Santos para una nueva situación

Hoy, en todos los círculos de la iglesia oyes un lamento: Nuestras iglesias se están vaciando. Hemos perdido a nuestra juventud. Esta generación ya no conoce ni entiende el lenguaje teológico clásico. Necesitamos anunciar a Jesús de nuevo, como si fuera por primera vez, pero ¿cómo? La iglesia se está quedando para siempre marginada.
Esa es hoy la situación en casi todas partes del mundo secularizado. ¿Por  qué está sucediendo esto? ¿La fe como proyecto gastado? ¿La adolescente grandiosidad de la secularidad ante el padre que la dio a luz, el Judeo-Cristianismo? ¿El “yo amortiguado” que describe Charles Taylor? ¿Las riquezas? ¿O es el problema principalmente con las iglesias mismas? ¿El abuso sexual? ¿El encubrimiento? ¿Las liturgias pobres? ¿La predicación  deficiente? ¿Las iglesias demasiado liberales? ¿Las iglesias demasiado conservadoras?
Sospecho que es alguna combinación de todos ellos, pero escojo aquí un problema que destacar: las riquezas. Jesús nos dijo que le es difícil (imposible, dice él) a un rico entrar en el reino de los cielos. Sin duda, eso es una gran parte de nuestra lucha presente. Tenemos buena disposición para ser cristianos cuando somos pobres, menos instruidos y al margen de la sociedad imperante. Hemos tenido siglos de práctica en esto. En lo que no hemos tenido ninguna práctica y no somos nada buenos es en cómo ser cristianos cuando somos ricos, sofisticados y constituimos la principal corriente cultural.
Así, sugiero que lo que necesitamos hoy no es tanto un nuevo acercamiento pastoral cuanto una nueva forma de santo, un determinado hombre o mujer que pueda modelar para nosotros en la práctica lo que significa vivir comprometidamente el Evangelio en un contexto de riqueza y secularidad. ¿Por qué esto?
Una de las lecciones de la historia es que con frecuencia la genuina renovación religiosa, el símbolo que de hecho reforma la imaginación religiosa, no viene de centros de pensamiento, conferencias y sínodos de la iglesia, sino de individuos agraciados: santos, hombres y mujeres no amansados que -como san Agustín, san Francisco, santa Clara, santo Domingo, san Ignacio, u otras figuras religiosas semejantes- pueden reformar nuestra imaginación religiosa. Ellos nos muestran que lo nuevo yace en otra parte, que lo que necesita ser fijado en la iglesia no será arreglado simplemente apañando lo viejo. Lo que se necesita es una nueva imaginación religiosa y eclesial. Charles Taylor, en su muy respetado estudio de la secularidad, sugiere que lo que estamos padeciendo hoy es no tanto una crisis de fe cuanto una crisis de imaginación. Nunca los cristianos anteriores a nosotros han vivido en esta clase de mundo.
¿A qué se parecerá esta nueva clase de santo, este nuevo san Francisco? Yo, honradamente, no lo sé. Ni -según parece- lo sabe ningún otro. Aún no tenemos respuesta, al menos ninguna que haya sido capaz de reportar mucho fruto en la cultura reinante. Eso no es sorprendente. El tipo de imaginación que reforma la historia no se encuentra fácilmente. Entre tanto, hemos ido tan lejos como podemos a lo largo del camino que solía llevarnos allí, pero que para muchos de nuestros hijos ya no lo hace.
Aquí está nuestra perplejidad. Somos mejores para saber qué hacer una vez que tenemos a la gente en una iglesia, de lo que somos para saber cómo llevarlos allí. ¿Por qué? Nuestro lado débil -creo yo- yace no en nuestra imaginación teológica, donde tenemos abundantemente buenos conocimientos teológicos y bíblicos. De lo que tenemos necesidad es de santos que pisen el suelo, hombres y mujeres que, en una pasión y fidelidad que sea en seguida fiel a Dios y fieramente empática a nuestro mundo secular, sean capaces de encarnar su fe en una manera de vivir que pueda mostrarnos, prácticamente, cómo podemos ser pobres y humildes discípulos de Jesús aun cuando caminemos en un mundo rico y altamente secularizado.
Y tal persona nueva aparecerá. Hemos estado en este lugar antes en la historia y siempre hemos encontrado nuestro camino hacia adelante. Cada vez que el mundo cree que ha enterrado a Cristo, la piedra vuelve a rodar de la tumba; cada vez que el ethos cultural declara que las iglesias están en un irrevocable deslizamiento hacia abajo, el Espíritu interviene y hay pronto un giro de 180 grados; cada vez que nos desesperamos, pensando que nuestra edad ya no puede producir santos ni profetas, se presenta algún  Agustín o Francisco y muestra que nuestra edad, como los tiempos antiguos, puede también producir sus santos; y cada vez que nuestras imaginaciones se agotan, como se han agotado ahora, encontramos que nuestras escrituras están aún llenas de nueva visión. Puede que estemos faltos de imaginación, pero no estamos faltos de esperanza.
Cristo prometió que no nos dejaría huérfanos, y esa promesa es segura. Dios está aún con nosotros y nuestra edad producirá sus propios profetas y santos. Lo que se pide de nosotros en este momento es paciencia bíblica, esperar en Dios. El Cristianismo puede parecer cansado, probado y agotado para una cultura en la que las riquezas y la sofisticación son sus dioses actuales, pero la esperanza está empezando a mostrar su faz: Mientras la secularización, con su riqueza y sofisticación, marcha firmemente hacia adelante, ya estamos empezando a ver algunos hombres y mujeres que han encontrado maneras de llegar a ser post-ricos y post-sofisticados. Estos serán los nuevos líderes religiosos que nos enseñarán, a nosotros y a nuestros hijos, cómo vivir como cristianos en esta nueva situación. Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - 

