San Alfonso Rodríguez, padre de familia, jesuita y portero.

San Alonso nació en Segovia (España) en 1533. Al quedarse viudo, el santo solicitó a los padres jesuitas que lo aceptaran en su comunidad, pero no fue admitido debido a que ya bordeaba los 40 años de edad, y tampoco tenía estudios en las ciencias y las humanidades. Sin embargo, el superior cambió de parecer, y lo aceptó como hermano lego, y sería ésta la profesión que lo llevaría a la santidad.

Los superiores lo enviaron a la isla de Mallorca como portero del colegio de los jesuitas de Montesión, y de todos los amigos que San Alonso tuvo mientras fue portero, el más santo e importante de todos fue San Pedro Claver. Este gran apóstol vivió tres años con San Alonso en aquella casa, y una noche, por revelación divina, San Alonso supo que su amigo estaría destinado a la evangelización en Sudamérica. Al poco tiempo, San Pedro Claver viajó a Colombia, donde bautizó a más de 300,000 esclavos negros en Cartagena, además de protegerlos y velar por ellos.

El santo portero también sufrió terribles ataques en su cuerpo; de vez en cuando, por ejemplo, sufría de sequedades tan espantosas en la oración; pero San Alonso poseyó el don de la curación.

El 29 de octubre de 1617 sintiéndose sumamente lleno de dolores y de angustias, al recibir la Sagrada Comunión, inmediatamente se llenó de paz y de alegría, y quedó como en éxtasis. Dos días estuvo casi sin sentido y el 31 de octubre despertó, besó con toda emoción su crucifijo y diciendo en alta voz: "Jesús, Jesús, Jesús", expiró.

Fue declarado Venerable en 1626. En 1633 fue nombrado Santo Patrono de Mallorca. Fue beatificado en 1825. Su canonización tuvo lugar el 6 septiembre de 1888. Sus reliquias se encuentran en Mallorca. Fuente

Permiso para estar triste. Artículo.

Dejad que el predicador diga: “¡Tenéis permiso para estar tristes”.

En el libro Cuando el camarero apaga las luces, Ron Evans escribe:

“Hay una frase con la que me topé casualmente en los pensamientos de un predicador: Un domingo por la mañana, muchas de las personas que se sientan frente a ti son los heridos que caminan, y es menester que les des permiso para estar tristes. En un mundo obsesionado con la felicidad, donde ser famoso es todo lo que importa, dejad al predicador que diga: ‘Tenéis permiso para estar tristes’. Y en un mundo donde la ancianidad viene a ser los años dorados, donde todos problemas pueden solucionarse y todas enfermedades curadas, dejad que el predicador  diga: ‘Tenéis permiso para estar tristes’. En un mundo preocupado con prolongar la vida, donde la muerte es una palabra prohibida, dejad que el predicador diga: ‘Tenéis permiso para morir’. Y dejad que el predicador diga: ‘Tenéis permiso para vivir en recuerdos de género solitario’ ”.

Hoy, ni nuestra cultura ni nuestras iglesias nos dan el permiso preciso para estar tristes. Ocasionalmente, sí, cuando un ser querido muere o nos sucede alguna tragedia particular, nos permiten estar tristes, abatidos,  llorosos, no optimistas. Pero hay en nuestras vidas otras muchas ocasiones y circunstancias en las que nuestras almas están legítimamente tristes, y nuestra cultura, iglesias y egos no nos dan el permiso que necesitamos para sentir lo que de hecho estamos experimentando: tristeza. Cuando ese caso se da, y se da con frecuencia, podemos tanto negar cómo nos sentimos y sufrir las mociones de ser optimistas, como ceder a nuestra tristeza, pero sólo al precio de sentir que hay algo malo en nosotros, que no tendríamos que sentirnos de esa manera. Ambos son malos.

