes, al hacer mis exámenes finales en el seminario, uno de los sacerdotes que me examinó, me hizo esta advertencia: "Ten cuidado", me dijo, "nunca dejes que tus sentimientos se impongan a la verdad y seas demasiado blando, eso está mal. Recuerda que, por muy dura que sea, sólo la verdad libera a las personas". Un buen consejo, al parecer, para un joven sacerdote que comienza su ministerio.
Sin embargo, a medida que pasan los años en mi propio ministerio, me siento más inclinado hacia el consejo del viejo sacerdote. Tenemos que apostar más por la misericordia de Dios. Es cierto que nunca se puede ignorar la importancia de la verdad, pero debemos arriesgarnos a dejar fluir libremente la misericordia infinita, ilimitada, incondicional e inmerecida de Dios. La misericordia de Dios es tan accesible como el grifo de agua más cercano y nosotros, como Isaías, debemos proclamar una misericordia que no tiene precio: "Venid, venid sin dinero y sin méritos, venid todos, bebed gratuitamente de la misericordia de Dios".
¿Qué nos frena? ¿Por qué dudamos tanto en proclamar la misericordia inagotable, pródiga e indiscriminada de Dios?
En parte, nuestros motivos son buenos, incluso nobles. Tenemos una preocupación legítima por algunas cosas importantes: la verdad, la justicia, la ortodoxia, la moral, la forma pública adecuada, la preparación sacramental adecuada, el miedo al escándalo y la preocupación por la comunidad eclesial que debe asumir y cargar con los efectos del pecado. El amor necesita siempre ser moderado por la verdad, así como la verdad debe ser moderada por el amor. Sin embargo, a veces nuestros motivos son menos elevados y nuestras vacilaciones surgen de la timidez, el miedo, los celos y el legalismo: la justicia propia de los fariseos o los celos disimulados del hermano mayor del hijo pródigo. ¡No hay que despachar ninguna gracia barata en nuestra casa!
Sin embargo, al hacer esto, estamos equivocados, somos menos que buenos pastores, no estamos en sintonía con el Dios que Jesús proclamó. La misericordia de Dios, tal como la reveló Jesús, abarca indistintamente a los malos y a los buenos, a los que no lo merecen y a los que lo merecen, a los no iniciados y a los iniciados. Una de las intuiciones verdaderamente sorprendentes que nos dio Jesús es que la misericordia de Dios no puede no llegar a todos, porque es siempre gratuita, inmerecida, incondicional, universal en su abrazo, llegando más allá de toda religión, costumbre, rúbrica, corrección política, programa obligatorio, ideología, e incluso más allá del propio pecado.
Por nuestra parte, pues, especialmente los que somos padres, ministros, maestros, catequistas y presbíteros, debemos arriesgarnos a proclamar el carácter pródigo de la misericordia de Dios. No debemos derrochar la misericordia de Dios como si fuera nuestra, ni repartir el perdón de Dios como si fuera una propiedad privada, ni poner condiciones al amor de Dios como si fuera un tirano mezquino o una ideología política, ni impedir el acercamiento a Dios como si fuéramos los guardianes de las puertas del cielo. No lo somos. Si vinculamos la misericordia de Dios a nuestra propia valoración de las cosas, entonces la vinculamos a nuestros propios límites, heridas y prejuicios.
Es interesante observar en los evangelios cómo los apóstoles, bien intencionados por supuesto, a menudo trataban de mantener a ciertas personas alejadas de Jesús, como si no fueran dignas y fueran de alguna manera una ofensa a su santidad y perfección. En repetidas ocasiones, trataron de alejar a los niños, a las prostitutas, a los recaudadores de impuestos, a los pecadores conocidos y a los no iniciados de todo tipo, y siempre Jesús anuló sus intentos con las siguientes palabras: "¡Dejad que vengan! Quiero que vengan a mí".
Poco ha cambiado. Siempre en la iglesia, nosotros, personas bien intencionadas, con los mismos motivos que los apóstoles, seguimos intentando mantener a ciertos individuos y grupos alejados de la misericordia de Dios, tal como está disponible en la palabra, los sacramentos y la comunidad. Dios no necesita (ni quiere) nuestra protección. Jesús quería que todo tipo de personas vinieran a él entonces y quiere que vengan a él ahora. Dios quiere que todos, independientemente de la moral, la ortodoxia, la falta de preparación, la edad o la cultura, se acerquen a las aguas infinitas de la misericordia divina. Ron Rolheiser -
Luz de Pascua. Artículo.
La tierra se oscureció dos veces. Una, en la creación original, antes de que Dios crease la luz por primera vez. Pero después hubo una oscuridad aún más profunda, el Viernes Santo, entre la hora sexta y la nona, cuando estábamos crucificando a Dios y mientras Jesús, muriendo en la cruz, exclamaba: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” Oscuridad total. En respuesta a eso, Dios creó la luz más sorprendente de todas: la resurrección.