Rastrillo Misionero parroquial

El grupo misionero de la parroquia del Corazón de María dará comienzo el próximo viernes 29 , un año más, a su tradicional rastrillo misionero navideño y ubicado como siempre en los salones parroquiales.

Los horarios matutinos serán de 12 a 14
y los vespertinos de 18 a 21:30


Vivir de por vida una vocación

¿Qué significa tener vocación? El término se emplea tanto en círculos religiosos como seculares, y todos asumen que su significado es claro. ¿Lo es? ¿Qué es una vocación?
Karl Jung la definió así: “Una vocación es un factor irracional que destina a un hombre a emanciparse del grupo y de sus caminos bien usados”. Frederick Buechner, un afamado predicador, dice: “Una vocación es donde tu profunda alegría se bate contra el hambre del mundo”.
David Brooks, un renombrado periodista, reflexionando sobre la vocación en su reciente libro, La segunda montaña, nos da estas citas de Jung y Buechner y después escribe: Una vocación no es algo que tú escoges. Ella te escoge a ti. Cuando la percibes como una posibilidad en tu vida, sientes también que no tienes una elección sino que sólo puedes preguntarte: ¿Cuál es mi responsabilidad aquí? No es cuestión de lo que tú esperas de la vida sino más bien lo que la vida espera de ti. Además, para Brooks, una vez que tienes una sensación de tu vocación, se hace impensable desecharla y te das cuenta de que serías moralmente culpable si lo hicieras. Él cita a William Wordsworth en apoyo de esto:
Mi corazón estaba lleno; no hice votos, sino que los votos
entonces se hicieron para mí; vínculo desconocido para mí
se dio; eso debería ser yo; si no, sería pecar gravemente.