La tristeza es una parte inevitable de la vida, no algo negativo en sí misma. En la tristeza, hay un grito al que con frecuencia somos sordos. En la tristeza, nuestra alma tiene  su ocasión de hablar, y su voz nos dice que una cierta frustración, pérdida, muerte, insuficiencia, negligencia moral, o circunstancia o época particular de nuestras vidas es real, amarga e inalterable. La aceptación es nuestra única opción, y la tristeza es su precio. Cuando esa voz no es escuchada, nuestra salud y sensatez se sienten tensas.

Por ejemplo, en un libro particularmente desafiante (poco maduro), El suicidio y el alma, el último James Hillman indica que a veces lo que sucede en un suicidio es que el alma está tan frustrada y herida que mata al cuerpo. Por razones demasiado complejas y muchas por saber, esa alma no pudo hacerse oír y nunca se le dio permiso para sentir lo que de hecho estaba experimentando. En grado extremo, esto puede matar al cuerpo.

Vemos esto de un modo menos extremo (aunque igualmente mortal) en el fenómeno de la anorexia entre las jóvenes. Se da una irresistible presión desde la cultura (con frecuencia unida al actual acoso que hay en las redes sociales) por tener un cuerpo perfecto. Tristemente, la naturaleza no proporciona muchos de ellos. Así pues, esas jóvenes necesitan permiso para aceptar las limitaciones de sus propios cuerpos y estar de acuerdo con la tristeza que viene con eso. Por desgracia, no está sucediendo esto, al menos no suficientemente; y así, en vez de aceptar la tristeza de no poseer el cuerpo que desean, estas jóvenes son obligadas (no importa el coste) a intentar lograr la talla. Y vemos sus perniciosos efectos.

Los psicoterapeutas, que hacen su trabajo de sueños con los clientes, nos dicen que, cuando tenemos malos sueños, la razón es frecuentemente que nuestra alma está irritada con nosotros. Ya que no puede hacerse oír durante el día, se hace oír por la noche, cuando somos incapaces de ahogarla.

Hay muchas razones legítimas para estar tristes. Algunos de nosotros nacemos con “almas viejas”, poetas, hipersensibles a lo patético de la vida. Algunos de nosotros sufrimos de mala salud física; otros, de frágil salud mental. Algunos de nosotros nunca hemos sido suficientemente amados y honrados por quienes somos; otros hemos tenido nuestro corazón roto por infidelidad y traición. Algunos de nosotros hemos tenido nuestras vidas irrevocablemente desgarradas por abuso, violación y violencia; otros, estamos simplemente desesperados, somos románticos frustrados con sueños perpetuamente machacados, atormentados en nostalgia. Además, todos nosotros tendremos nuestra propia participación en la pérdida de seres queridos, en caídas de toda clase y malas temporadas que ponen a prueba el corazón.  Hay millares de legítimas razones para estar tristes.

Esto necesita honrarse en nuestras Eucaristías y en otros encuentros de la iglesia. La iglesia no es solo un lugar para celebraciones gozosas. Se supone también que  es un lugar seguro donde podemos abatirnos. La liturgia también debe darnos permiso para estar tristes.

Una vez, D. H. Lawrence escribió estas famosas frases:  

  • El sentimiento que no tengo no lo poseo.
  • Los sentimientos que no tengo no diré que los poseo.
  • El sentimiento que dices tener no lo posees.
  • Los sentimientos que te gustaría que ambos tuviéramos ninguno de nosotros los posee.

Necesitamos ser leales a nuestras almas siendo leales a sus sentimientos. Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - 

DOMUND, DOMINGO MUNDIAL DE LAS MISIONES. 24 de octubre 2021.

El Domund es una Jornada universal que se celebra cada año en todo el mundo, el penúltimo domingo de octubre, para apoyar a los misioneros en su labor evangelizadora, desarrollada entre los más pobres.

El Domund es una llamada a la responsabilidad de todos los cristianos en la evangelización. Es el día en que la Iglesia lanza una especial invitación a amar y apoyar la causa misionera, ayudando a los misioneros.