Resulta interesante fijarnos en cómo la escritura describe la creación de la luz original. La Biblia empieza con estas palabras: “En el principio, Dios creó el cielo y la tierra. Ahora bien, la tierra era un caos informe y el aliento de Dios se cernía sobre las aguas. Dijo Dios: ‘Que exista la luz’, y la luz existió”. Una combinación del aliento de Dios y las palabras de Dios produjo la primera luz. Los antiguos identificaban mucho la presencia de Dios con la luz. Para ellos, Dios era la antítesis de toda oscuridad y, verdaderamente, el símbolo de la fidelidad de Dios fue el arcoíris, o sea, la luz refractada, la luz abierta para revelar su espectacular belleza interior.
¡Pero se oscureció una segunda vez! Los Evangelios nos dicen que, mientras Jesús pendía de la cruz, aunque era mediodía, la oscuridad cubrió la tierra entera durante tres horas. No sabemos con exactitud lo que ocurrió aquí históricamente. ¿Estuvo la tierra entera sumida en tinieblas? Quizás. Después de todo, la tierra estaba crucificando a Dios, ¡y Dios es la luz! Al margen de lo literalmente que tomemos esto o no, lo que sucedió el Viernes Santo desencadenó una clase diferente de oscuridad, una oscuridad moral: la oscuridad de la impiedad, el odio, la paranoia, el temor, la religión descarriada, la crueldad, la idolatría, la ideología y la violencia. Esta es la oscuridad más cegadora de todas.
¿Cuál fue la respuesta de Dios? La respuesta de Dios a las tinieblas del Viernes Santo fue decir por segunda vez ¡Que exista la luz! La resurrección de Jesús es esa nueva luz, una que al final del día eclipsa todas las demás luces.
Resulta interesante comparar cómo la escritura describe a Dios creando la nueva luz de la resurrección con la manera como Dios creó la luz original en los orígenes de la creación. El Evangelio de Juan tiene un maravilloso pasaje revelador que describe la primera aparición de Jesús a toda la comunidad después de su resurrección. Nos dice que, al anochecer del Domingo de Pascua, los discípulos (que representaban aquí a la iglesia) estaban reunidos en una habitación con las puertas cerradas por temor. Jesús se les presenta, atravesando sus puertas cerradas a cal y canto, se planta en medio de su confuso y temeroso círculo y les dice: “¡Paz a vosotros!” Y dicho esto, sopla sobre ellos y dice: “Recibid el Espíritu Santo”.
Observad los paralelos con la historia original de la creación. Para el escritor del Evangelio de Juan, este refugiarse con temor detrás de las puertas cerradas es la oscuridad del Viernes Santo, un caos informe moral. Y Jesús trae la luz a esa oscuridad del mismo modo que la luz fue traída a la creación original, por medio de la palabra de Dios y del aliento de Dios. Las palabras de Jesús “¡Paz a vosotros!” son la manera de decir Jesús resucitado “¡Que exista la luz!”. Entonces, exactamente como en la creación original el soplo de Dios empieza a ordenar el caos físico, el soplo de Jesús -el Espíritu Santo- empieza a ordenar el caos moral, transformando continuamente la oscuridad en luz: el odio en amor, la amargura en dulzura, el temor en confianza, la falsa religión en culto verdadero, la ideología en verdad y la venganza en perdón.
La radiante nueva luz que trae Jesús a nuestro mundo en la resurrección es también una de las cosas a las que nuestro credo cristiano alude en su sorprendente frase de que, en la oscuridad del Viernes Santo, Jesús “descendió a los infiernos”. ¿Qué se quiere decir con eso? ¿A qué infiernos descendió? Sencillamente dicho, la nueva luz de la resurrección (a diferencia de la luz natural, que puede ser bloqueada) puede atravesar cualquier puerta cerrada, cualquier entrada bloqueada, cualquier celda impenetrable, cualquier círculo de odio, cualquier depresión suicida, cualquier ira paralizante, cualquier clase de tiniebla del alma e incluso atravesar el pecado mismo y exhalar la paz. Esta luz puede penetrar el infierno mismo.
El Viernes Santo fue malo mucho antes de ser bueno. Crucificamos a Dios y hundimos el mundo en las tinieblas a mediodía. Pero Dios creó la luz por segunda vez, una luz que no puede ser extinguida ni aun si crucificamos a Dios; ¡y, en realidad, nunca hemos dejado de hacer eso! El Viernes Santo aún acontece cada día. Pero, más allá de las ilusiones y el natural optimismo, vivimos con esperanza porque ahora que conocemos la respuesta de Dios para cualquier oscuridad moral, Dios puede generar resurrección, la creación de la nueva luz, la vida más allá de la muerte.
La renombrada mística Juliana de Norwich acuñó la famosa frase: Al final, todo estará bien, y todo estará bien y toda manera de ser estará bien. A lo cual Oscar Wilde añadió: Y si no está bien, entonces es que aún no ha llegado el fin. La resurrección de Jesús ha traído una nueva luz al mundo, una que, contra todo calculador, clama que la luz aún triunfa sobre las tinieblas, el amor sobre el odio, el orden sobre el caos y el cielo sobre el infierno. Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano) -
Él había de resucitar de entre los muertos.