Brooks sugiere que cualquier cantidad de cosas puede ayudar a despertar vuestra alma a su vocación: música, drama, arte, amistad, estar rodeado de niños, estar rodeado de belleza y, paradójicamente, estar rodeado de injusticia. A esto, él añade dos observaciones más: Primera, que normalmente sólo vemos y entendemos todo esto de manera clara cuando somos mayores y recordamos la vida y nuestras opciones; y segundo, que mientras la llamada a una vocación es una cosa sagrada, algo mística, la manera en que de hecho terminamos viviéndola es con frecuencia desordenada, confusa y obligada, y generalmente no se siente muy santa que digamos.
Bueno, yo soy mayor y estoy recordando cosas. ¿Se ajusta mi historia vocacional a estas descripciones? En su mayor parte, sí.
Como niño que creció en la subcultura católica romana de los 1950 y el comienzo de los 1960, fui parte de esa generación de católicos en la que a todos chicos y chicas católicos se les pedía que reflexionasen, con considerable gravedad, sobre la pregunta: “¿Tengo vocación? Pero en aquel entonces, en su mayor parte significaba: “¿Soy llamado a ser sacerdote, hermano religioso o hermana religiosa?” El matrimonio y la vida de soltero eran, de hecho, considerados también vocaciones, pero en un segundo plano a lo que era considerado vocación mayor, el compromiso de religioso consagrado.
Así, mientras un niño estaba creciendo en ese ambiente, me hice, con toda gravedad, esta pregunta: “¿Tengo vocación para ser sacerdote?” Y la respuesta me vino, no en una visión relampagueante, ni en ningún generoso movimiento del corazón, ni en ningún atractivo hacia cierta forma de vida. Nada de esto. La respuesta me vino como anzuelo en mi conciencia, como algo que se me estaba pidiendo, como algo de lo que no podía desviarme moral ni religiosamente. Me vino como una obligación, una responsabilidad. Y al inicio luché en contra y rechacé esa respuesta. Esto no era lo que yo quería.
Pero era a lo que yo me sentía llamado. Esto era algo que se me estaba preguntando más allá de mis propios sueños para mi vida. Era una llamada. Así, a la tierna edad de 17 años decidí entrar en una orden religiosa, los Misioneros Oblatos de María Inmaculada y tratar de llegar a ser sacerdote. Sospecho que pocos consejeros o psicólogos pondrían hoy mucha confianza en tal decisión, dada mi edad en ese momento; pero recordándolo ahora, más de cincuenta años después, en retrospectiva, creo que esta es la más pura y más generosa decisión que he hecho nunca en mi vida.
Y nunca he mirado atrás. Nunca he considerado seriamente abandonar ese compromiso, aun cuando a veces me haya perseguido y atormentado toda clase de emoción inestable, obsesión, cansancio, depresión y auto-compasión. Nunca me he arrepentido de la decisión. Sé que esto es a lo que he sido llamado y estoy suficientemente feliz con la manera en que se hizo. Esto me ha traído la vida y ayudado a servir a otros. Y, dadas mis idiosincrasias personales, heridas y debilidades, dudo que hubiera encontrado un camino tan profundo en la vida y comunidad como esta vocación me proporcionó, aunque admito que eso puede ser egoísta.
Comparto mi historia personal aquí sólo porque podría ser útil al ilustrar el concepto de vocación. Pero la vida religiosa y el sacerdocio son meramente una sola vocación. Hay otras incontables, igualmente tan santas e importantes. La vocación de uno puede consistir en ser artista, agricultor, escritor, médico, padre, esposa, maestro, dependiente u otras innumerables cosas. La vocación te elige y hace los votos por ti; y esos votos te ponen en ese lugar del mundo donde tú estás mejor situado para servir a otros y encontrar la felicidad. Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - 