Los misioneros dan a conocer a todos el mensaje de Jesús, especialmente en aquellos lugares del mundo donde el Evangelio está en sus comienzos y la Iglesia aún no está asentada: Los territorios de misión


La actividad pastoral, asistencial y misionera de los territorios de misión depende de los donativos del Domund. Este día es una llamada a la colaboración económica de los fieles de todo el mundo.

Las necesidades en la misión son muchas. Mediante el Domund, la Iglesia trata de cubrir esas carencias y ayudar a los más desfavorecidos a través de los misioneros, con proyectos pastorales, sociales y educativos. Así, se construyen iglesias y capillas; se compran vehículos para la pastoral; se forman catequistas; se sostienen diócesis y comunidades religiosas; se mantienen hospitales, residencias de ancianos, orfanatos y comedores para personas necesitadas en todo el mundo.

En los territorios de misión la Iglesia sostiene casi 27.000 instituciones sociales, que representan el 24% de las de la Iglesia universal, y más de 119.000 instituciones educativas, que representa el 54,86 % del total de centros educativos que atiende la Iglesia en todo el mundo.

Todos estos proyectos son financiados con los donativos recogidos en el Domund. Las misiones siguen necesitando ayuda económica, y por eso es tan necesaria la colaboración de todos. Fuente: https://omp.es/jornada-domund-domund/

Imágenes de la celebración: "Un millón de niños rezan el Rosario"

Con motivo del día UN MILLÓN DE NIÑOS REZAN EL ROSARIO, los niños de la catequesis estaban convocados a rezar el Rosario el lunes, día 18, a las 6 de la tarde en la capilla penitencia. 

A pesar del día y la y hora, un buen grupo de niños respondió a esta llamada pidiendo con fe y con alegría a la Virgen, por medio del rezo del Rosario, que la PAZ  y la UNIDAD reinen en el corazón de cada uno, en las familias y en toda la tierra.

Fotos

Inmigración : antes y ahora. Artículo.

En el verano de 1854, el presidente de Estados Unidos, Franklin Pierce, envió a Isaac Stevens para ser gobernador del territorio de Washington, una superficie de tierra controlada por el gobierno federal. El gobernador Stevens convocó a un encuentro de jefes nativos para tratar de la tensión entre el gobierno de Estados Unidos y los nativos. Una de las tribus, los Yakima, estaba rebelada obstinadamente, acaudillada por su jefe,   Kamiakin. Los Misioneros de María Inmaculada (la congregación religiosa a la que yo pertenezco) estaban trabajando con los pueblos Yakima. Su jefe, Kamiakin, se dirigió a uno de nuestros sacerdotes oblatos, Charles Pandosy, en espera de consejo, y le preguntó cuántos europeos había y cuándo dejarían de venir. Tristemente, el consejo que le dio Pandosy no fue de ningún consuelo para el jefe. En una carta enviada a nuestro fundador en Francia, san Eugenio de Mazenod, Pandosy resumió su conversación con el jefe de los Yakima. Dijo a Kamiakin: “Es lo que me temía. Los blancos ocuparán tu país como han ocupado otros países de los indios. Vine de la tierra del hombre blanco muy al este, donde la gente es más basta que la hierba de las colinas. Ahora sólo hay unos pocos aquí, pero otros vendrán cada año hasta que vuestro país quedará invadido con ellos. Así ha sido con otras tribus; así será con vosotros. Puede ser que luchéis y pospongáis durante un tiempo esta invasión, pero no podéis impedirla. He vivido muchos veranos con vosotros y bautizado en la fe a un gran número de vuestra gente. He aprendido a amaros.  No puedo aconsejaros ni ayudaros. Ojalá pudiera”. (Cita de Kay Cronin, Cruz en el desierto, Mission Press, Toronto, c1960, p. 35).