Domingo de Resurreción
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Mañana de la Resurrección. Ven a descubrir el sepulcro vacío de Cristo.
En el brillo de los ojos bien abiertos de San Pedro y en la intensa mirada de San Juan hay una mezcla de ansiedad y esperanza, parecida a la de un padre o a la de los abuelos aguardando las noticias de un nacimiento inminente. Están a punto descubrir una nueva vida, pero les envuelve la incertidumbre porque es un misterio que transciende la comprensión humana.
En el movimiento y en la inmediatez de la escena se escucha el eco del mensaje que María Magdalena les ha transmitido minutos antes. Casi se puede apreciar su voz en la distancia. Y así, en cierto modo, está ella también en el cuadro.
San Juan, dice el Evangelio, corría más deprisa y llegó primero y, agachándose, "vio los lienzos tirados, pero no entró". Esperó a que llegara Simón Pedro, y que entrara primero, para hacerlo él después. El amor es ágil, vuela, le hace correr más rápido. Pero ese mismo amor le lleva a dar preferencia a aquél a quien el Señor había elegido como su sucesor y cabeza de la Iglesia. Un pequeño detalle, pero elocuente, que muestra el espíritu jerárquico de la Iglesia.
Eugène Burnard, pintor suizo de gran mérito, pero poco conocido, ha plasmado con dinamismo casi cinematográfico la prisa que les embarga: los cuerpos están inclinados hacia adelante, en actitud casi de carrera, y los cabellos y túnicas ondulan al viento. San Juan con las manos en actitud de oración y San Pedro sobre el pecho. Corren hacia el lugar donde se produjo el acontecimiento que cambió para siempre la Historia de la Humanidad.
Te invito a ti, ahora, a perderte en la mirada de estos discípulos y descubrir con ellos el sepulcro vacío de Cristo. Deja vagar por unos instantes tu pensamiento y, si quieres, haz que permanezca en el tiempo... Fuentes: Oratorio de San Antonio / "Mañana de la Resurrección" Eugène Burnand, 1898. Museo d'Orsay (París)
Sábado Santo. Día de silencio, meditación, oración y esperanza,
Es el día del silencio: la comunidad cristiana vela junto al sepulcro. Callan las campanas y los instrumentos. Se ensaya el aleluya, pero en voz baja. Es día para profundizar. Para contemplar. El altar está despojado. El sagrario, abierto y vacío.
La Cruz sigue entronizada desde ayer. Central, iluminada, con un paño rojo, con un laurel de victoria. Dios ha muerto. Ha querido vencer con su propio dolor el mal de la humanidad.
Es el día de la ausencia. El Esposo nos ha sido arrebatado. Día de dolor, de reposo, de esperanza, de soledad. El mismo Cristo está callado. Él, que es el Verbo, la Palabra, está callado. Después de su último grito de la cruz "¿por qué me has abandonado"?- ahora él calla en el sepulcro. Descansa: "consummatum est", "todo se ha cumplido".
Pero este silencio se puede llamar plenitud de la palabra. El anonadamiento, es elocuente. "Fulget crucis mysterium": "resplandece el misterio de la Cruz."
El Sábado es el día en que experimentamos el vacío. Si la fe, ungida de esperanza, no viera el horizonte último de esta realidad, caeríamos en el desaliento: "nosotros esperábamos... ", decían los discípulos de Emaús.
Es un día de meditación y silencio. Algo parecido a la escena que nos describe el libro de Job, cuando los amigos que fueron a visitarlo, al ver su estado, se quedaron mudos, atónitos ante su inmenso dolor: "se sentaron en el suelo junto a él, durante siete días y siete noches. Y ninguno le dijo una palabra, porque veían que el dolor era muy grande"(Job. 2, 13).
Eso sí, no es un día vacío en el que "no pasa nada". Ni un duplicado del Viernes. La gran lección es ésta: Cristo está en el sepulcro, ha bajado al lugar de los muertos, a lo más profundo a donde puede bajar una persona. Y junto a Él, como su Madre María, está la Iglesia, la esposa. Callada, como él.
El Sábado está en el corazón mismo del Triduo Pascual. Entre la muerte del Viernes y la resurrección del Domingo nos detenemos en el sepulcro. Un día puente, pero con personalidad. Son tres aspectos - no tanto momentos cronológicos - de un mismo y único misterio, el misterio de la Pascua de Jesús: muerto, sepultado, resucitado:
"...se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo...se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, es decir conociese el estado de muerte, el estado de separación entre su alma y su cuerpo, durante el tiempo comprendido entre el momento en que Él expiró en la cruz y el momento en que resucitó. Este estado de Cristo muerto es el misterio del sepulcro y del descenso a los infiernos. Es el misterio del Sábado Santo en el que Cristo depositado en la tumba manifiesta el gran reposo sabático de Dios después de realizar la salvación de los hombres, que establece en la paz al universo entero". Fuente: aciprensa