Fe y muerte

Tendemos a alimentar una cierta ingenuidad sobre lo que significa la fe ante la muerte. La opinión común entre nosotros como cristianos es que, si alguien tiene una genuina fe, deberá poder enfrentarse a la muerte sin temor ni duda. Entonces la implicación, por supuesto, es que tener fe y duda cuando uno está muriendo es indicio de una fe débil. Aunque es verdad que mucha gente con una fe robusta sí se enfrenta a la muerte tranquilamente y sin temor, no siempre es ese el caso, ni necesariamente la norma.
Podemos empezar con Jesús. Ciertamente él tenía verdadera fe y, aun así, justo en los momentos antes de su muerte clamó con temor y duda. Su grito de angustia “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” procedió de una genuina angustia que no era expresada -como a veces atribuimos piadosamente- para lograr un efecto divino, no significado de hecho, sino algo para que lo oyéramos nosotros. Momentos antes de que muriera, Jesús sufrió verdadero temor y verdadera duda. ¿Dónde estaba su fe? Bueno, eso depende de cómo entendamos la fe y la modalidad específica que pueda lamentarse en nuestro morir.
En su famoso estudio de las etapas de la muerte, Elizabeth Kubler-Ross, sugiere que hay cinco etapas que experimentamos en el proceso del morir: Negación, ira, negociación, depresión, aceptación. Nuestra primera respuesta al recibir un diagnóstico terminal es la negativa: ¡No me está sucediendo esto! Luego, cuando tenemos que aceptar que está sucediendo, nuestra reacción es la ira: ¡Por qué a mí! Al fin, la ira da paso a la negociación: ¿Cuánto tiempo puedo aún dilatar esto? A esto sigue la depresión y, finalmente, cuando ya nada nos sirve, se da la aceptación: Voy a morir. Todo esto es muy cierto.
Pero en un libro profundamente perspicaz, La gracia al morir, Kathleen Dowling Singh, basando sus percepciones sobre la experiencia de sentarse al lado de la cama de muchos moribundos, sugiere que hay etapas adicionales: Duda, resignación y éxtasis. Esas etapas ayudan a proyectar luz sobre cómo se enfrentó Jesús a su muerte.
La noche antes de morir, en Getsemaní, Jesús aceptó su muerte, claramente. Pero esa aceptación no fue aún plena resignación. Eso sólo tuvo lugar el siguiente día en la cruz, en una rendición final cuando, como relata el Evangelio, inclinó la cabeza y entregó su espíritu. Y justo antes de eso, experimentó un espantoso temor de que aquello en lo que siempre había creído y enseñado sobre Dios quizás no fuera así. Tal vez los cielos estaban vacíos y tal vez lo que juzgamos promesas de Dios sólo vale para ilusiones.
Pero, como sabemos, él nunca cedió a esa duda, sino más bien, en su oscuridad, se entregó en confianza. Jesús murió en fe, aunque no en lo que con frecuencia pensamos ingenuamente que es fe. Morir en fe no siempre significa que morimos serenamente, sin temor ni duda.
Por ejemplo, el renombrado erudito bíblico Raymond E. Brown, haciendo un comentario sobre el temor a la muerte en la comunidad del discípulo amado, escribe: “La finalidad de la muerte y las incertidumbres que crea causa temblor entre aquellos que han pasado sus vidas confesando a Cristo. Verdaderamente, entre la pequeña comunidad de discípulos de Juan, no fue infrecuente que la gente confesara que las dudas habían entrado en sus mentes mientras se batían con la muerte. …La historia de Lázaro se sitúa al final del ministerio público de Jesús en Juan para enseñarnos que cuando se confronta con la visible realidad de la tumba, todos necesitamos oír y abrazar el intrépido mensaje que Jesús proclamó: ‘Yo soy la vida’. …Para Juan, no importa con qué frecuencia renovamos nuestra fe, existe la prueba suprema por la muerte. Tanto si es la muerte de un ser querido como si es la propia muerte de uno, es el momento en que uno se da cuenta de que todo depende de Dios. Durante nuestras vidas, hemos podido defendernos de tener que enfrentarnos a esto de una manera cruda. Enfrentados por la muerte, la mortalidad, todas las defensas se desmoronan”.
A veces, la gente con una profunda fe se enfrenta a la muerte con calma y paz. Pero otras veces no, y el temor y la duda que los amenazan entonces no es necesariamente signo de una fe débil ni vacilante. Puede ser lo contrario, como vemos en Jesús. En una persona de fe, el temor y la duda ante la muerte es lo que los místicos llaman “la noche oscura del espíritu”… y esto es lo que está pasando en esa experiencia: El crudo temor y la duda que estamos experimentando en ese momento hacen que nos sea imposible confundirnos a nosotros mismos y nuestra propia fuerza vital con Dios. Cuando tenemos que aceptar morir en confianza dentro de lo que parece absoluta negación y sólo podemos clamar en angustia a una aparente vaciedad, entonces ya no es posible confundir más a Dios con nuestros propios sentimientos y ego. En eso, experimentamos la suprema purificación del alma. Podemos tener una fe profunda y, no obstante,encontrarnos con duda y temor ante la muerte. Mira sólo a Jesús. Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - 

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La frustrante batalla por la humildad