Ciento setenta años después, la situación es la misma, si bien los actores son diferentes. En 1854, los europeos venían a Estados Unidos por infinidad de razones. Algunos escapaban de la pobreza; otros, de la persecución; otros no veían ningún futuro para sí en su país; otros buscaban libertad religiosa; y otros emigraban porque veían enormes posibilidades aquí en referencia a carrera y fortuna. Pero este era el problema. Había ya gente que vivía aquí, y estos pueblos indígenas resistieron y se resintieron con los recién llegados, sintiendo su llegada como una amenaza, una injusticia y una ocupación de su país. Aun antes de que se dieran total cuenta de cuánta gente aterrizaba en sus costas, los pueblos indígenas ya habían intuido lo que esto supondría: la conclusión de su modo de vivir.

¿Algo de esto suena extrañamente familiar? Recuerdo un comentario que leí hace varios años en las páginas deportivas y que revelaba mucho. Un jugador de béisbol que estaba en la ciudad de New York para jugar contra los Yankees contó cómo, yendo al estadio en el metro, se quedó atónito por lo que vio y oyó: Había gente de diferentes colores, hablando diferentes lenguas, y me pregunté: ¿Quién permite a toda esta gente entrar en nuestro país? Ese pudo haber sido el jefe Kamaikin del pueblo Yakima, hace ciento setenta años. Hoy nuestras fronteras están  en todas partes repletas de gente que trata de entrar en nuestros países occidentales y están huyendo de sus lugares de origen por las mismas razones por las que lo hicieron los primeros europeos que vinieron a América. La mayoría está huyendo de la persecución o de un desesperado futuro que amenaza a ellos en sus propios países, aunque otros están buscando una mejor carrera y fortuna. Y, como los pueblos indígenas, nosotros que ahora vivimos aquí tenemos los mismos asuntos que tenía el jefe Kamaikin hace ciento setenta años. ¿Cuándo acabará esto? ¿Cuánta de esa gente hay? ¿Qué significará esto para nuestro modo de vivir, para nuestra etnia, nuestra lengua, nuestra cultura, nuestra religión?

Cualesquiera que sean nuestros sentimientos personales sobre esto, la respuesta a esas preguntas no puede ser muy diferente de la respuesta que el P. Pandosy dio al jefe Kamaikin hace todos esos años. No va a cesar, porque no puede. ¿Por qué no?

La globalización es inevitable porque la tierra es redonda, no infinita. Antes o después, no tenemos otra opción que encontrarnos, aceptarnos y lograr la manera de compartir el espacio y la vida unos con otros. Porque la tierra es redonda, su espacio y recursos son limitados, no infinitos. Además, hay millones de personas que no pueden vivir donde están viviendo actualmente. Harán lo que deban por ellos mismos y sus familias. Lo que está ocurriendo no puede ser frenado. En palabras del P. Pandosy, puede que tratemos de luchar y demorar esta invasión durante un tiempo, pero no podemos impedirlo.

Hoy, nosotros, antiguos inmigrantes nosotros mismos, estamos  empezando (al menos un poco) a entender lo que los pueblos indígenas debieron de haber sentido cuando nos presentamos, no invitados, en sus costas. Ahora nos toca a nosotros conocer lo que se siente cuando un país que consideramos nuestro está llenándose progresivamente con gente que es diferente de nosotros en etnia, lengua, cultura, religión y modo de vida. Lo que se siembra se recoge. Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Photo by Mika Baumeister on Unsplash

“Si un millón de niños rezara el rosario, el mundo cambiaría”. Padre Pío Pietrelcina. Lunes 18 de octubre.

“Si un millón de niños rezara el rosario, el mundo cambiaría”. Padre Pío Pietrelcina.

Queridos niños y queridos padres:

Damos gracias a Dios por formar parte de la Familia de Jesús. 
Quizá os sorprendéis por esta iniciativa. Se os ofrece para quien quiera y pueda. 
Es bueno crecer junto a Jesús y su madre y nuestra madre la Virgen María.
La Virgen nos espera el próximo lunes, día 18, a las 6  de la tarde, en la capilla penitencial.
 Si no pueden estar tus padres, estará el P. Sotillo y con muchos catequistas. Invita a otros niños. Que Jesús por medio de Virgen bendiga cada familia.
P. Sotillo, cmf.




Cada 18 de octubre, Ayuda a la Iglesia Necesitada, desde los 23 países donde está presente, convoca a todos los niños del mundo a rezar el rosario por la paz y la unidad en toda la tierra. 

Un año más invitamos a padres, abuelos, tíos, padrinos, catequistas y profesores a promover entre pequeños y jóvenes, esta campaña preciosa, convencidos del gran poder de la oración y más aún si son niños los que rezan.

El Señor nos anima a rezar, a confiar en Él y a apoyarnos en Su Madre, ¡nuestra Madre! Busquemos c
obijo bajo su manto y
recemos el rosario, como Ella nos ha pedido en tantas ocasiones. Supliquemos a María que la unidad y la paz reinen en el corazón de cada uno.

“Si un millón de niños rezara el rosario, el mundo cambiaría”. ¡Ahora más que nunca, este 18 de octubre, entre todos tenemos que lograrlo! Fuente: ayudaalaiglesianecesitada.org 

¿Tenemos ángeles de la guarda? Artículo.

De niño, me enseñaron que tenía un ángel de la guarda, un verdadero ángel dado por Dios para acompañarme por todas partes y protegerme de todo peligro. Recuerdo una estampa piadosa que me dio mi madre y que mostraba a un niño pequeño jugando peligrosamente junto al borde de un acantilado y a un ángel protegiéndolo allí. La mayoría de los católicos romanos de mi generación -supongo yo- recuerda una piadosa oración que rezábamos todos los días pidiendo la guía y protección de nuestro ángel custodio: Ángel de mi guarda, dulce compañía…

¿Qué hay que decir de los ángeles de la guarda? ¿Existen verdaderamente tales espíritus personificados o son los ángeles de la guarda simplemente criaturas de nuestra imaginación creadas para favorecer el desarrollo religioso de los niños? ¿Somos ya mayores para creer en ellos?

Seamos o no mayores para esa creencia, el hecho es que hoy, en su mayoría, la hemos abandonado. La mayor parte de los adultos, en todas denominaciones cristianas, o ven la existencia de los ángeles de la guarda como piadosa fantasía o son simplemente indiferentes a la idea.

¿Debemos aún creer en los ángeles custodios? En caso de que sí, ¿en qué exactamente debemos creer? ¿Son los ángeles verdaderos seres personificados, o son simplemente otra palabra para significar la presencia de Dios en nuestras vidas?

Los eruditos en la escritura no nos dan una respuesta definitiva sino más bien sugieren que la cuestión puede ser respondida de una manera u otra. En la escritura, la palabra ‘ángel’ podría estar haciendo referencia a un verdadero espíritu personificado, o podría estar haciendo referencia a una  especial presencia de Dios en alguna situación. La tradición de la Iglesia afirma más fuertemente que los ángeles son reales. Aquí, los ángeles tienen una rica historia y, para la mayor parte, son tenidos como verdaderas personas (aun siendo espíritus). La iconografía y música cristiana abundan en ángeles, y la Iglesia Católica Romana celebra con categoría litúrgica de fiesta a los ángeles y ángeles custodios. El cuarto Concilio de Letrán (que tuvo lugar en 1215, mucho antes de la Reforma Protestante) aseguró que la creencia de los ángeles de la guarda está implícita en la escritura. El Catecismo de la Iglesia Católica afirma que “desde la infancia hasta la muerte, la vida humana está envuelta por su [de ángeles custodios] cuidado e intercesión. Junto a cada creyente, se halla un ángel como protector y pastor que lo conduce a la vida.”