Es duro ser humilde, no porque no tengamos deficiencias más que suficientes para merecer la humildad, sino más bien porque hay un astuto mecanismo en nosotros que normalmente no nos deja ir al lugar de la humildad. Sencillamente dicho, mientras tratamos de ser modestos, humildes y no-hipócritas, nos enorgullecemos de eso, y entonces, sintiéndonos satisfechos de ello, nos hacemos críticos de otros.
Jesús nos ofreció una maravillosa parábola sobre esto, pero generalmente desaprovechamos su lección. Todos nosotros estamos familiarizados con la parábola del fariseo y el publicano. Jesús cuenta la historia de dos hombres puestos delante de Dios en oración. El primero, un devoto fariseo, es un hombre que se tomó muy en serio el seguimiento de la virtud y da gracias a Dios porque es devoto y moral, y también da gracias a Dios porque no es tan amoral como el publicano que está en el templo con él. El segundo, un publicano, reconoce (honradamente y sin ninguna racionalización) que es amoral, que es un pecador y, en ese reconocimiento, pide humildemente a Dios que le perdone sus debilidades. Sabemos cómo Jesús evalúa a los dos. El fariseo en realidad no oró, mientras el publicano sí. Además la parábola destaca la ceguera interna del fariseo de un modo que es imposible no ver. Todo aquel que oye esta historia no puede menos que ver su falta de humildad.
Sin embargo, lo que resulta desafiante es examinar nuestra propia reacción a la historia. Al instante vemos la diferencia entre el falso orgullo y la genuina humildad. Vemos qué arrogante es que el fariseo diga: “¡Gracias a Dios, yo no soy como ese!”. Pero entonces yo me aventuraría a imaginar que el 98% de nosotros que oímos esa historia alimentamos espontáneamente este sentimiento: “Gracias a Dios, yo no soy como ese fariseo”. ¡Y, al hacer eso, nosotros somos él! Exactamente como él, nosotros estamos llenos hasta el borde de nuestro propio sentido de virtud y, por eso, empezamos a juzgar a otros. Normalmente, nuestra oración es de hecho lo contrario de la oración del publicano. Nosotros no estamos orando por nuestra propia culpabilidad, sino más bien rezando: “¡Te doy gracias, oh Dios, porque no soy tan ciego a mí mismo y tan crítico como son tantos otros!”. Es duro ser el publicano. Nuestra verdadera virtud y humildad se enroscan invariablemente sobre sí mismas y nos hacen orgullosos y críticos.
¿Cuál es la respuesta? ¿Cómo rompemos el círculo vicioso? Hay sólo una manera, y el publicano nos la muestra. ¿Cómo? Él ora por su propia culpabilidad, de verdad. Es un pecador y lo admite honradamente. Por nuestra parte, cuando hablamos de nosotros mismos como pecadores, generalmente no queremos decirlo. Admitimos que tenemos nuestras debilidades y que a veces pecamos; pero luego, como el fariseo, agradecemos inmediatamente que no tengamos las debilidades y pecados de otros. Por lo general, pensamos de esta manera: “¡Admito que tengo mis faltas, pero al menos no soy tan ignorante y egoísta como ese compañero mío!” “¡A pesar de todos mis defectos, aún le doy gracias a Dios de que no soy tan narcisista como mi jefe!” “¡Puede que yo no tenga mucha fe religiosa, pero al menos no soy tan hipócrita como tantos de esos que son gente de iglesia!” “¡Puedo ser un poco desordenado, pero gracias a Dios no tengo las faltas de Jack!”. El orgullo siempre está serpenteando alrededor de nuestras defensas y manteniendo acorralada la genuina humildad.
Pero hay un caso en el que no puede hacer eso, y es cuando estamos reconociendo genuinamente nuestra propia culpabilidad. Cuando estamos verdaderamente situados dentro de nuestra propia culpabilidad, como el publicano, entonces no juzgamos a nadie, ni siquiera a nosotros mismos. Como sacerdote católico romano que ha estado confesando durante unos 47 años, puedo decir sin duda que la gente se encuentra en su mejor momento cuando están confesando honradamente sus propios defectos. Cuando estamos situados genuinamente en el  reconocimiento de nuestros propios pecados, no juzgamos a nadie. En ese espacio, nunca pensamos: “¡Gracias a Dios, yo no tengo las faltas de Jack!”. Sabemos que nuestras propias cosas bastan. Entonces, nuestra oración se vuelve honrada y, según Jesús, es en tal caso cuando es oída en el cielo.
Y es precisamente nuestra culpabilidad lo que debemos reconocer existencialmente y situarnos en ella. Nuestras otras debilidades, nuestras inadecuaciones congénitas y personales pueden ser útiles haciéndonos humildes, pero, como no somos personal ni moralmente responsables de ellas, reconocerlas no nos hacen lo mismo como reconociendo nuestra propia culpabilidad. No somos responsables del ADN físico y psicológico. No somos responsables de nuestra etnicidad ni color. No somos responsables de la clase de familia, vecindad y cultura en las que fuimos educados. Y no somos responsables de lo que nos sucedió en el corralito de bebés y en el patio de juego cuando éramos pequeños. Y aun así, todas estas cosas impactan profundamente en nuestras debilidades y fortalezas. Pero como no somos responsables de ellas, al fin no tenemos que ser humildes por ellas.
Pero sí tenemos que ser humildes por nuestros propios pecados.
Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - 

2019. Fotos de las Confirmaciones de la parroquia.


El pasado sábado , 26 de octubre, a las 8 de la tarde, celebramos en la parroquia la confirmación de 38 jóvenes, con sus catequistas, que les han acompañado en el este proceso durante 3 años. La celebración fue presidida por el vicario general, D. Jorge Juan Fernández Sangrador. Confiamos que el espíritu de Dios se haya derramado en la vida de estos jóvenes y hayan salido fortalecidos para vivir intensamente su vida cristiana. Si quiere ver el álbum completo...