¿En qué situación nos deja eso? Divididos. Los cristianos conservadores generalmente afirman la existencia de los ángeles como una enseñanza dogmática. Los ángeles son reales. Los cristianos liberales tienden a dudar de eso o al menos son agnósticos al respecto. Para ellos, ‘ángel’ más verosímilmente se refiere a una especial presencia de Dios. Por ejemplo, toman la declaración de los evangelios donde el evangelista nos dice que mientras Jesús estaba orando “un ángel vino y lo confortó”, para significar que fue la gracia de Dios que vino y lo fortaleció.

¿Quién está en lo cierto? Tal vez no importe, dado que la realidad es idéntica en ambos casos. Dios nos ofrece revelación, guía, protección y fuerza, y lo hace de maneras “angelicales”, que están por encima de nuestras normales conceptualizaciones.

Quienes creen que los ángeles son reales tienen razones poderosas. Incluso si miramos sólo a los orígenes y dimensiones de la creación física (cualquier versión científica de esto a la que te suscribas) el misterio empequeñece inmediatamente nuestras capacidades imaginativas. ¡Es demasiado ingente para comprenderlo! Nosotros sabemos ahora que hay miles de millones de universos (no sólo planetas) y ahora sabemos que nuestro  planeta tierra, y nosotros en este planeta, somos las partículas más insignificantes en la impensable magnitud de la creación de Dios. Si esto es verdad, y lo es, entonces difícilmente es este el momento de ser escépticos sobre el alcance de la creación de Dios, creyendo que nosotros, humanos, somos el centro y que no puede haber realidades personificadas por encima de nuestra carne y sangre. Tal razonamiento es estrecho, tanto desde el punto de vista de la fe como desde la prespectiva de la ciencia misma.

A pesar de todo, el agnosticismo de los que ponen en duda la existencia de los ángeles es, al fin y al cabo, benigno. Cuando la escritura nos dice que el ángel Gabriel se apareció a María para anunciar la concepción de un hijo y cuando nos dice que después Jesús quedó exhausto con el combate en Getsemaní, un ángel vino y lo cconfortó, sin importar si esto ocurrió por mediación de un espíritu personificado o por alguna otra mediación de la presencia de Dios. De cualquier manera, fue real. De cualquier manera, fue una real y particularizada entrada de Dios en la vida de alguien.

Así pues, ¿tenemos ángeles custodios? En el nacimiento o en el bautismo, ¿nos asigna Dios un particular ángel que nos acompañe a lo largo de nuestras vidas, dándonos guía y protección celestial e invisible?

Sí, tenemos un ángel de la guarda, al margen de cómo podamos imaginar o concebir esto. Dios es más íntimo a nosotros que nosotros mismos, y el solícito amor, guía y protección de Dios está con nosotros siempre. Al final del día, importa poco si esto viene por un particular espíritu personificado (que tiene un nombre en el cielo) o si viene simplemente por la amorosa omnipresencia de Dios.

La presencia de Dios es real; y nosotros nunca estamos solos, sin el amor, guía y protección de Dios. Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - 

¿Qué se halla finalmente en el centro de nuestra atención? Artículo.

En la novela de Walker Percy Amor en las ruinas (1971), su protagonista es un psiquiatra llamado Tom More. More es un católico romano que ya no practica su fe, aunque todavía cree. Así es como describe su situación: “Creo en Dios y todo lo que eso conlleva, pero las mujeres son lo que más amo, después la música y la ciencia, lo siguiente el whisky, a Dios en cuarto lugar, y a mi prójimo apenas nada. … Aun así, todavía creo”.

Irónicamente, quizás fueron personas como él, pecadores que aún creían, los más atraídos por Jesús en los evangelios.

Leyendo la lista de More, lo que aprecia y en qué orden, recuerdo una conferencia sobre el tema de la secularidad y el evangelio, a la que asistí una vez. Uno de los oradores principales, una renombrada trabajadora social, hizo un comentario en este sentido: Trabajo en las calles con los pobres y lo hago porque soy cristiana. Pero puedo trabajar en las calles durante años sin mencionar nunca el nombre de Cristo, porque creo que Dios es lo bastante maduro como para no reclamar ser en todo tiempo el centro de nuestra atención consciente.

Como podéis adivinar, su afirmación encendió cierto debate. Naturalmente. ¿Reclama Dios ser en todo tiempo el centro de nuestra atención consciente? ¿Está bien concentrarse habitualmente en otra parte? Si, afectivamente, amamos de hecho a muchas otras personas y cosas antes que a Dios, ¿es esto una traición de nuestra fe?

No hay respuestas simples a estas preguntas, porque reclaman un equilibrio muy fino entre las exigencias del Primer Mandamiento y una teología total de Dios. Como enseña el Primer Mandamiento, Dios es lo principal, siempre. De esto nunca se puede hacer caso omiso; pero también sabemos que Dios es sabio y digno de confianza. En consecuencia, podemos deducir con seguridad que Dios no nos hizo de una determinada manera y después exige que vivamos de una manera enteramente diferente; esto es, Dios no nos hizo con poderosas tendencias que instintiva y habitualmente nos centran en las cosas de este mundo y después nos exige que le otorguemos el centro de atención todo el tiempo. Eso resultaría ser un mal padre.

Los buenos padres aman a sus hijos, intentan darles suficiente orientación y después los dejan libres para que se centren en sus propias vidas. No exigen ser el centro de las vidas de sus hijos; sólo piden que sus hijos permanezcan fieles a las características y valores de la familia, incluso cuando aún los quieren que vuelvan a casa regularmente y no se olviden de su familia.

Esta dinámica es un poco más compleja en un matrimonio. Los esposos con un amor  maduro entre sí ya no exigen ser todo el tiempo el centro de la atención consciente del otro. Esto casi nunca es un problema. El problema surge más cuando uno de los cónyuges ya no es el centro afectivo para el otro, cuando, a nivel de atracción y enfoque emocional, algún otro lo ha desplazado. Esto puede ser emocionalmente doloroso y, aun así, en el contexto del amor maduro, no debería amenazar el matrimonio. Nuestras emociones son como animales salvajes, que vagan donde quieren, pero no son el verdadero indicador del amor y la fidelidad. Conozco a un hombre, escritor, que ha sido amorosa y escrupulosamente fiel a su esposa durante más de cuarenta años, el cual, como él mismo reconoce, se enamora cada dos días de diferente persona. Esto no ha amenazado su matrimonio. De acuerdo, pero, a no ser por una fuerte espiritualidad y moralidad, podría suceder.

Los mismos principios valen para nuestra relación con Dios. Primero, Dios nos dio una naturaleza que es afectivamente salvaje y promiscua. Dios espera que seamos responsables del modo como obramos en esa naturaleza; pero, dada la manera como estamos hechos, el Primer Mandamiento puede que no sea interpretado de tal manera que debamos sentirnos culpables cuando Dios no es consciente o afectivamente el número uno en nuestras vidas.

Después, como buen padre, Dios no exige ser todo el tiempo el centro de nuestra atención consciente. Dios no se contraría cuando nuestro centro está sobre nuestras propias vidas, con tal de que permanezcamos fieles y no dejemos culpablemente de dar a Dios ese centro cuando es pedido.

Igualmente, Dios es un buen cónyuge que sabe que a veces, dada nuestra innata promiscuidad, nuestros afectos estarán momentáneamente cautivados por un centro diferente. Como buen cónyuge, lo que Dios pide es fidelidad.

Por fin, más profundamente, aún está la cuestión de aquello con lo que finalmente estamos cautivados y anhelando cuando nuestro centro está en otras cosas más bien que en Dios. Incluso en eso, es que buscamos a Dios.

Hay veces en que somos llamados a hacer a Dios el centro consciente de nuestra atención; el amor y la fe exigen esto. Sin embargo, habrá momentos en que, afectiva y conscientemente, Dios ocupará el cuarto lugar en nuestras vidas; y Dios es lo suficientemente maduro y comprensivo para vivir con eso. Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) -  Ciudad Redonda.org